Algo nos está pasando
En el hospital, mientras esperaba mi turno, empecé a sospechar que algo sucedía con los pacientes que salían tras ser atendidos.
Observé a los que estaban a mi alrededor, también a la espera de sus turnos, para ver si notaban lo mismo que yo, pero todos estaban concentrados en sus celulares, algunos veían videos, otros chateaban por sus whatsapp y unos pocos hablaban o escuchaban música a través de sus auriculares. Parecía que yo era el único atento de lo que ocurría con los pacientes, cuando salían de ser atendidos por las enfermeras y médicos.
Lo noté más, cuando un adulto mayor, quien había permanecido muy parlachín en medio de aquella sala llena de una veintena de pacientes distraídos, lo hizo de una manera muy diferente a como había ingresado minutos antes, tras salir de uno de los consultorios dispuestos en ese centro de atención.
Salió mudo y con la mirada fija hacia adelante, como si fuera un zombi. Pasó por mi lado y ni porque le pregunté cómo le había ido en la atención médica, no me respondió. Esa extraña actitud me motivó a levantarme de la silla en la que llevaba más de dos horas sentado, para dirigírme de manera disimulada hasta la entrada de uno de los consultorios y observar más de cerca lo que le hacían a los pacientes.
Y vi que a uno le colocaban una inyección con una aguja de unos ocho centímetros de largo a la altura del cuello. La imagen me impresionó y por eso intenté alejarme rápido de allí, pero cuando lo iba a hacer, dos enfermeros vinieron hacia mí y me dijeron que mi turno había llegado e intentaron agarrarme para meterme en otro consultorio, pero yo no se los permití y comencé a alejarme de ellos en sentido contrario, es decir, hacia más adentro del hospital.
Al principio lo hice caminando despacio, pero como se me acercaban cada vez más, empecé a correr. Lo hice rápido, pues en mi juventud fui atleta de cien metros planos y me introduje por cuanto pasillo encontré adelante e incluso subí por la única escalera en el edificio hasta llegar al cuarto y último piso de aquel hospital, en el cual había una cafetería amplia con vista abierta a la ciudad.
Me acerqué hasta el borde conformado por un muro de un metro de altura y desde allí pude contemplar que abajo, en la calle, una multitud se enfrentaba a otra, tirándose piedras y liándose a puños y patadas. Aún no entendía lo que pasaba ni por qué sucedía. Pero lo que sí entendía era que me tenía que alejar de allí. No obstante, cuando voltee, para ver si los dos enfermeros todavía me perseguían, lo comprobé al observar que se detuvieron a la entrada de la escalera, esperando que me diera cuenta de que no tenía otra salida, que la de aceptar que me llevaran a uno de los consultorios.
Quise ganar tiempo y comencé a preguntarle qué estaba ocurriendo, pero los dos hombres de blanco ni siquiera mostraron la intención de contestarme. Volvieron a caminar hacia mí, más decididos a atraparme. Entonces fue cuando opté por hacer lo impensable. Abajo, en una de las esquinas de la calle, había notado la existencia de una pila grande de arena que sería utilizada para alguna ampliación en aquel hospital. Se veía recién puesta en ese lugar, es decir, no había sido pisoteada por nadie, por lo que podía amortiguar mi cuerpo si decidía usarla como colchón. Por eso voltee de nuevo a ver si los enfermeros aún me acechaban y al confirmarlo, no tuve más remedio que ejecutar la suicida fuga.
Me subí al muro y me senté sobre él, dispuesto a lanzarme desde esa altura si los dos individuos de blanco se me acercaran a atraparme. Cuando lo hicieron, no tuve otra opción que arrojarme sobre aquella pila de arena. Caí de pie y me enterré hasta los tobillos. Las personas que se enfrentaban a puños, palos y patadas, se detuvieron por unos momentos, para asimilar la gesta que yo acababa de hacer. Por unos segundos se quedaron en silencio, esperando que yo me moviera y cuando lo hice, comenzaron a expresar lo que pensaron de mi por esos instantes:
---- ¡Nojoda, cuadro! ¿Usted está loco, se cree Superman? Usted es la gaver ¿Acaso se quiso suicidar?
Cuando les iba a explicar, volvieron a enfrentarse y reanudaron la batalla campal que sostenían ni se sabe por qué. Se olvidaron de mi de inmediato. Lo que aproveché para bajarme de la arena, sacudírmela del pantalón o de la parte que había quedado impregnada de ella y luego seguí huyendo o alejándome de aquel hospital. En medio de los que se peleaban me fui abriendo espacio (ninguno se metió conmigo, tal vez por lo que acababa de hacer) y continué con mi camino, el cual era llegar a mi casa que estaba a cien cuadras de allí. Mi pensamiento era agarrar el primer taxi que viera, para no darle ningún chance de volverme a acorralar a los enfermeros.
Luego de caminar por varias calles, no encontré un solo taxi ni siquiera un bus urbano, lo que no solo me empezó a preocupar más, sino también a llenar de miedo, pues la falta del transporte empeoraba mi huida de los perseguidores. Pero lo que yo ignoraba en esos momentos era que los dos enfermeros habían salido del hospital a buscarme en una ambulancia. Lo supe porque, cuando me vieron en la acera de una avenida, en donde me detuve para esperar un taxi o un bus, frenaron en seco y el sonido de la frenada llamó mi atención, por lo que los ví a través de la ventanilla del volante. Enseguida me regresé corriendo por donde había venido y cuando lo hacía, un mototaxista amigo me preguntó qué me pasaba y yo le respondí que necesitaba ir rápido a mi casa y el motociclista, sin preguntar por qué ni para qué, me dió el aventón que me salvó ese día la vida.
Aquel mototaxista era un viejo amigo de la infancia y juventud y quien por los avatares de la vida, no había podido seguir estudiando y se había quedado en ese oficio, ilegal, pero humilde y una importante fuerza de trabajo en el transporte urbano de la ciudad. Los dos enfermeros en la ambulancia solo pudieron avistar la moto en que protagonicé mi fuga final durante cinco cuadras, después de ahí no le vieron ni la sombra.
Al día siguiente ví que estaban diciendo por las redes sociales que yo era un suicida y habían subido varios vídeos en donde aparecía lanzándome desde el cuarto piso de aquel hospital, al cual había ido ese día tan solo para una cita médica. Mi acto que llamaban suicida, solo había sido una reacción de conservación natural. No obstante, muchos ya habían hecho dinero al subir los videos como algunos "influencer" hasta con cinco millones de reproducciones.
Es decir, a nadie le importó el por qué yo me había arrojado desde ese cuarto piso sobre la arena; les interesó solamente ver cómo me tiré y caí y no me maté. Definitivamente, algo nos está pasando.
Escrito por Álvaro Cotes Córdoba.
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