El fantasma de la bella náufraga



Después de una larga travesía por la superficie marítima, Amarilis llegó por fin a un acantilado en uno de los bordes de un cerro que sobresale por el mar Caribe y el cual baña a la bahía de Santa Marta, al norte de Colombia. La hazaña la había logrado gracias a los cursos de nado que había realizado en una de las escuelas de buceos de la ciudad. Se sentía exhausta y a punto de desmayarse, cuando tocó por primera vez las piedras resbalosas del collado, también conocido como El Morro. Por fortuna, el sol apenas empezaba a asomarse sobre la inmensa Sierra Nevada, el macizo intertropical localizado en el lado opuesto y a unos siete mil metros de donde ella estaba por esos instantes.

Tres horas antes, cuando promediaba la media noche, se había quedado dormida en la cubierta de un yate, tras disfrutar de unos momentos agradables con unas amigas y amigos. Había bebido tanto, que se durmió sin darse cuenta, luego de que decidiera acostarse cerca de la proa de la embarcación de lujo, de cara hacia el cielo y contemplando a las estrellas y a una luna nítida que había iluminado por toda la noche en el firmamento y sobre el océano.

No obstante, cuando transcurría dos horas y media desde que se había quedado fundida, fueron golpeados por un barco mercante, el cual navegaba despacio con rumbo al puerto de la localidad. Por fortuna, solo alcanzó a rozar la popa del yate, pero el impacto sacudió el bote durísimo y le ocasionó una abertura en la parte más baja de su lastre, causándole la inminente zozobra. El accidente de milagro no produjo una tragedia superior, es decir, nadie de los ocupantes del bote pomposo resultó herido, sólo padecieron el susto por el impresionante golpe y la sacudida de la embarcación. El choque náutico, sin embargo, no fue sentido con la misma intensidad por la tripulación en el puente mayor del trasatlántico, en donde el oficial superior ordenó el rescate de los náufragos, antes de que la nave pequeña empezara a hundirse. Salvaron a las personas que hallaron a bordo del yate, mas no hicieron lo mismo con Amarilis, quien por el impacto había salido disparada a varios metros sobre la superficie marina. Sólo cuando ella reaccionó, porque sintió que le penetraba agua por la nariz, se pudo dar cuenta de que no estaba en el yate. Sus ojos marrones, rodeados por unas pestañinas negras, se abrieron de par en par y percibieron con dificultad, debido a la penumbra reinante alrededor, que se hallaba en medio de la inmensidad del océano. Intentó llamar a sus amigas, pero su voz no salió igual o no se alcanzó a escuchar ni a dos metros. Las invocaciones no fueron oídas por nadie, además, sus amigas ya habían sido embarcadas en el mercante, el cual las trasladaba hacia el puerto de la urbe cercana. Con escasa visibilidad, porque las únicas luces que había provenían de las estrellas y la luna que ya empezaba a disiparse, avistó la silueta de El Morro y pensó que se trataba del yate, por lo que se acordó de sus habilidades en el nado e inició la valerosa gesta que la había llevado hasta el acantilado del cerro que se veía flotar en el mar, tras una hora de braceo incesante.

Fueron los 60 minutos más eternos de su vida. Temblaba de frío y no sentía las manos ni los pies. Su vestido de noche ajustado a su esbelto y agraciado cuerpo se había estirado más de lo normal y tan solo calzaba un zapato, porque el otro se le había perdido por algún lugar de la profundidad del océano. Se despojó de él a lo que empezó a caminar por las resbaladizas piedras de esa parte de El Morro. Aún no sabía en dónde se encontraba, pero de una cosa sí estaba bien segura y era que no se hallaba en un barco. El silencio en el lugar era de espanto y sólo se alcanzaba a oír el sonido que producía el oleaje contra las rocas. La parte de El Morro que había alcanzado correspondió a la que está oculta a los ojos de los habitantes de Santa Marta, la cual se apreciaba a esa hora desde allí, iluminada y muy apacible, pues eran las 4:00 de la madrugada.

Con dificultad y torpeza, Amarilis se fue adentrando a El Morro sobre la piedras filosas y enjabonadas. De vez en cuando resbaló o trastabilló, pero con la misma se levantó y siguió hacia adelante. A lo que obtuvo una posición más cómoda, por encima de otras rocas que se tentaban secas, se puso a descansar un rato. Desde allí miró hacia el horizonte y no observó más nada que el cielo lleno de estrellas y al oscuro mar. Ni siquiera un bote o un barco se avistaban a la distancia. Era una pesadilla. Tenía las manos arrugadas por el frío y los labios les temblaban sin control.

Mientras tanto, el buque comercial con sus amigas y amigos, había atracado ya en uno de los muelles del puerto marítimo de la urbe, en donde unos paramédicos empezaron a atenderlos. Sólo recibieron cobijas, por cuanto el frío era lo que más los afectabas. Después, cuando ya habían sido atendidos todos, las compañeras de Amarilis se dieron cuenta de su ausencia y enseguida se lo hicieron saber a las autoridades, las cuales iniciaron a partir de esos instantes su búsqueda por cielo y mar.

No obstante, luego de sobrevolar y examinar el área por donde se había producido la eventualidad, en un espacio de más de mil millas náuticas a la redonda, los voluntarios de socorro y unos pescadores que también se unieron a la búsqueda, tras seis horas sin detenerse, no hallaron un solo vestigio de ella. Lo único que encontraron fue lo que quedaba del yate, el cual no se había hundido por completo. La búsqueda se extendió por todo el día y hasta la llegada de la noche de ese mismo día. Se reanudó a la mañana siguiente y volvió a realizarse por los días subsiguientes, sin que se obtuviera otro resultado diferente. Al cuarto día, Amarilis fue reportada como muerta o desaparecida por siempre.

En su casa, ubicada en uno de los sectores populares de Santa Marta, fue colocada su fotografía en medio de unos candelabros y al lado del Sagrado Corazón de Jesús, durante nueve días y nueve noches. Sus amigas y familiares le rindieron un sencillo homenaje póstumo como gratitud a su invaluable amistad. Mientras ese culto se registraba, Amarilis continuaba luchando por su supervivencia en el desértico Morro, donde sólo había agua y piedras. En los nueve días, lo único que había probado era agua de mar y algas marinas. Intentó muchas veces atrapar un cangrejo de los que se ocultaban debajo de las rocas, pero nunca pudo agarrar a uno, por lo que se conformó con nutrirse de las plantas acuáticas que subsistían sobre las piedras verdes, las cuales se apreciaban en gran cantidad por ese lado de El Morro.

Al décimo día y como por obra de Dios, apareció por aquel islote solitario, un pescador con problemas en el motor de su bote. El artesanal marinero remó con vigor y se arrimó a El Morro, con mucha parsimonia y esfuerzo. Amarilis, apenas lo vio, comenzó a correr sobre las piedras filosas, pero el desespero la llevó a despeñarse y cayó de bruces, golpeándose la frente contra una de las piedras. El porrazo le causó la pérdida del conocimiento y una herida abierta en esa parte de su cabeza, por donde empezó a sangrar, empapándose el rostro y un segmento de su pecho. Por una hora permaneció allí inconsciente, tiempo durante el cual el pescador varado pudo arreglar el daño en el motor de su bote y continuar con su destino, al parecer, hacia un corregimiento muy próximo, conocido por ser un pueblo exótico donde habitan unos viejos zorros del mar.

Cuando Amarilis volvió en sí y tocó la sangre coagulada en su rostro y pecho, se sintió distinta o extraña. Reparó por un buen rato sus senos tiesos por la sangre disecada, al mismo tiempo que se miró sin inmutarse las manos, los pies y todo su cuerpo. Dio a entender que no se conoció ni ella misma y que no recordó ni siquiera lo que había intentado hacer cuando divisó al pescador errante. Se quedó en ese sitio, sentada y viéndose muchas veces más, como encantada de sí misma. En realidad, ella era todo un encanto de mujer y se podía ver a través de su traje adherido y rasgado por los tropiezos sobre las escabrosas piedras. Se vislumbraba como una imagen fantasmagórica y sensual.

Pero pasaron los días y hasta dos semanas y ella siguió inmóvil en el mismo lugar, sin comer algas ni tomar agua salada, hasta cuando perdió vigor y poco a poco fue dejando de respirar hasta fenecer. Lo extraño de todo, después de su muerte, fue que permaneció intacta y en la misma pose, como contemplando hacia el horizonte y a la espera de algún barco que la rescatara.

Desde entonces, muchos han sido los navegantes que afirman, cuando arriban al puerto de Santa Marta, que la han visto allí, sentada y en medio de aquella rada pedregosa.

Fin


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Álvaro Cotes Periodista