El arroyo del amor



Por Álvaro Cotes Córdoba

Barranquilla seguía de rumba, a pesar de que su acreditado y tradicional carnaval había terminado dos meses antes. Aunque no era una festividad igual a las carnestoléndicas, en donde la gente se disfrazaba y parrandeaba con abundante licor y alegría hasta el amanecer del día siguiente, la celebración se debía a que la ciudad cumplía 225 años de fundada. Por ello, el alcalde, un simpático y polémico soledeño, de la tierra de las butifarras, había mandado a pintar con los colores de la bandera de la urbe, los bordillos de las calles y avenidas. Del mismo modo había engalanado las similares arterias con unos ornamentos colgantes de papel brillante y figuras alegóricas a lo que hacía conocer a la ciudad a nivel internacional: Su bendito carnaval. Y menos mal que no estaban en la temporada de marimondas, comparsas y cumbiambas, porque la tragedia hubiera sido más grande.

Nancy Vides, la esposa del Alcalde de la ciudad, al salir de su casa en un sector exclusivo del norte de la misma, interpretó lo que vio en el cielo de ese día a las 9:00: 

--- Va a caer un aguacerón, dijo asombrada. 

Pedro Mojica, su chofer, miró a través del parabrisa del vehículo y confirmó la interpretación de su patrona, pero notó que hacia el Oriente, el Cielo se veía despejado o no había una sola nube densa como se apreciaba en el Occidente, por lo que creyó lo contrario, es decir, que no iba a llover tan duro. De hecho, se lo hizo saber, explicándole que, cuando el Cielo estaba nublado en el Occidente y no en el Oriente, era porque no iba a llover en Barranquilla. 

Se trataba de una predicción costumbrista que la gente utilizaba cada vez que había tiempo de lluvia, por lo que sus habitantes veteranos repetían como loros lo que habían oído a lo largo de sus vidas. Nancy aceptó la explicación de su chofer, pese a que en el Cielo veía lo contrario.

La ilustre dama se dirigía esa mañana hacia su oficina en el edificio de la Alcaldía, con el fin de atender la abultada agenda de actividades que ostentaba para ese día tan especial. No solo acompañaría a su esposo en la ceremonia solemne que se desarrollaría por las horas de la noche en un club bucólico de la metrópolis, sino que también debía marchar esa misma mañana y en compañía de los estudiantes de los distintos colegios de la localidad, en un desfile que recorrería las calles y carreras por un sector céntrico de la capital atlanticense. La caminata se había programado para las 10:00, por lo que ella tenía tiempo de ir primero a su despacho, firmar unos cuantos documentos y de paso echarle un vistazo a su esposo, de quien no se confiaba por su investidura y debilidad con las mujeres jóvenes. Conocía muy bien que la Secretaria Privada se lo quería comer con los ojos cada vez que se tropezaba con él por las diferentes oficinas del edificio administrativo. Y es que nadie, mucho menos una esposa digna de respetarse, estaría contenta con una situación similar a la de que, una mujer hermosa, bien dotada y para colmo joven, estuviera coqueteando con el padre de sus hijos. A ella más que a nadie le correspondía defender no sólo su interés particular o pasional, sino también el patrimonio económico y el futuro de su prole. No era que entre los dos no hubiera ya nada de amor, sino que el tiempo parecía haberle agotado a su pareja el apetito sexual hacia ella.

Pablo Arismendi, el Alcalde y marido, ya no la acariciaba como antes ni en la cama matrimonial, donde ella se le ponía de todas las formas, con el subterfugio de despertarle ese fuego apasionado con el que él la envolvió en los moteles que frecuentaron cuando fueron novios y salieron a escondidas de la universidad en que ambos estudiaron y graduaron. Nancy terminó abogacía y Pablo recibió el grado de medicina. Después, él se especializó en neurología, profesión que ejerció durante casi cinco años y en los cuales cultivó la fama de ser uno de los mejores del litoral costeño. Precisamente, por esa reputación, fue como aglutinó los electores que votaron por él en su primera incursión en la política, lo que lo llevó a ser la primera autoridad del distrito barranquillero.

--- Ojalá y no llueva --- suplicó la encumbrada dama, quien llevaba puesto un vestido de Hernán Zajar, color blanco hueso y el cual hacía juego con un sombrero de fibras sintéticas de la misma tonalidad. Su chofer hizo un gesto con la boca, asintiendo y al mismo tiempo que la observó por el retrovisor. Aunque parecía un contrasentido, la población caribeña prefería mil veces vivir con el calor y el sol inclemente, que con el frío y las inundaciones que ocasionaban las lluvias incesantes. No porque el agua frenaba el entusiasmo de hacer algo o dañara cualquier actividad a ejecutar durante el día, sino porque con los aguaceros, las calles de Barranquilla se convertían en unos peligrosos y hasta mortales cauces por donde corría con excedida fuerza el líquido ionizado.

Sus célebres arroyos por los desniveles de las calles, resucitaban cuando llegaban las fuertes lluvias. Siempre que llovía con grandes proporciones, los torrentes se despeñaban por las calles como ríos presurosos y a velocidades muy altas, que arrastraban a cuantos autos encontraban a su paso, causándoles daños materiales e irreparables. De la misma manera, ciudadanos que desafiaban o caían en medio de las corrientes tempestuosas, llegaban hasta ahogarse, si no eran rescatados a tiempo.

El número de vidas perdidas por los arroyos en Barranquilla era impresionante a lo largo de la historia de la ciudad. Sin embargo, los quilleros, como también le decían a los oriundos de esa tropical capital, ya se habían habituados a ellos y por eso a muchos de sus residentes no les importaba salir a las calles en tiempos de lluvias y circular como si nada con sus autos. En numerosas ocasiones, los televidentes de todo el país, sin necesidad de ir a corroborarlo, veían por la televisión cómo los aluviones de agua arrastraban a los vehículos y a las personas atrapadas en ellos.

--- Ya le dije patrona: no va a llover --- aseguró Pedro Mojica, con la confianza de un experto meteorólogo.

Luego encendió el motor y empezó a mover el vehículo, una camioneta de lujo, brillante y recién estrenada, de propiedad de la Alcaldía.

La preocupación de la Primera Dama residía en que, si llovía, el onomástico de la urbe se estropeaba y los gastos realizados para esa fecha serían en vano. El Mono', como ella le decía de cariño a su esposo, había ordenado el gasto de 420 millones de pesos, para la compra de 500 cubiletes de pinturas, varios kilometrajes de papeles decorativos e imágenes carnavalescas, al igual que para la comida y el cóctel de la celebración central, además, para la pólvora que se usaría al final del día, al promediar la media noche, cuando se esperaba el espectáculo inolvidable. Ni a ella ni a su marido, aquel festejo les afectaría el bolsillo, antes por el contrario, subiría la popularidad de su cónyuge, ya que los habitantes lo adorarían después y quedaría en la memoria de ellos, como el mandatario que hizo la mejor celebración de aniversario de la ciudad. Pero si llovía y se aguaba la fiesta, no faltaría quien dijera que su compañero se había puesto de acuerdo con San Pedro, para robarse el millonario peculio que se había gastado durante los festejos de los doscientos veinticinco años de la fundación de la urbe.

--- Ojalá Dios y San Pedro no permitan que caiga mucha agua --- rogó la honorable señora.

Nancy Vides se veía todavía joven, a pesar de haber ingresado ya a los 40. Su marido le llevaba 10 años, pero a él se le notaba el paso del tiempo por su calvicie y peso demás. Ella estaba un poco menos gruesa, caderona y con más grasa en sus brazos y piernas. Sin embargo, su rostro hermoso se conservaba, aun cando ya le habían salido unas patas de gallinas que cubría muy bien con el maquillaje. Pese al desamor que parecía profesarle su esposo por esos días, ella seguía enamorada de él, quien también debía de continuar igualmente tragado por ella, como creía sentirlo Nancy en lo más profundo de su corazón. No en balde continuaban juntos desde hacía 20 años, tanto en las verdes como en las maduras, aunque en las maduras siempre permanecieron, debido a la profesión y posición social lograda por su esposo.

--- Le recuerdo señor Pedro, que debe recogerme el vestido donde Hernán --- le manifestó Nancy Vides a su chofer.

--- doctora -- contestó Pedro Mojica, muy presto.

Para el evento pomposo de esa noche, le había encargado a su diseñador de cabecera un vestido exclusivo que hiciera honor al acontecimiento. Lo único que le había exigido era que el atuendo debía ser de color blanco y holgado. La forma y el decorado germinarían de su propia inspiración artística. Le tenía mucha confianza a su modista personal, quien era un experto reconocido de la costura en el país y al cual ella conocía desde hacía muchísimos años. Los dos, tanto ella como su chofer, hicieron después una pausa en la trivial conversación acerca de si iba o no a llover y, mientras tanto, el automotor empezó a desplazarse por una avenida ancha y larga, entremezclándose con otros autos que a esa hora se movilizaban hacia el centro de la ciudad, el cual se alcanzaba a vislumbrar desde allí con sus edificaciones de diferentes diseños. La Puerta del Progreso de Colombia, como también se conocía a Barranquilla, porque por allí había entrado el avance económico y empresarial del país, a comienzo del siglo XX, viviría ese día uno de los peores cumpleaños de su joven historia. En la plaza de La Paz de la capital atlanticense, a esa hora, empezaban a llegar los primeros contingentes de los colegios que participarían en el recorrido apoteósico que se iniciaría a las 10:00. Algunos lo hacían en buses particulares y escolares, mientras que otros arribaban a pie y en fila india o de forma ordenada.

Aunque todavía no se obtenía la presencia ni siquiera del 50 por ciento de los claustros educativos de la urbe, el lugar ya empezaba a verse muy pequeño. Adda Torres, jefe de protocolo y prensa de la Alcaldía, una preciosa joven de unos 23 años de edad, hija de un millonario vendedor de calzados de Barranquilla, se ocupaba de la coordinación del desfile, ordenando a los participantes e indicándoles las reglas del mismo. Junto a ella, una cuadrilla de seis muchachos, empleados de la misma Alcaldía, colaboraban con la ardua labor. Su beldad, gracia e influencias, habían ayudado a que la nombraran en ese puesto, tras ser reina anfitriona de los carnavales en una versión anterior. Continuaba soltera y había culminado los estudios superiores en Comunicación Social y Periodismo.

Poseía una docena de pretendientes en la Alcaldía y los cuales le soltaban a cada rato los perros, pero ella sólo se había interesado en uno de ellos y quien le movía el piso: Un joven de 27 años de edad, de nombre Francisco Corredor y el cual se desempeñaba como jefe de sistema del ente gubernativo. Adda y él se atraían mutuamente y aunque no se había formalizado todavía un noviazgo entre ambos, presentían que el momento estaba cada vez más cerca. No lo hacían realidad por culpa de él, quien se inhibía en los momentos más decisivos, lo cual comprimía también a Adda Torres, una mujer alegre y espontánea, típica barranquillera, pero fiel a la costumbre de que el hombre es quien primero propone. Francisco Corredor, como había nacido en Santa Marta, ciudad vecina y cuyos originarios no son tan extrovertidos como los barranquilleros, era de una condición más conservadora, por lo que aún no hallaba la fórmula mágica de quitarse las indecisiones, para declararle su amor incondicional a Adda Torres. A cada rato pensaba en ella. La veía en todas partes, hasta en la sopa. En diversas ocasiones, cuando platicaba con alguien, creía escuchar su ronca voz, pero cuando volteaba y veía que no era ella, se decepcionaba y se ponía después a buscarla con la vista por entre las demás personas que recorrían los pasadizos de la Alcaldía. Con Adda Torres sucedía casi lo mismo: al mirar a alguien de espalda se confundía y creía que se trataba de él. Un día hizo hasta el oso, al acercársele por la espalda a un hombre que creyó era Francisco e incluso, le tapó los ojos con las manos, en espera de que la identificara, pero al percatarse de que su voz no concordaba con la forma de hablar de Francisco, se apartó enseguida, al tiempo que ofrecía su disculpa y se mostraba bastante apenada. Fue uno de esos episodios que suelen sucederles a las personas alguna vez en la vida.

--- ¡Los niños pequeños van adelante y los grandes atrás! --- decía ella en voz alta, para que los profesores que recién llegaban con los alumnos, al sitio del encuentro, la escucharan con claridad.

Llevaba puesto un pantalón prelavado y apretado que delineaba su atlético cuerpo. De la cintura hasta el cuello se cubría con una blusa blanca, cuyas mangas cortas había recogido hasta sus hombros. El resto de los compañeros que le colaboraban durante esa labor, vestían casi parecido, con la diferencia de que algunos ostentaban camisas de otro tipo. A pesar de que la temperatura no era tan caliente, el sudor había empapado parte de su hermoso rostro, su cabello negro y ondulado y su cuello largo, alrededor del cual brillaba un cadena sencilla de oro. No se había maquillado, pero lucía linda con sus ojazos marrones claros y labios finos y provocativos, así como su transparente cutis de una niña tierna.

--- Doctora --- la llamó alguien por detrás, y al voltear, halló a un educador de avanzada edad, con bigotes blancos y cabellos bien negros, como si se los acabara de teñir. Medía aproximadamente 1,65 de estatura, once centímetros menos que ella.

--- Dígame profesor --- atendió con buen ánimo Adda Torres, quien no era una doctora, pero así le decían los que no la conocían y por el cargo que desempeñaba.

--- No estoy bien enterado y por eso quiero que usted me diga: ¿cuál va a ser el recorrido? --- dijo el pedagogo, demostrando una buena pronunciación del español.

--- Es fácil profe: cogemos por la calle 53 hasta empalmar con la carrera 41, donde bajamos después hasta llegar al Paseo Bolívar y luego subimos por la calle 46, hasta arribar de nuevo aquí, a la plaza de La Paz.

--- Es bastante largo el trayecto --- reconoció el educador y luego prosiguió:

--- ¿Estaremos de regreso a eso de las 12:00? --preguntó.

--- Más o menos --- complementó Adda Torres.

--- ¿Y qué hay de los refrigerios para los alumnos?

--- averiguó el educador.

--- No se preocupe profe, todo está planificado --dijo ella.

--- Gracias doctora por su esmero --- retribuyó el maestro, sin dejar de contemplar los hermosos ojos de aquella preciosa mujer.

El alcalde Arismendi, por otro lado, se hallaba reunido en su despacho con varios de sus colaboradores, ultimando los detalles del programa final de esa misma noche. Con él se encontraba de igual manera la agraciada Secretaria Privada, de nombre Natalia Pérez y quien ese día se había puesto un vestido descotado que exhibía sus grandes pechos y enseñaba su arsenal libidinoso. Cada funcionario había mostrado sus gestiones respectivas con relación a las tareas encargadas por el alcalde Arismendi, para ayudar a los trámites de la celebración del onomástico. Carlos García, su Secretario de Hacienda, había abierto la serie de exposiciones con un balance de los gastos realizados hasta el momento. Lo siguió el Tesorero, comparando las cifras de los egresos y luego continuó el Secretario de Gobierno, Germán Hincapié, quien era el más viejo de los discípulos del gobernante y a quien le había comisionado la tarea de entregar los permisos especiales a los vendedores estacionarios que se acopiarían en torno al sitio donde se desarrollaría el evento con los fuegos artificiales y las orquestas invitadas al magno evento.

Como la ceremonia multitudinaria se prolongaría hasta las 12:00 de la noche, el espectáculo estaría amenizado con las mejores orquestas del momento, para la entretención de la muchedumbre que se preveía iba a concurrir al suceso de forma masiva. De la misma manera se había previsto el expendio de licor y toda clase de comidas y bebidas refrigerantes, al igual que licores, con el propósito de que la gente no se aburriera con los discursos que tenían programados pronunciarse y se entretuvieran con la música y los ya nombrados ingredientes infaltables en una ocasión como aquella.

--- Queremos una fiesta fenomenal, que la gente la recuerde por un buen tiempo --- expresó el alcalde Arismendi, develando unos ojos vidriosos y repletos de unas muy buenas expectativas. En esos precisos momentos miró a la Secretaria Privada, como si le fuera a decir algo, pero no le dijo nada. Natalia Pérez se hallaba por esos segundos ocupada, arreglándose el escote.

Por su parte, Nancy Vides ya había llegado a su oficina, en el primer piso de la edificación de la Alcaldía. Entró y saludó a su secretaria, después le preguntó si su esposo se encontraba en su despacho, a lo que la joven auxiliar, de unos 22 años, pero sencilla, le respondió que a esa hora el Alcalde se hallaba en junta con el equipo de trabajo de la organización del anivesario. "¿Y la zorra de la Secretaria Privada está también allí?", quiso preguntarle, pero se contuvo, para no demostar sus celos. Acto seguido se puso a firmar cuantos papeles halló en el escritorio. Sin embargo, cuando ya le había estampado su rúbrica a una docena de ellos, se detuvo de repente y empezó a acordarse de la vez en que ambos, ella y Arismendi, cuando estudiaban en la universidad, se metieron a una residencia de mala muerte que encontraron en el centro de la otrora Barranquilla, para evitar mojarse con un diluvio que caía ese día. Y cuando empezaba a traer a la memoria el extasiado momento que ocurrió media hora después de permanecer dentro de una pieza de aquella residencia, fue interrumpida de repente por el ingreso ruidoso a su despacho de su amiga y colaboradora Maribel Cure, quien entró sin pedir permiso y con un alboroto por unas fotos sobre unos vestidos, publicadas en una revista de actualidad:

--- ¡Mira Nancy, qué trajes tan hermosos! --gritaba emocionada la rimbombante mujer.

La extravagante dama, de la misma edad de Nancy, demostró enseguida su delirio también por el buen vestir. Se había pintado el pelo de un rojo violeta y lucía un vestido fresco de color mamón. Era la mejor amiga de Nancy Vides o la de más confianza, no porque laboraban en el mismo lugar, sino porque se conocían desde la universidad, en donde las dos estudiaron la profesión de abogacía. Cuando su marido se posesionó, en la primera en que pensó, para que la acompañara durante su gestión de Primera Dama del Distrito, fue en ella y para lo cual consiguió que su esposo la nombrara en el cargo de asistente, contrato tasado en una suma superior a los cinco millones de pesos. La mujer, de igual forma, guardaba su atractivo pese a franquear también por los cuarenta. Era viuda, pues su marido había muerto en un fatídico accidente de tránsito, hacía ya cinco años. Con ella se había puesto a platicar mucho acerca de su declinante vida marital y sus sospechas con la víbora de la Secretaria Privada de su marido, al punto de que la mantenía al tanto de sus celos febriles.

--- Los vestidos están muy exquisitos y son lo último de la moda --- dijo la engalanada mujer, quien se veía bien emperifollada.

Nancy Vides colocó el esfero al lado de los papeles en su escritorio y después estiró una mano, con la intención de que su amiga le facilitara el ejemplar impreso, mientras ratificaba lo que a ella le había causado tanta emoción y por lo cual había entrado allí con semejante cacareo. Apenas tuvo la revista en sus manos, corroboró la magnificencia de los prototipos allí publicados y concluyó que, todos menos uno, le habían gustado. Tachó con un chulo los que resultarían para ella muy bien en su cuerpo, por su posición y personalidad y prometió después mandarlos a elaborar antes de que llegara el diciembre venidero. Maribel Cure de igual modo escogió los suyos y juró enviarlos a confeccionar para la misma época. Y apenas agotaron el tema, pensaron en la tarea más inmediata que les deparaba ese día: el desfile con los colegios.

Las dos se pusieron de acuerdo y comenzaron a alistarse, con el fin de salir de nuevo del edificio de la Alcaldía y trasladarse hasta el punto de partida donde la caravana de estudiantes saldría a las 10:00, desde la renombrada plaza de La Paz. Todavía no eran las 10:00, pero faltaban quince minutos para ello. Nancy y su íntima brotaron luego a la calle y fue entonces cuando advirtieron que había comenzado a llover. No con mucha copiosidad, pero sí lo hacía con unas enormes gotas que en cuestión de segundos mojaron las calles y casas de la sólida capital caribeña. Igual ocurría con los carros que a esa hora circulaban con gran afluencia, tanto por el norte como por el sur y el este u oeste de la localidad. Antes de abordar la camioneta, debieron primero taparse con sus carteras y las cuales se colocaron por encima de sus arreglados cabellos. A lo que entraron al auto, Maribel Cure saludó con efusividad al chofer:

---¡Hola Pellín, cómo estás!

Pedro Mojica contestó como era su costumbre, de manera amable y correcta, al mismo tiempo que miró a través del retrovisor, para ver la cara de quien acababa de saludarlo.

--- San Pedro, por favor, no te ensañe con nosotras --- volvió a pedir Nancy Vides, mientras se acomodaba en el asiento del vehículo. Y su amiga agregó:

--- ¡Ay sí, San Pedro, ya deja la disentería por hoy!

En los últimos días, el invierno loco azotaba a la costa caribe de Colombia y no sólo había dejado inundaciones por los sectores rurales de los departamentos, sino también dentro de las ciudades capitales de la región, en donde los barrios subnormales habían llevado la peor parte, porque sus calles de por sí escabrosas, se convertían en lodazales intransitables, como consecuencia de los desbordamientos de las quebradas y caños que circundaban esas localidades o por los derrumbes de los cerros erosionados y debilitados por la persistente agua proveniente de las nubes. Numerosas edificaciones, incluso, habían empezado a revelar hasta lamas en sus sólidas estructuras, debido a la abundante cantidad de líquido caído en los últimos cuatro meses. De la misma manera las empresas del aseo de esas ciudades capitales ya no daban abasto, para desalojar tanto polvo y barro seco de las diversas arterias en donde el légamo se pegaba cada vez que se desparramaba, el cual era después oreado por el infernal sol que emergía tras cada chubasco. Las torrenciales precipitaciones habían cambiado el clima a lo largo y ancho del territorio costero, aunque una vez surgía el astro de nuevo, volvía la normalidad en la región caribeña. Dos días antes, por ejemplo, una intensa lluvia acompañada de fuertes vientos huracanados, había no sólo causado estragos en cultivos de pan coger por las zonas agrícolas de la capital atlanticense, sino que también anegaciones y casas destechadas por los suburbios más apartados de la localidad. Al alcalde Arismendi y a todo su equipo de colaboradores, le había tocado trasladarse hasta esos sitios enlodazados, para llevarles alivio a los conciudadonos afectados. Nancy Vides, como era su deber, se había encargado de liderar campañas sociales en beneficio del bienestar de las familias damnificadas. Ella poseía un espiritu de solidaridad desmedido, sin parangón alguno y no porque era su obligación como Primera Dama del municipio o tenía la varita mágica para hacerlo, sino porque en realidad le ocasionaba tanta grima ver cómo muchos hogares humildes y miserables, terminaban en las calles por la desvastadora y rigurosa estación desequilibrada. Era tanta su angustia e interés en querer ayudar a la gente necesitada, que había creado una fundación sin ánimo de lucro para ese ese fin y con la cual aspiraba continuar, una vez terminara el período de gobierno de su amado esposo. La institución llevaba su nombre y no sería una fachada o una farsa, para incrementar su capital, como solía creerse por parte de la gente con toda razón y ante los numerosos casos presentados en el país durante el pasado.

--- ¿Qué horas es Maribel? --- preguntó Nancy, en el mo- mento en que se abrochaba el cinturón en el asiento de la camioneta.

--- Ya son las 10:00 --- respondió Maribel un tanto sorprendida.

Pedro Mojica, el conductor, miró también el reloj en el panel del pasacinta del automotor y comprobó que, efectivamente, era la misma hora. De inmediato pisó un poco más el acelerador y puso a andar el vehículo, luego fue incrementando la velocidad lentamente, hasta alcanzar el kilometraje respectivo y con el cual se mantuvo durante todo el itinerario. A los diez minutos llegaron a la plaza de La Paz y el lugar se hallaba lleno de estudiantes y buses. Al contemplar semejante gentío, Nancy Vides sintió un alivio de satisfacción por el deber cumplido, porque la convocatoria había sido un éxito y no parecía hacer falta ningún plantel educativo de la ciudad.

--- ¡Dios santo, Nancy, qué montón de gente! --exclamó estupefacta Maribel Cure, al tiempo que abría con asombro su boca pintada con un lapiz labial de color púrpura.

La muchedumbre era impresionante y se esparcía por todo lo ancho de la plaza e inclusive se prolongaba hasta por las calles que desembocaban en la amplia explanada de cemento. Un ruido disonante se escuchaba en el lugar por las voces de los asistentes al magno acontecimiento y por los utensilios musicales de las bandas marciales y cuyos integrantes ensayaban, afinando sus instrumentos para estar listos antes de iniciarse el inminente desfile fastuoso. De igual modo el panorama se avistaba multicolor, porque dentro de los grupos había comparsas con sus atuendos vistosos e integradas por estudiantes infantiles y juveniles. En medio de la vasta aglomeración se podía observar todavía a Adda Torres, quien seguía en la lidia de juntar a los colegiales y para ubicarlos en las correspondientes posiciones por donde marcharían durante el desfile, próximo a salir.

Francisco Corredor, el pretendiente más afortunado de Adda Torres, en otro lugar no muy distante, en una tienda, se refrigeraba con una cerveza bien fría que se había comprado junto con un compañero de la misma Alcaldía. Apenas llevaban allí diez minutos y ya se habían tomado cuatro latas con la bebida alcoholizada. Se había levantado muy tarde ese día, porque estuvo ingiriendo licor con unos compañeros de trabajo hasta altas horas de la noche anterior. Además, como ese día era un sábado y para rematar cívico por el cumpleaños de la urbe, nada tenía que ir a hacer a la Alcaldía. Como a todos los empleados y funcionarios de la administración local, a él también le habían solicitado la colaboración de ayudar en la organización de los festejos, pero él se excusó, exponiendo como pretexto un perentorio viaje a su tierra natal Santa Marta, para visitar a sus padres y a los cuales no veía desde hacía más de un mes.

Sin embargo, lo hizo con el fin de descansar y seguir bebiendo, aunque en el fondo su plan era otro y el cual consistía en buscar el coraje que le hacía falta en el amor, en el maldito licor. Ese día se había propuesto decirle de una vez por toda a Adda Torres que la amaba y quería vivir por siempre con ella. Entre más cervezas bebía, más se sentía con ánimo de acercársele y expresarle su sentimiento pasional. Había estado aguardando el momento y el cual parecía ser aquel, ya que no estaba trabajando y él se sentía más seguro por la cantidad del licor digerido. A la sexta cerveza comprada y consumida, se dispuso a abordarla sin importarle que estuviera todavía entre la multitud. Pero en el preciso instante en que se dirigía hacia ella, empezaron a caer por ese sector de la ciudad, las enormes gotas de agua proceden- tes del cielo. La precipitación obligó a la gente a correr de inmediato hacia los andenes y los buses, para protegerse del bombardeo acuífero, lo cual desvarató por completo lo que Adda Torres y sus colaboradores habían logrado con el sudor de sus frentes, media hora antes.

Llovió a cántaro por espacio de 15 minutos, al cabo de los cuales volvieron a agruparse los participantes del desfile, algunos de ellos se apreciaron mojados o alcanzados por unas cuantas gotas gigantes. No obstante, siguieron con la intención de formarse y continuar con el desfile, con el que le rendirían tributo a la ciudad por su bicentenario y más. Las calles del sector, durante ese cuarto de hora, se inundaron, pero ello no fue impedimento para que los centenares de estudiantes, en cabeza de la esposa del Alcalde de la ciudad, restablecieran la marcha que comenzó veinte minutos más tarde, iniciándose el recorrido como se había previsto, por las calles y carreras ya mencionadas. Y aunque había dejado de llover de manera copiosa, todavía continuaba cayendo una leve llovizna.

Lo mismo no podía decirse, tanto al Oriente como al Occidente de la ciudad y contrario a lo que el chofer Pedro Mojica le había vaticinado a la Primera Dama de la locali- dad, pues parecía que el cielo se había roto por esos dos puntos cardinales, ya que había comenzado a caer agua en grandes cantidades sin cesar. Llovía incluso hacia el Norte y Sur de la urbe, la cual se visualizaba bastante borrosa a la distancia. En la única parte en que había escampado, hacía ya unos minutos, era por el sector donde el desfile se dirigía y el cual estaba comprendido por unas diez cuadras a la redonda. Cuando la marcha se hallaba por la calle 53 y entre las carreras 40 y 41, ocurrió lo inesperado. Nancy Vides caminaba al lado de su amiga Maribel Cure y junto a ellas iban también Adda Torres y dos policías que escoltaban ese tramo del desfile, además, marchaban también otras personas desconocidas que igualmente hacían parte de la nutrida concentración multicolor y sonora. Estaban al frente de la caravana de gente y detrás de ellos se podía contemplar el río humano que se perdía a lo lejos y se extendía hasta unas siete cuadras distantes. Debido al sonido de los tambores de las distintas bandas marciales de los colegios participantes y de las comparsas asistentes, no podían oir un ruido estruendoso que provenía de la carrera 41. Francisco Corredor, por su parte, había venido siguiendo el desfile desde las aceras, aún con una cerveza en lata asida a una mano y acompañado de su amigo de trabajo, otro joven como él, pero con un cargo de menor rango en la Alcaldía de la ciudad. A pesar de que ambos platicaban acerca de lo que por esos momentos miraban durante el desfile, Francisco Corredor sólo se concentraba en seguir con su mirada a Adda Torres, quien a toda hora se notaba sonriente y feliz por hallarse allí, en medio del gentío y cerca de la esposa del Alcalde. Ella ignoraba que él, la observaba desde hacía un buen rato e incluso, que se encontraba en el desfile, aunque no participaba de lleno en la concentración humana en movimiento.

Pacho, como cariñosamente le decían, era de una contextura atlética, piel morena, ojos color miel y cabellos negros. Medía 1,80 de estatura y su estructura facial era cuadrada, con un mentón fuerte y en medio del cual se le hacía un pequeño hueco, al igual que en sus dos cachetes, cada vez que sonreía. Esas facciones eran las que atraían a Adda Torres, quien se había sentido muy cautivada por él. Había sido un hijo obediente y muy respetuoso y de cuyo comportamiento sus padres nunca tuvieron un reproche o un llamado de atención. Con su propio esfuerzo y ganas de surgir, porque sus progenitores todavía no tenían los medios suficientes para darle los estudios, se había costeado la carrera profesional que ostentaba, trabajando en almacenes de cadenas con sede en aquella currambera ciudad de más de un millón de habitantes y en la cual llevaba viviendo cinco años. El puesto en la Alcaldía lo había obtenido por la amistad que tuvo en el claustro superior, donde estudió la ingeniería de sistema, con uno de los hijos del gobernante Arismendi. Lo que cohibía y hacía casi imposible declarársele a Adda Torres, de modo consciente, era precisamente, porque se sentía apenado con su origen humilde, pues sospechaba que ella no le pararía bolas, porque provenía de una familia pudiente, ya que sus padres eran dueños de una importante marca de calzados deportivos con distribución por todo lo ancho y largo del país. Además, eran socios mayoritarios de una fábrica de textiles y de una cadena de almacenes de ropas de la región y en la cual Francisco Corredor había laborado durante su esfuerzo personal de superación. Sin embargo, él no se había conocido con Adda Torres sino después de que comenzó a trabajar en la Alcaldía. La primera vez que la vio, de inmediato quedó flechado. Ella en cambio no se percató de él, pero dos semanas más tarde se volvieron a encontrar, cuando en la oficina de protocolo y prensa se presentó un problema en la red que intercomunicaba los terminales que hasta ese día habían funcionado muy bien.

Francisco llegó ese día a la dependencia, ignorante de que la chica que había visto días antes y con la cual quedó enflechado, era la jefe de protocolo y prensa de la Alcaldía. Como debía presentarse ante la encargada de la oficina, se dirigió enseguida hacia ella y cuál fue su sorpresa al verla de nuevo a ella, por lo que se puso bastante nervioso. Nancy de igual modo se notó atraída de inmediato y desde ese entonces empezaron a verse con mayor vez, hasta que nació una amistad entre ellos, pero que no había podido seguir avanzando hacia una relación más íntima, debido al temor de Francisco de proponérselo, pues él era el hombre y quien de acuerdo a las reglas de la sociedad debía hacerlo primero. La relación entre ambos había sido hasta entonces, como cualquiera entre compañeros de trabajo, sin embargo, la de ellos tenía algo muy especial, pues se saludaban de besos en las mejillas y conversaban entre sí, pero de temas muy triviales y muchas veces de lo que sucedía en las telenovelas que pasaban por las noches o en la farándula nacional e internacional con los cantantes de música vallenata y pop. Jamás hablaban de ellos mismos o lo que pensaba el uno del otro.

Cuando el desfile había empezado a bajar por la carrera 41, para proseguir hacia el Paseo Bolívar, apareció de forma violenta y repentina, una enorme y vertiginosa masa de agua detrás de ellos y quienes a pesar de que intentaron buscar los andenes de la arteria, para sujetarse de las ventanas u otros objetos que encontraran por esos momentos, no tuvieron tiempo para hacerlo y fueron arrastrados por el poderoso arroyo que descendía con una fuerza descomunal. El potente torrente, sin embargo, no alcanzó a llevarse por delante a más de diez personas, las cuales eran las primeras que habían cruzado hacia la 41. El resto de participantes, la inmensa mayoría, se había escapado de semejante tragedia. La Primera Dama, Nacy Vides y su amiga y colaboradora, Maribel Cure, al igual que la hermosa Adda Torres, estaban dentro del pequeño grupo de víctimas del impresionante arroyo, el cual bajaba cada vez más con mayor celeridad y en la medida en que seguía el curso de la carrera 41, rumbo a desembocar quizás en el río Magdalena, se volvía más tormentoso. Los que se habían salvado de ser arrastrados por el arroyo, los estudiantes entre ellos niños y adolescentes, los profesores y otros miembros de la fuerza pública que escoltaban la marcha, se volcaron enseguida hacia el andén de la mencionada vía, con el fin de ver y socorrer a las víctimas, a las cuales en un principio nadie las vio por sobre la impetuosa agua, pero después alguien gritó el des- cubrimiento de una de ellas y la cual se había aferrado a un vehículo pesado que, sin embargo, era también arrastrado por el arroyo, pero con dificultad y poco a poco. Luego se percataron de otra persona asida a la rama de un árbol de almendros, sembrado en el anden contrario y muy cerca, agarrada de la rama de otro árbol que había sido tumbado por la fuerza del afluente, se hallaba la esposa del Alcalde, Nancy Vides. Su amiga Maribel no se veía por ningún lado, por lo que se temía que seguía siendo arrastrada arroyo abajo. Adda Torres tampoco se veía flotar por ninguna parte, al igual que el resto de las diez personas que habían sido arrolladas.

Francisco Corredor, quien también estaba dentro del inmenso grupo de personas que se acababan de salvar, comenzó a escudriñar con la vista, para ver si hallaba a su amiga amada, Adda Torres. En vista de que no la veía, siguió el cauce del arroyo y luego de bajar cinco calles, la encontró sobre el techo de un automóvil que estaba entre otros seis vehículos más y a los cuales el arroyo se había encargado de apilar en medio de la carrera, formando una especie de represa, pero que en cualquier momento podían ser volteados por la constante corriente del rápido acuífero. La acompañaba en esa dramática situación, la amiga de la Primera Dama y también funcionaria de la Alcaldía, Maribel Cure y cuyo traje fino de color mamón se le había convertido en un ripio o en un vestido harapiento. Ambas mujeres lloraban de terror y no era para menos, pues nada podían hacer, ya que si intentaban tirarse al agua morían de seguro ahogadas y lo mismo le ocurriría a quien hiciera semejante hazaña lanzándose desde los andenes, para rescatarlas.

Sin embargo, Francisco Corredor, quien siempre había sido un experto nadador en las playas de su tierra natal, inclusive, en una de las más peligrosa por sus salvajes olas, en Arrecifes, estaba dispuesto a arrojarse al temible arroyo para salvar a Adda Torres. Empezó a ver las alternativas que tenía de salir vivo con ella, una vez lograra llegar hasta donde se encontraba entumecida por el pánico. Planificó el sitio exacto por donde debía lanzarse y hacia dónde debía nadar con todas sus fuerzas, para lograr llegar hasta el objetivo. Mientras él calculaba su intromisión peligrosa a un medio que nunca antes había experimentado, otras personas y hasta miembros de los organismos de socorro de la ciudad y los cuales ya habían empezado a arribar al sitio de la tragedia, trataban de salvar la vida de la esposa del Alcalde y de otras dos personas cercanas a ella y las cuales luchaban también por mantenerse a flote y asidas a lo que por fortuna habían hallado, cuando fueron sacudidas por la mole de agua. Los socorristas de la Defensa Civil y de la Cruz Roja habían pasado una cuerda al otro lado de la carrera, con el objeto de que les sirviera de puente colgante a uno de ellos y a través de la cual tratarían de llegar hasta donde se hallaba la esposa del Alcalde e intentar rescatarla. Nancy Vides gritaba de una forma muy escalofriante, pidiendo que no la dejaran morir. Tal vez en su mente aterrorizada por esos momentos pasaban las imágenes de su esposo con su Secretaria Privada y por ello le dolía tanto dejar este mundo tan rápido y de esa manera. Desde su no envidiable posición por esos instantes, alcanzó a gritar con todas sus fuerzas, que era capaz de regalar hasta veinte millones de pesos a quien la rescatara sana y salva. Ni modo que iba a pagar si no lo hacían.

Sin embargo, la recompensa no tuvo el eco que esperaba, ya que hasta el más osado barranquillero le temía a los arroyos y sobretodo a aquel, el cual hasta ese día no sabían que existía, por lo que ni siquiera tenía nombre propio, como los demás existentes en la ciudad y de muy ingrata recordación para numerosas familias, ya que en ellos se habían ahogado muchos de sus miembros en el pasado. Entre los arroyos más famosos y mortales de Barranquilla, están: el Don Juan, Felicidad, El Salao, La Paz, Rebolo, Santo Domingo y Country. Aquel era un arroyo nuevo, por lo que a partir de ese día fatal de seguro lo bautizarían con algún otro nombre que se inventarían después. La operación de rescate de las víctimas a punto de ahogarse en el nuevo arroyo de Barranquilla se concentraba en el sitio donde se hallaba la Primera Dama, pues además de ser la más importante, con ella se hallaban dos víctimas más y las cuales también clamaban la ayuda respectiva. El Alcalde Arismendi, quien todavía permanecía en una junta con sus secretarios, direccionando los gastos de los recursos otorgados para la celebración del onomástico de la urbe, se enteró de la increible noticia a los pocos minutos de haberse registrado. El comandante de la policía metropolitana de la ciudad, el Coronel Juan Penagos, lo llamó a su celular y enseguida acabó con la reunión privada, para trasladarse de inmediato hasta el sitio del acontecimiento único. Todos, a excepción de la Secretaria Privada, Natalia Pérez, se mostraron consternados y temerosos a la vez. La despampanante mujer sólo se dedicó a contemplar la reacción del Alcalde, quien en la desesperación por salir rápido de aquel despacho, olvidó su celular costosísimo y el cual ella recogió después de que quedara sola en la oficina reservada, pues los secretarios también abandonaron el recinto, detrás del mandatario local y con el interés de ir a ver lo que acontecía con su esposa y a quien igualmente le guardaban respeto y devoción por ser una formidable dama muy solidaria.

A Arismendi se le aguaron los ojos durante el recorrido apresurado que hizo por la escalera por donde bajó del segundo al primer piso del edificio de la Alcaldía. No profirió una sola palabra, pues en su mente parecía ver el rostro agónico de su mujer, pidiendo auxilio y llamándolo para que llegara pronto a salvarla. De la misma manera se le notó un resentimiento por no encontrarse junto a ella en esos instantes en que más lo necesitaba y en la medida en que descendía por los escaños, golpeaba con rabia y con su puño cerrado la pared a su derecha. Sus cuatro escoltas le perdieron el paso por esas escalinatas y cuarenta segundos después de que él bajara por completo y se enrumbara hacia la salida de la Alcaldía, apenas ellos terminaban de descender el último escaño. A lo que brotó a la calle y no vio el vehículo blindado destinado a la primera autoridad de la ciudad, ni siquiera preguntó por él, pues se imaginó que debía de estar dando vueltas innecesarias por la localidad con su chofer ineficiente. Sin embargo, no se acordó que él mismo le había dado la orden, unos veinte minutos antes, para que recogiera en la guardería donde estudiaba, al pequeño hijo de su Secretaria Privada y a quien le haría ese favor por ese día, ya que el pequeño recibía clases extras todos los sábados con el fin de que aprendiera a leer lo más rápido posible.

Apenas vio el primer taxi que se acercaba por la calle, extendió la mano e hizo que se detuviera y después lo abordó y le solicitó el favor al conductor que lo transportara a toda velocidad hasta la carrera 41 con calle 53: ЯLo nombro mi conductor personal si me lleva en un minutoа, le dijo. El extrañado chofer lo miró sorprendido por el retrovisor y, luego de compararlo por un segundo, descubrió que se trataba del Alcalde, por lo que creyó en su propuesta de trabajo y no lo pensó dos veces. Puso el pie derecho en el acelerador con fuerza, al mismo tiempo que le decía: ЯVa paЫ esa señor Alcaldeа. El taxi se deslizó por las arterias como una lancha rodante, volándose los semáforos en rojo y desplegando agua a ambos lados, ya que por donde pasaba todo se hallaba inundado por la lluvia que aún caía, pero con menor intensidad. El hecho de que había llovido fuerte y todavía continuaba lloviendo, pero con poca intensidad, los favoreció por esos instantes y durante el recorrido que el auto hizo, ya que las calles y carreras se hallaban solitarias y no había tráfico vehicular. Y en efecto, el profesional del volante, un ex chofer de buses del servicio de transporte urbano de Barranquilla, famoso en el país por la intrepidez de sus conductores que maniobran al volante como si estuvieran compitiendo en Nascar, se echó tan solo un minuto y trece segundos para arribar hasta la calle 53 con carrera 41. Al descender del auto del servicio público, Arismendi le sugirió a aquel taxista que se presentara el lunes venidero a su despacho y se hiciera anunciar en la recepción de su oficina, para cumplirle lo prometido, ante lo cual el conductor, muy contento, respondió: ЯSí señor, allí estaré sin faltaа. El burgomaestre encaró después la tragedia de su esposa, al principio, de la manera más controlada posible. Preguntó a las autoridades y miembros de los organismos de socorro presentes en la eventualidad, lo que habían hecho hasta la presente para sacar del peligroso arroyo a su mujer y le explicaron después lo que pretendían hacer con la cuerda que habían extendido y tensionado hasta la acera del frente. Su mujer, apenas lo divisó desde su incómoda y riesgosa posición, en donde seguía aferrada para no ser arrastrada, pese a que con cada segundo transcurrido perdía vigor y se sentía más exahusta, como pudo, pegó un grito desgarrador y le solicitó a su marido un último favor, lo cual erizó los vellos del montón de espectadores, la mayoría niños y jóvenes y quienes momentos antes habían estado participando en el multitudinario desfile que ya se había frustrado. Nancy Vides lo había llamado con su apodo de cariño, ЫMonoЬ, y le había pedido el favor que cuidara de sus hijos si a ella no la llegaban a salvar. Arismendi, indefenso y ante semejante petición, se arrodilló sobre el sardinel y trató de aconsejarla, con el fin de que no desfalleciera o llegara a renunciar a seguir viviendo. El drama se fue poniendo cada vez más interesante, cuando Nancy Vides tocó el tema de la supuesta infedilidad de él con su Secretaria Privada, sobre lo cual dijo desde su delicada situación, que prefería morirse antes de verlo con Яesa zorraа, palabras textuales y las cuales fueron escuchadas por la muchedumbre agolpada a lo largo del extenso andén sin armonía de la carrera 41.

El Alcalde no supo ni qué contestar ante semejante bochorno expuesto por su esposa en esos instantes y frente al desmedido público. Después de unos cuantos segundos y de rascarse varias veces la calva, se inventó unas palabras para desvirtuar lo que ella acababa de manifestar desde lo más profundo de su conciencia y ser. Le dijo que comprendía su estado de desesperación por la situación lamentable en que se encontraba, pero lo que ella estaba queriendo decir por esos momentos no era cierto o no cuadraba con la verdadera realidad, ya que la funcionaria sólo servía a la administración como cualquier otro empleado y no mantenía ninguna relación sentimental con él, es mas, le dijo: ЯApenas salgamos de esta desagradable situación y te saquemos de ahí, la despido de inmediato, para demostrarte que no tengo ninguna consideración especial con ellaа, sentenció.

Las palabras del burgomaestre causaron, como era de esperarse, la estupefacción entre los secretarios, escoltas y los cuales acababan de llegar al lugar del suceso bastante agitados e inquietos, incluso, sorprendieron a la misma Natalia Pérez y quien de alguna manera también había recién llegado al sitio, para traerle el celular olvidado al Alcalde y de paso echar una chismoseada en el sitio, pero no se dejaba ver, porque se había camuflado por entre la concurrencia. A lo que ella oyó al Alcalde, decidió alejarse del lugar antes de que fuera demasiado tarde y alguien la señalara con acusaciones falsas y calumniosas.

Mientras tanto, en el otro drama que se vivía cinco cuadras más abajo de la carrera 41, con la amiga de la Primera Dama y Adda Torres, las cuales también hacían ingentes esfuerzos para mantenerse en los techos de dos de los seis autos apiñados por el tenebroso arroyo que no dejaba de correr con la fuerza de un río muy caudaloso, el único rescatista que por esos instantes se apreciaba dispuesto a atreverse a sacar de las aguas turbulentas a las dos mujeres, o sea Francisco Corredor, ya se había despojado de su pantalón, camisa y zapatos, quedando sólo en calzoncillos, en un bóxer blanco ceñido y el cual hacía resaltar sus partes más íntimas. Adda ya se había tranquilizado por completo y esperaba impaciente que llegaran adonde ella y la sacaran de allí. No obstante, Maribel Cure, como era lógico por su edad e idiosincracia, continuaba muerta de pánico y no dejaba de llorar y pedir ayuda pronta. Adda Torres, en varias ocasiones, le había dicho que no mirara hacia el agua, porque de lo contrario podía marearse y resbalar y caer al arroyo, el cual corría a una velocidad tan extrema, que ocasionaba vértigos si se le observaba así sea por unos cuantos segundos.

Francisco Corredor había ideado la estrategia de arrojarse a la turbulenta agua una cuadra más arriba y empezar a nadar sin flaquear por un instante hacia la otra orilla o andén de la carrera, de modo que cuando fuera arrastrado por la corriente, ésta lo ayudara a acercarse hasta los autos apiñados en el medio del impetuoso arroyo. Así se lo había explicado ya a Adda Torres, quien sólo le atinó a decir que tuviera mucho cuidado y si sabía bien lo que iba a realizar. ЯNo te preocupesа, le respondió él con seguridad, Яyo he nadado contra las olas más violentas de la costaа, le afirmó y luego corrió por la acera en donde había permanecido, para tomar la distancia que ya había sugerido. Pero cuando se disponía a tirarse al arroyo, aparecieron varios miembros de la Defensa Civil y los cuales habían sido avisados por vecinos del sector de que otras personas necesitaban de su ayuda y por eso se trasladaron hasta allí. ¿Qué hace joven, es una locura y no lo lograrásа, le previno uno de los socorristas expertos al notar su intención y el cual era un hombre de más edad que él, entre unos 40 a 45 años.

Francisco Corredor titubeó por un instante y le manifestó al miembro de la Defensa Civil, quien vestía un uniforme salmón: "Es la única forma de salvarlas, dijo. "Además -- volvió a hablar -- Solo es un arroyo y yo estoy acostumbrado a sortear hasta las olas más peligrosas de Colombia, a lo que el veterano rescatista le señaló: "Te lo digo yo que llevo lidiando estos arroyos por más de veinte años, desde que mis dos hijos se ahogaron en uno de ellos y por lo cual me he dedicado desde entonces a salvar vidas, con el fin de que no tengan el mismo final que mis dos pequeños; esto no es lo mismo que el mar más picado ni como los ríos que conocemos en el país; estos arroyos son asesinos", puntualizó el voluntario brigadista. Francisco reflexionó por un momento y volvió a mirar hacia donde continuaba Adda Torres y la otra funcionaria de la Alcaldía. Pensó en serio sobre lo que aquel hombre le acababa de narrar y empezó a apreciar a aquel arroyo como lo que era: un afluente mortal. Sin embargo, el grito agudo de la acompañante de infortunio de su deseada amiga volvió a llamar su atención y al igual que de los demás integrantes de la Defensa Civil y los cuales se habían hecho presentes en ese tramo de la carrera 41. Otro vehículo acababa de ser arrastrado hasta donde estaban ellas, lo que no sólo aterró aún más a la funcionaria sino que también llenó de pánico a Adda Torres y quien se había tranquilizado unos pocos minutos antes. Además, la presión ejercida por el automóvil que recién se había arrimado, desestabilizaba la permanencia de los otros automotores que se hallaban en ese lugar, con un porcentaje mayor de que podría ocurrir si otro carro u otro objeto

de similar peso y tamaño fuera empuja- do hasta allí.

--- Debemos actuar de inmediato --- dijo Francisco Corredor a los señores de la Defensa

Civil y los cuales ya estaban en eso. Uno de ellos desenredaba una cuerda larga que había traído arrollada en uno de sus hombros, mientras que otro se comunicaba por un boquitoqui con otros compañeros y quienes se dirigían por esos segundos hacia la otra acera de la calle, con el objeto de practicar la misma estrategia que estaban utilizando cinco cuadras más arriba, con la Primera Dama de la Alcaldía y dos personas más. Era la única forma racional que existía para extraer a las personas que se quedaban atrapadas dentro de los arroyos. Realizar otra acción distinta sería más que una proeza, un pase a la muerte precisa. Los que llevaban años viviendo con los arroyos, incluso desde un siglo después de la fundación de la ciudad, no recomendaban ninguna otra manera, pues la experiencia les había enseñado que meterse en uno de esos torrentes era retar a la naturaleza misma y como es de todos bien sabido, contra la madre natura el ser humano nunca jamás podrá ganarle ni con todos sus inventos y sabidurías. Francisco Corredor ya había desistido de su intención de lanzarse a enfrentar la fuerza del arroyo para salvar al menos a su apreciada amiga y a quien debía decirle cuánto la quería y deseaba como su compañera permanente, pero por las circustancias todo se le había echado para atrás, al menos que lograra sacarla a tiempo de allí, para decírselo, porque de lo contrario no iba a perdonarse nunca que no fue capaz de declararle su amor a la mujer que más había amado en silencio. Se calmó un poco más cuando vio al otro lado de la orilla del arroyo callejero, que llegaron dos miembros más de la Defensa Civil y los cuales se encargarían de sujetar la cuerda, cuando la lograran pasar hasta allá. Incluso, se sentó en un pequeño muro de la terraza de una casa ubicada al frente de donde seguía Adda y la señora que no dejaba de llorar y lamentarse, para permitir que los peritos hicieran su trabajo.

Sin embargo, cuando contemplaba hacia la distancia, arroyo arriba, divisó asombrado el costado de un bus con las llantas aún dando vueltas y el cual era arrastrado por el agua turbia y ligera, atravesado y a una velocidad lenta, pero que en cuestión de un par de minutos podría llegar hasta donde se hallaban los siete vehículos con Adda y la mujer de edad en sus techos. De arrimarse ese enorme automotor volcado hasta donde se encontraban ellas, peligraban sus existencias, de modo que se reincorporó como si tuviera un resorte en las nalgas y enseguida se dirigió a los rescatistas expertos, avisándoles sobre el peligro que se cernía, si no se daban prisa y sacaban del arroyo a las dos mujeres.

Y era cierto. Y así lo asimilaron los voluntarios hombres de salmón y quienes se apresuraron a tender la cuerda. La expectación por el acecho apremiante del bus volcado, incrementó más la tensión que empezaron a vivir entonces ellos y Francisco Corredor, los cuales no les advirtieron a las dos damas en peligro, para no alarmarlas más de lo que estaban. El autobus descarrilado rodaba unos dos metros por cada segundo y se hallaba a una distancia de por lo me- nos doscientos metros, lo que equivaldría a que en menos de un minuto y medio estaría arrimándose a la pila de los otros autos con las dos mujeres encima. En vista de que los brigadistas todavía no podían atravesar la cuerda hasta el andén opuesto y ya lo habían intentado en varias ocasiones, arrojando la cuerda con una piedra atada en un extremo, sin embargo, la cuerda había caido antes de llegar al pretil del frente durante los intentos fallidos, y como el tiempo era cada vez corto, Francisco Corredor no resistió más y corrió de nuevo hasta una cuadra arriba, casi a cincuenta metros delante del bus volcado y se lanzó sin pensarlo, en el vertiginoso arroyo. Los rescatistas de la Defensa Civil, a lo que vieron la locura del muchacho, se agarraron sus cabezas, en señal de que aquel joven no sólo había cometido la peor locura de su vida, sino que se había suicidado practicamente.

Adda Torres también lo había visto saltar y clavarse en la caudalosa agua, pero despuéno lo volvió a ver por ningún lado, a lo largo y ancho del tramo en donde se hallaban por esos instantes. Pensó en lo peor o en que se había ahogado, lo mismo hicieron los socorristas de la Defensa Civil y los cuales habían dejado de arrojar la cuerda con la piedra, para avistar cuando saliera a flote el cuerpo del valiente muchacho. Adda Torres, mientras lo buscaba por la revuelta agua descendente, pensó en la oportunidad que había tenido para entablar una apasionada relación con Francisco Corredor y la cual había dilapidado por obedecer las reglas de la sociedad, y en esos segundos desesperantes le pidió a Dios que lo regresara sano y salvo a la superficie, al punto de que le juró no volver a desperdiciar una última oportunidad que le otorgara otra vez. Y como si en verdad Dios la hubiera escucha- do, Francisco Corredor brotó a los pocos segundos más tar- de, como si fuera un cohete, desde la profundidad de pavimento de aquel fugaz arroyo. Lo hizo a unos diez metros más arriba y desde donde empezó a bracear con todas sus fuerzas hacia la otra orilla y, efectivamente, mientras nadaba un metro de forma horizontal, la corriente lo arrastraba por tres más de modo vertical y así fue haciendo hasta que consiguió llegarle al auto donde se veía Adda Torres contenta en medio del terror, porque él había reaparecido y porque Dios la había escuchado. No saltaba de la alegría por lo per- judicial que resultaría tanto para ella como para la compañera de infortunio, la señora Maribel Cure y quien era la única que no había podido ser testigo de la hazaña que Francisco Corredor intentaba hacer por ellas, porque seguía como pa- ralizada por el miedo que sentía en esos cruciales segundos de infarto.

La mujer continuaba bocabajo sobre el techo de uno de aquellos autos, sin agarrarse a ninguna parte, por lo que cual- quier nuevo impacto sobre ellos podría lanzarla al agua. Francisco Corredor, mientras tanto, empezó a preocuparse por subir hasta el techo del vehículo donde permanecía su ama- da Adda Torres y quien desde allí empezó a estirarle la mano con el propósito de ayudarlo a subir, pero él prefirió hacerlo solo para evitar cualquier otra eventualidad. Por su parte, los rescatistas de la Defensa Civil, aún sin salir del asombro por lo que acababa de hacer Francisco, reanudaron su tarea de tratar de extender la cuerda hacia el otro lado del arroyo. Y volvieron a intentarlo unas tres veces y tampoco pudieron. Entonces Francisco, quien al fin había llegado hasta donde estaba Adda Torres y la cual, apenas él había subido hasta ella lo abrazó y besó por un buen rato y en la boca, agradeciéndole de paso su presencia allí, le sugirió a los voluntarios de la Defensa Civil que trataran de enviarle a él la cuerda y así hicieron los socorristas y cuando Francisco la tuvo entre sus manos, empezó a atársela a Adda alrededor de su cadera, pero ella le dijo que primero lo hiciera con la señora que se encontraba en el techo del auto contiguo. Francisco quiso porfiarle, pero comprendió el gesto de ella, aunque antes de obedecerla, le requirió su confirmación: Я¿Segura?а, le preguntó. Y ella asintió.

En el rescate de la esposa del Alcalde, la tarea todavía no se había concretado aún. A pesar de que había sido estirada la cuerda salvadora y uno de los brigadistas se había deslizado por allí hasta donde se hallaba Nancy Vides, ella se empecinaba en preferir morir en ese sitio si era el caso, antes que volver a un hogar que por la intromisión de una mujerzuela se estaba destruyendo cada día más. Arismendi ya había agotado todas sus argucias conocidas y por conocer, para tranquilizar a su mujer y sin embargo ella había mostrado que no le creía todavía. El dilema no sólo mantenía en ascua a los concurrentes improvisados de aquella tragicomedia, sino también a las otras dos personas que necesitaban que las rescataran también, ya que de igual manera sus vidas dependían de un hilo o de que no sucediera lo inesperado, como romperse las ramas sobre las cuales se hallaban agarradas firmementes, pues se trataban de los dos policías que escoltaban la cabeza del desfile, cuando se produjo el tremendo encuentro con el abundante chorro de agua sucia.

--- ¿Qué más quiere que te diga amor? ---le gritó Arismendi a su esposa desde la orilla y aún arrodillado sobre el pavimento del andén.

--- Júrame que en verdad no me has sido infiel con la bruja esa de la Secretaria Privada --- le pidió como un ultimatum.

Sabía que sería una prueba muy dura para él, ya que el alcalde Arismendi era un ferviente creyente de Dios y ante el cual le ofrecía su devoción todos los días y los fines de semanas cuando iba a misa los domingos en la catedral de la ciudad. Para él, Dios había logrado todos sus sueños y por ello lo adoraba desde que tenía uso de razón. Es mas, Dios había sido el responsable del milagro que había sucedido en su vida, cuando los médicos o sus colegas, le habían dictaminado cáncer en la próstata, pero mientras se alistaba a hacerse el tratamiento requerido, otro especialista que lo vio antes le halló que el problema había desaparecido como por arte de magia, sin embargo, él aseguraba no haber sido un acto de magia u otra cosa diferente a un milagro de Dios, porque se lo había venido pidiendo cada domingo y durante todas las noches, antes de dormirse. Quiso, en ese instante, reclamarle a su esposa el por qué lo quería poner en rídiculo frente a todas las personas que se hallaban allí como espectadores directo, pero se dio cuenta de que no sería conveniente por las circustancias, ya que temía que ella podría tomar una decisión fatal y de la cual él no querría arrepentirse después y por ello determinó contarle una mentira piadosa:

--- Amor, te juro por mi Dios que jamás le he tocado un pelo a esa mujer y ahora mismo firmo el decreto de su retiro por el bien de los dos --- y le mostró desde allí un documento en blanco, que Nancy no pudo ver si tenía algo escrito por la distancia en que se encontraba y luego puso su firma extrambótica sobre aquel papel.

El acto convenció a Nancy y quien de inmediato le pidió al rescatista, el cual llevaba colgado en la cuerda casi dos minutos, que fuera por ella y lo cual hizo enseguida aquel miembro de la Defensa Civil. Después, cuando la Primera Dama de la Alcaldía fue traída hasta la orilla del arroyo o el andén de la carrera 41 y a cuyo alrededor permanecía intacto el gentío del frustrado desfile, se escuchó un estremecedor aplauso unánime que se alcanzó a oir incluso hasta cinco cuadras más abajo, en donde ya Francisco Corredor le había amarrado la cuerda por la cintura a Maribel Cure y quien insistía en llorar y llorar sin parar. Sin embargo, el enorme bus volcado arremetía y ya estaba a cinco metros de ellos, por lo que les gritó a los rescatistas que jalaran enseguida la cuerda y ellos obedecieron tan rápido como pudieron.

Mientras tiraban de la cuerda, Francisco Corredor no dejaba de mirar al bus remolcado por las aguas y a Adda, a quien cargó en sus brazos, como si la fuera a llevar para la cama matrimonial. Tenía en mente lanzar lo más lejos posible su cuerpo hacia los funcionarios de la Defensa Civil si no tenía el tiempo suficiente de recibir de nuevo la cuerda y atarla al cuerpo de ella, lo que significaba que estaba definitivamente decidido a perder si era posible su vida por Adda. Ella no estaba segura, pero lo intuía y por ello, en esos cruciales segundos le averiguó:

--- ¿Qué piensas hacer?

Sin embargo, él no le contestó con la verdad, solo le respondió que nada, únicamente esperar a que le regresaran la cuerda. Y cuando Adda le volvió a indagar sobre lo qué haría después de que a ella la jalaran, él no supo qué contestar, por el contrario, se quedó callado. Fue entonces cuando Adda Torres comprendió lo que él ya había decidido y, con lágrimas que empañaban sus enormes ojos, también tomó su decisión de no permitirle que muriera por ella. Francisco trató de entrarla en razón, diciéndole lo que era más favorable, ya que ella todavía tenía una vida larga por delante y muchos sueños para hacer realidad, además, él se sentía orgulloso de dar la vida por ella, por cuanto la había amado en secreto desde el primer día en que la vió. Cuando le decía esas últimas palabras, que jamás se había atrevido a expresarle, Adda no le permitió que siguiera hablando y lo besó eternamente, con tanta fuerza, que él no pudo despegársele, hasta que pasó lo que pasó.

El bus arrastrado por el arroyo pasó por sobre ellos como si nada, llevándoselos por delante, al igual que a los siete autos que hasta esos instantes habían quedado atollados en ese lugar. Los cuatro voluntariados de la Defensa Civil, los únicos testigos de lo que acababa de suceder, se quedaron aterrorizados por el triste final de aquella pareja de enamorados. Impotentes, solo pudieron maldecir al arroyo que no dejaba de correr. Dos vidas debían salvar ese día, pero sólo alcanzaron a rescatar a una, y peor aún, frente a sus narices fallecieron. Ahora debían sacar sus cuerpos por algún lugar del extremo final de aquel arroyo.

Mientras que arroyo arriba se seguían oyendo los aplausos por las acciones heróicas de los otros rescatistas que lograron extraer del agua turbulenta a las demás personas que cayeron víctimas de la intempestiva agua, arroyo abajo o por alguna parte de su largo recorrido, debían de encontrarse los cuerpos de los dos jóvenes enamorados. La búsqueda se extendió por tres días, hasta que al fin los hallaron ocultos en un caño, enterrados en un terraplén de lodo seco y basura de todo tipo y todavía abrazados. Por eso, el alcalde Arismendi, luego de que la pareja fue sepultada con todos lo honores en un cementerio de la ciudad, decretó aquella fecha en duelo, al mismo tiempo que bautizó al nuevo afluente urbano con el nombre de: ЯEl arroyo del amorа, porque ese día no sólo murieron en él dos personas enamoradas, sino porque fue la vez en que se dio cuenta de que amaba tanto a su esposa, que no le importó jurar en vano y ante Dios, para recuperarla por siempre.

Fin

 


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Álvaro Cotes Periodista