El Mono Vergel: Relato corto de una historia real
Por Álvaro Cotes Córdoba
Nota: Este texto hace parte de mi libro: La historia negra de una ciudad santa.
El último hecho delictivo que realizó el Mono Vergel en su vida antisocial, fue cuando amenazó inmolarse con un grupo de rehenes en la plaza principal del antiguo mercado público de Santa Marta, ciudad del norte de Colombia, en un intento desesperado por no dejarse atrapar, ya que había sido cercado por la Policía y el Ejército nacional.
El Mono Vergel, quien era uno de los más buscados en aquel entonces por sus múltiples atracos a ciudadanos de bien, se había atrevido ir a la despensa pública de la ciudad, porque llevaba mucho tiempo que no se veía con su madre, quien tenía en ese lugar un puesto de verduras.
En esa época, a principio de los 70, no existían en Santa Marta los supermercados de hoy en día, por lo que el mercado público era el único sitio adonde a diario y desde muy temprano, acudían tanto ricos como pobres a comprar los alimentos de sus hogares. Y aunque parecía una locura, para él era más seguro ir a ver a su madre en su puesto de trabajo que a su propia vivienda, la cual consideraba que estaba vigilada las 24 horas de todos los días por la Policía.
En repetidas ocasiones lo había hecho y en ninguna había sido descubierto. Según se decía, él llegaba hasta el negocio de su madre, camuflado con una gorra y unas gafas oscuras, para cubrirse el cabello rubio y los ojos verdes que lo delataban a leguas. Ni siquiera su madre lo reconocía cuando él se le ponía frente a su puesto de verduras, fingiendo ser un comprador cualquiera. Lo descubría poco después, porque él mismo se le revelaba, diciéndole casi siempre lo mismo:
--- Hola madre, soy El Mono. No me saludes y actúa como si nada.
Ella ya sabía cómo hacer luego: disimulaba que le vendía unas cuantas verduras, mientras él le metía conversación. Después fingía que le pagaba y le daba un fajo grande de billetes que ella ni contaba y guardaba luego en el bolsillo de su delantal. Acto seguido, él se iba y mientras lo hacía, su madre lo santiguaba mentalmente, para que no le pasara nada malo durante el tiempo en que no lo volvería a ver. Sin embargo, esa vez no pudo hacerlo, porque ella no fue a abrir su negocio, debido a que había pasado una noche terrible con una migraña y unos dolores en sus piernas, causadas por las várices, por lo que se había quedado en su casa en uno de los barrios subnormales ubicado en la ladera de uno de los cerros circundantes de la ciudad.
De manera que El Mono, cuando llegó al puesto de verduras de su madre y se dio cuenta de que estaba cerrado, lo primero que hizo fue devolverse para salir rápido de aquella edificación bulliciosa o con una algarabía disonante, ocasionada por más de un centenar de vendedores estacionarios que ofrecían sus diversos productos a los cientos de clientes que a cada hora entraban y salían de allí tras comprar sus alimentos diarios.
No obstante, en el momento en que se disponía a salir por una de las puertas de ese edificio, avistó a lo lejos la presencia de un piquete de policías que conversaba con otros vendedores en esa parte del mercado. Notó que entre el pequeño grupo de los agentes del orden se hallaba uno muy conocido, con quien había tenido ya varios encontrones tras ser sorprendido en sus andanzas delincuenciales. Se trataba de un uniformado muy singular, con una fama porque aplicaba la ley a su acomodo y de forma no muy convencional, por lo que le apodaban "Justicia Loca".
Era el terror de todos los delincuentes de poca monta en ese entonces en Santa Marta. De baja estatura, pero con el orgullo de sentirse más grande que cualquiera que lo doblara en estatura, cuando atrapaba a los ladrones, los ponía en ridículo, al pasearlos por el barrio donde vivían u otros en los que realizaban sus fechorías, para lo cual los amarraba con una soga a su moto, solo con el fin de que todo el mundo los conociera y los otros delincuentes se dieran cuenta de lo que les pasaría si eran sorprendidos por él. Claro que con El Mono Vergel, Justicia Loca se había comportado más suave en las veces en que lo había sorprendido con intenciones de atracar a alguien, pues era consciente de su grado de peligrosidad, porque sabía que siempre andaba bien armado.
Apenas Justicia Loca también lo descubrió en aquel mercado, se puso en guardia y hizo que sus compañeros igualmente hicieran lo mismo tras advertirles de la temible presencia peligrosa de aquel personaje del bajo mundo. Y sin quitarle la vista al Mono por un segundo, puso la mano izquierda sobre la cacha de su revólver guardado en la cartuchera ceñida a su cintura, con intención de desefundarlo si El Mono trataba de hacer lo mismo con lo que sea que tuviera consigo en una mochila colgada a uno de sus hombros.
El Mono, esa mañana, llevaba dentro de su mochila dos granadas en lugar del arma con que solía cometer sus actos delincuenciales. Nunca lo había hecho, pero alguien dijo después que lo más probable fue que él presintió lo que le iba a suceder ese día y por eso las llevó en lugar de su viejo revólver 38 corto con cacha de nácar.
Al notar a los policías y en vista de que sabía que no iban a dispararle por la cantidad de gente que existía en esos momentos en aquel recinto cerrado de gran tamaño, optó por regresar e intentar salir de allí a través de otra de las puertas que tenía la mencionada edificación. Pero tampoco pudo hacerlo, porque en cada uno de los restantes accesos también se encontraban otros uniformados, los cuales sin duda ya estaban alertados de su presencia allí.
Ante semejante cerco y en vista de que no tenía otra opción, al Mono no le quedó más que mostrar sus dos granadas y tomar de rehén a un grupo de vendedores y usuarios del mercado, para evitar ser detenido por los policías. Fue su última acción delincuencial tras una larga y pendeciera vida dedicada a conseguir el dinero fácil sin trabajar legalmente y a costilla de los demás. En cuestión de unos minutos, esa mañana cálida de un mes fiestero, (febrero), el mercado de Santa Marta se convirtió en el primer escenario público con una situación de toma de rehenes en el país.
El hecho, nunca antes registrado en la urbe, atrajo la atención de toda la fuerza pública encargada de velar por el orden y la seguridad de los habitantes samarios y no samarios. Y hasta el mercado fueron desplazados todos los policías que en esos instantes prestaban sus servicios en la institución armada. Ese día, el cuartel policial ubicado en la calle 22 o Santa Rita, a unas ocho calles y siete carreras, quedó vacío y sin ningún uniformado, solo con la presencia del personal administrativo de la sede institucional. El Coronel al mando de la guarnición policiaca dirigió personalmente el impresionante operativo que abarcó tres cuadras. Todos los comerciantes, usuarios y vendedores al rededor del mercado fueron evacuados, al igual que los que lograron salir apenas se percataron de lo que estaba pasando adentro.
No obstante, en el interior del edificio del mercado público, los rehenes en poder del Mono Vergel sufrían por lo que podría suceder si la policía tomaba la decisión de ingresar por él. Sin duda caerían muertos en medio del hipotético caso de que las autoridades ejecutaran el operativo de rescate de los rehenes, pues de seguro El Mono accionaría ambas granadas, para cumplir con su promesa suicida de hacerse estallar con ellos. Entre el grupo de los rehenes se hallaba una señora de la misma edad de su madre, la cual no paraba de llorar y rezar. En un principio al Mono no le importó, pues pensó que era producto de la situación. Pero en vista de que no paraba a pesar de que él le decía que no le iba a pasar nada, tomó la decisión de liberarla.
La mujer salió corriendo, agradeciendo a Dios por atender sus rezos y para lo cual comenzó a persignarse y a mirar hacia el Cielo apenas llegó a la calle, para dirigirse después hasta donde se hallaba el primer anillo policial con el comandante al frente. A lo que se sintió segura en medio de la multitud de uniformados verdes, la liberada señora hizo una confección que sería la clave para desenredar aquella toma de rehenes única.
Sol, así se llamaba la recién liberada mujer, era muy amiga de la madre del Mono, por lo que sabía que ella era la única a la que él obedecería, para que desistiera de su intención criminal. Por eso le pidió al Coronel al frente del operativo que la buscaran rápido antes de que fuera demasiado tarde. Incluso se brindó a llevarlos hasta su casa si era necesario. A lo que el oficial al mando le manifestó que no hacía falta, pues ellos sabían muy bien en dónde residía la madre del delincuente. Quince minutos más tarde, cuando al sitio empezaba a arribar un batallón completo de soldados del Ejército nacional en varios camiones militares, retornó la patrulla con la madre del Mono.
Sofia de Vergel descendió del auto emblemático con el llanto a flor de piel y el rostro desconsolado de una madre totalmente angustiada. Vino desarreglada, despeinada, enchancletada y con la misma vestimenta que usaba en casa. Los miles de curiosos que observaban en primera fila, pero a una distancia estimada de 200 metros a la redonda, alcanzaron a oir cuando ella le empezó a pedir a su hijo desde el medio de la calle que se entregara y abandonara la mala idea de sacrificar a gente inocente y suicidarse, porque ella se moriría enseguida si así lo hacía. Incluso, le hizo una última propuesta: que liberara a los rehenes y ella entraba después para hablar con él. Siete minutos más tarde de la proposición, los cinco restantes rehenes que habían permanecido bajo cautiverio comenzaron a salir uno por uno. Cuando faltaba el último, El Mono le gritó a su madre que ingresara. En esos momentos el Coronel al mando del operativo hizo a sus agentes una señal para que nadie interviniera durante la conversación entre madre e hijo, pues auguardaba la esperanza de que todo se resolviera sin que hubiera la necesidad de dispararse un tiro o se derramara una sola gota de sangre.
La señora Sofía y su hijo El Mono permanecieron juntos por más de media hora y solos dentro del edificio donde funcionaba el mercado en ese entonces. Nadie supo de qué hablaron, pero la conversación se hizo eterna tanto para los policías y soldados como para los miles de curiosos que no se movieron por ningún instante, para no perderse el final de aquella primera y última toma de rehenes en Santa Marta. Y al cabo de 45 minutos exactos, por fin, madre e hijo salieron abrazados, momento que fue registrado ipso facto por la multitud voluntaria que presenció durante más de cinco horas aquel hecho extraordinario.
El Mono Vergel entregó su mochila con las dos granadas de fragmentación y no ofreció ninguna otra resistencia y se dejó esposar por la fuerza pública al mando de un Coronel, cuyo apellido era Estupiñán. Antes de que lo subieran a una de las patrullas para ser trasladado al cuartel, en donde lo encerrarían en un calabozo, mientras le hacían el juicio, El Mono le hizo a su madre una última sugerencia: Que no lo fuera a visitar, para no verla sufrir. A la señora Sofía no se le ocurrió en ese instante que aquella solicitud fue como una premonición, pues desde ese día no volvió a saber más de él.
Solo vino a saber de él a los tres meses, cuando escuchó por las noticias que le habían dado de baja en momentos en que intentaba fugarse de una base militar situada en otra ciudad cercana a Santa Marta y en la que había sido encarcelado mientras esperaba su juicio final.
Fin
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