La crónica de una vendetta
La historia de una familia que
se mató con otra por un deshonor
Por Álvaro Andrés Cotes Córdoba
La noticia de que un niño de apenas 13 años de edad había sido acribillado a tiros, mientras esperaba el bus de la ruta que lo transportaba todos los días a la escuela, llegó a nuestros oídos a través de un boletín de última hora, emitido por una de las emisoras locales. Enseguida salimos corriendo, el fotógrafo y yo, para cubrir la noticia.
Lo que me llamó de inmediato la atención fue saber el motivo por el cual había sido asesinado aquel menor de edad. Pensé por un momento en el supuesto de que, tal vez el niño, había sido muerto de forma accidental por alguna bala perdida. Sin embargo, cuando llegamos a la escena del crimen, vimos que el menor no tenía una herida de bala, sino varias y por diferentes partes de su delgado cuerpo. Lo primero que nos preguntamos fue: ¿Qué pudo haber hecho ese niño, para merecer una muerte tan violenta? Ni siquiera pudimos imaginarlo, mientras permanecimos aterrorizados frente al cadáver del infante, el cual yacía sobre el sardinel donde había estado esperando momentos antes el autobús. Pudimos entrever una posible causa a lo que llegó la madre y quien apareció envuelta en un tormentoso mar de llantos. Gritaba de dolor y consternación, a todo pulmón: "por qué, por qué me lo mataron, si él no tenía culpa". El párvulo presentaba ocho tiros por diferentes partes de su frágil cuerpo. La manera tan cruel como había sido asesinado no guardaba ninguna relación con lo que allí se reflejaba. Las primeras versiones recogidas por las autoridades policivas, señalaban que el vil homicidio había sido cometido por dos hombres, quienes dispararon desde un auto. Algo insólito, por cuanto de esa forma daba a entender que era un caso de ajuste de cuentas, como si el pequeño le debiera a alguien algo. Pero todo se aclaró después, a lo que su progenitora se tranquilizó un poco y empezó a hablar con los policías.
La inconsolable mujer contó su versión. Dijo que todo se debía a una retaliación por una vendetta ocurrida durante un reciente pasado, cuando el padre de su hijo y su familia entera, los Cárdenas, sostuvieron con otra familia una 'guerra' a muerte que, al parecer, se había producido por un problema de deshonor. Confirmó el nombre de su hijo: Hugo Nelson y el de su padre, José Antonio, también conocido como Toño y quien junto con sus hermanos y padres, yacían muertos. A los investigadores que por esos instantes escuchaban las sorprendentes revelaciones de la angustiada mujer, porque no eran de la ciudad y sólo llevaban en la institución dos años de servicios, aquéllos nombres mencionados por la madre adolorida no les dijo nada en absoluto, pues era la primera vez que los escuchaban y aunque parecía mentira, nunca habían sabido sobre la nombrada vendetta, pese a que había terminado cinco años antes, es decir, en 1984. Sin embargo, cuando me enteré de la versión de la sufrida señora, supe enseguida a lo que se refería, porque había vivido en carne propia la inolvidable matazón durante los 11 años en que se desarrolló en Santa Marta, pues residí por ese largo período con mis padres y hermanos en el mismo sector donde habitaron los Cárdenas y en el que se registraron, en su mayoría, los atentados que ocasionaron la extinción total de esa familia.
La vendetta se inició en 1970, en el municipio de Dibulla, departamento de La Guajira, pero se desarrolló y tuvo su cruel desenlace en Santa Marta, a partir de 1973, cuando por el entonces la ciudad era más pacífica, no tenía mucho tráfico vehicular y la gente no se enojaba tan fácil como hoy en día. Las riñas que se presentaban no pasaban de los puños y las veces en que se producía un crimen, los habitantes se alarmaban y duraban hablando del asunto más que ahora, cuando al día siguiente otros hechos atroces sepultan los del día anterior. No existían celulares, Internet y menos computadores. Los teléfonos fijos, los radios portátiles y los bíperes, eran los medios que la gente utilizaba para comunicarse entre si.
Uno de los sectores más tranquilos de la ciudad en ese entonces era su zona céntrica, en donde además de funcionar por allí varios almacenes, existían y aún siguen existiendo, los edificios de la policía, del cuerpo de bomberos voluntarios, de la gobernación y alcaldía. Pero en el mes de octubre de ese mismo año dejó de ser un remanso de paz, porque durante ese período se mudaron en la misma zona de la ciudad los Cárdenas, procedentes de La Guajira. Era una familia numerosa, conformada por una madre y un padre, la señora Digna Ducad y el señor Alcibiades y sus ocho hijos: Roberto, Antonio, Ulises, Francisco, Melva, Albenis, Alcibiades y Maribeth, al igual que tres nietos: Chicuiriri, Hailer y Boby, el primero de los nombrados era hijo de Antonio Cárdenas y los otros dos, retoños de Ulises Cárdenas.
El día en que se mudaron, yo estaba jugando fútbol con varios de mis amigos en medio de la calle y por donde entró el camión mixto que los trajo desde Dibulla, la población ubicada en La Guajira y de donde eran oriundos. El camión de pasajeros y cargas, por eso le decían mixto, interrumpió nuestra sana diversión y tuvimos que suspender el partido de fútbol por un largo rato, mientras duraba el desembarque de los chismes. El automotor híbrido, como era ancho, tapó toda la calle y por eso tuvimos que esperar por casi media hora, tiempo durante el cual nos entretuvimos viendo la mudanza. Al cabo de ese período, cuando terminaron de ingresar en la casa recién ocupada todos los muebles y demás enseres que trajo aquella nueva familia vecina, y el camión-bus despejó la calle, reanudamos nuestro juego sin saber lo que nos deparaba el destino con la llegada al sector residencial de aquellos nuevos vecinos.
La vivienda que habitaron estaba edificada con paredes blancas, un techo de tejas de arcilla y unas ventanas con rejas negras, al estilo colonial, en la calle 20, entre las carreras 7 y 8. Se erigía en medio de otras menos relucientes, cuyos habitantes llevaban viviendo por allí casi medio siglo. Con los días, la nueva familia sorteó el examen inquisidor de los moradores del sector y se integraron rápido a la comunidad, que empezó a mostrar más confianza hacia ellos. Pero cuando ya había transcurrido un mes de habitar en la dirección antes mencionada, se presentó el primer hecho violento que atrajo la atención de toda la ciudad y develó el irremediable problema que acarreaban encima. José Antonio Cárdenas Ducad, el tercero en la línea descendente del árbol genealógico de la familia, se hallaba una noche sentado a la puerta de su casa, conversando con dos vecinos, la señora Marina de Forero y el señor Bermúdez, este último era un viejo que expendía queso en el mercado público de la ciudad y para moverse de un lado a otro tenía que sostenerse sobre un caminador ortopédico. Los tres, en esos instantes, conversaban sobre las actuales circunstancias de la vida y del elevado costo de la canasta familiar, que para la época ya había comenzado a flotar por las nubes.
Era aún muy temprano, como las 7:30 y la señora Marina les había dado de cenar a sus cinco hijos. Desde la llegada de los nuevos vecinos, ella y Bermúdez, habían tomado la costumbre de ponerse a platicar a la puerta de sus casas con cualquier miembro de los Cárdenas. Ese día se pusieron a dialogar con Toño, como también le decían a José Antonio Cárdenas Ducad, quien era de una epidermis clara, de estatura regular, bien parecido y solía dejarse unas patillas largas en forma de L. Tenía, además, un modo de ser muy accesible, contrario al resto de sus hermanos. Tal vez por eso la señora Digna Ducad, su madre, decía siempre que por sus venas corría sangre dulce o que se parecía a una monedita de oro, porque le caía bien a todo el mundo.
Esa vez en que se descubriría el problema grande que trajeron adjunto, la población fue sorprendida de un modo violento, como nunca antes había sucedido en el sano sector residencial. La armonía que por muchos años había reinado por esa parte de Santa Marta, se destruyó en segundos. La calma fue interrumpida por una ráfaga de disparos que provenían desde un auto, el cual había irrumpido raudo por la calle donde quedaba la casa de los Cárdenas. Se trató del estreno de la vendetta, que a la vez avisaba con ferocidad lo que se le avecinaba a la ciudad y al sector residencial.
Toño Cárdenas, quien era el único de los tres contertulios que sabía lo que sucedía, entró enseguida en su residencia, para protegerse de la lluvia de balas. La señora Marina, confundida como también debió de estar el señor Bermúdez, en esos segundos de terror, quiso hacer lo mismo, pero no tuvo la misma suerte y cayó sin vida apenas ingresó a su vivienda: un proyectil le perforó el corazón. En cambio, el viejo Bermúdez, de manera milagrosa, salió ileso del súbito ataque, porque cayó al piso en el preciso instante en que intentaba entrar a su hogar, tras enredarse con su caminador ortopédico. Si no se hubiera tropezado y caído de bruces sobre el piso de baldozas a la entrada de su domicilio, tres balas que por esos segundos pasaron zumbándoles por encima de su pesado cuerpo y las cuales se estrellaron después contra una pared de la terraza de su vivienda, alrededor de un cuadro con la virgen La Milagrosa, habrían apagado también su vida esa noche.
El hecho nunca antes ocurrido en la vecindad, alarmó a los moradores, quienes les exigieron a los nuevos vecinos, al día siguiente, una explicación sobre lo acontecido. Y pese a que no entraron en muchos detalles, los Cárdenas informaron, ase día siguiente, que estaban involucrados en un problema con otra familia, de nombre Valdeblánquez, contra la cual sostenían una rencilla por un deshonor. Hasta ese día, cada familia había tenido una pérdida irreparable. Es decir, los Cárdenas llevaban un muerto y los Valdeblánquez otro, o sea, estaban empatados.
La familia contrincante, con la arremetida de esa primera vez por el sector donde habitaron los Cárdenas, demostraron también su presencia en la urbe. Después se supo el nombre de la zona de la ciudad que escogieron para atrincherarse: el barrio Pescaito, al norte de la localidad. Desde ese lugar proyectaron días más tarde y durante varios años, las más encarnizadas ofensivas contra los Cárdenas. En el primer embate donde había muerto la señora Marina, una inocente mujer y madre de cinco menores de edad, cuyo deceso persiste todavía como una absurda pérdida que no debió de ocurrir y uno de los crímenes más repudiados del centenar que se registraron durante la vendetta del exterminio en Santa Marta, se percibió además lo injusto que sería la contienda en la ciudad. El atentado, y era lógico suponer, había sido dirigido en contra de Toño Cárdenas y la persona que murió no tenía nada que ver con la pugna que ambas familias sostenían desde hacía tres años. El acontecimiento fue publicado por los periódicos y noticieros regionales al día siguiente, interpretándolo como la consecuencia de una venganza a muerte entre dos clanes guajiros. Pero el asunto era más complejo, porque en el fondo se cocía una bronca por la dignidad y el honor.
El sepelio de la señora Marina se cumplió al día siguiente por las horas de la tarde y en medio del repudio y el dolor que causó el drama no sólo por su absurda desaparición, sino de ver a sus pequeños hijos con su padre, el señor Forero, detrás de la carroza que trasladó el cofre mortuorio con el cuerpo de aquella madre y esposa, arrebatada de forma inesperada. Toda la vecindad acompañó el cortejo fúnebre desde su inicio hasta el final, cuando se produjo el enterramiento. No hubo ninguno que no dejara de llorar por un instante y nadie que no sintiera en el alma la ilógica pérdida de aquella vecina buena y amable.
Una vez se conoció semejante problema que había traído la nueva familia vecina, y de qué manera, el interés común del sector residencial y de toda la ciudad, se centró en saber más acerca del origen de aquella contienda. La tesis más aproximada a la verdad sobre el comienzo del conflicto a muerte entre ambos clanes, sigue siendo la de que se produjo por el incumplimiento de una boda. Roberto, hermano de Toño, habría dejado esperando un día, en el altar de una iglesia de Dibulla, a una joven de la familia oponente, hecho que supuestamente fue asumido como una ofensa por parte de la familia contrincante. La humillación no fue olvidada y días después, uno de los hermanos de la novia plantada, de nombre Hilario, le reclamó a Toño Cárdenas la falta de responsabilidad de su hermano, acto que los llevó a sostener luego un cruce de fuego. El encuentro balístico concluyó con la muerte del miembro de los Valdeblánquez y avivó aún más el rencor de esa misma familia agredida, la cual libró, a partir de entonces, una persecución despiadada en contra de los Cárdenas. Y durante esa acechanza, obtuvieron con el transcurrir de los años su desquite, a través del hermano mayor de los Cárdenas, llamado Emiro y a quien hallaron oculto más tarde en una finca de propiedad de la familia Gómez Ducad, primos de los Cárdenas. Esa segunda muerte en el comienzo de la vendetta de las dos familias se inició cuando Emiro descansaba en una hamaca y de cuyo atentado, a pesar de recibir varios tiros, sobrevivió por siete días en el extinto hospital San Juan de Dios de Santa Marta, adonde fue remitido en un camión mixto que abordaron en la carretera y la cual todavía comunica a los dos departamentos contíguos.
La muerte del primer Cárdenas fue el motivo inicial que ellos tuvieron para trasladarse hasta Santa Marta, en donde después pensaron que si se quedaban en la ciudad, alejados de sus enemigos, la sed de venganza de los Valdeblánquez tal vez se iba a disipar con el tiempo y la distancia y sus vidas iban a retornar a su curso normal. No obstante, los resultados fueron otros, porque sus enemistades demostraron con su presencia en Santa Marta, la disposición acérrima de seguir acabando con ellos. Con semejante y dolorosa verdad conocida, los moradores del sector mencionado tuvieron que resignarse a convivir con ese lío ajeno que había traído la nueva familia vecina. No anticiparon lo que continuó después, porque era obvio suponer que ninguno en la zona céntrica de la ciudad era adivino y mucho menos había vivido una experiencia similar antes.
Para financiarse la guerra contra los Valdeblánquez, los Cárdenas tuvieron que escoger el peligroso camino del negocio ilícito del tráfico de la marihuana, la cual para la época surgía en el país como la mejor opción de los pobres y ricos, para hacer dinero rápido y fácil. El primero de los Cárdenas en hacer esos negocios oscuros fue Roberto, el mismo que prendió la chispa para que los Valdeblánquez forjaran su actitud rencorosa contra ellos. Contrario a su hermano mayor, Roberto era de una piel oscura, cabellos negros y encrespados. Era menos aplomado, más decidido y bastante temperamental. Medía unos 177 centímetros de estatura y su figura se asemejaba a la de un pistolero hábil y echado para adelante. Pero su muerte se produjo muy temprano, cuando apenas llevaba un año viviendo en Santa Marta.
Su muerte ocurrió una mañana calurosa de mayo del año 1974, en un barrio tradicional de la ciudad, de nombre Manzanares y en momentos en que buscaba la paz para su familia, pues cinco días antes se había reunido con un socio amigo, quien le había sugerido su interés por lograr la concordia entre las dos familias, proponiéndole servir de garante en la reconciliación entre ambos clanes. El amigo convocó a un encuentro de inmediato, demostrando de esa manera que estaba preocupado, ya que creía no era muy conveniente una matazón en plena época de bonanza marimbera en el país.
El encuentro se llevó a cabo con dos representantes por cada bando y en la vivienda del propio mediador. Ese día, Roberto fue al sitio convenido, acompañado de Leonel Gómez Ducad, su primo hermano y quien acababa de llegar a Santa Marta, para unírseles a la lucha que mantenían con los Valdeblánquez. El mediador era un reconocido y acaudalado traficante de la localidad, quien había puesto como requisito infalible, para asistir a la cita, no llevar ninguna clase de armas. El lugar del encuentro fue una casa de una planta, en donde los delegados de las dos familias, por primera vez, se iban a ver sin antes dispararse. El arribo de Roberto a la residencia lo hizo en una camioneta verde aceituna, el primer vehículo que tuvo durante el tiempo en que estuvo vivo en la ciudad. Leonel, su primo, era entonces un joven de 21 años de edad y sin el conocimiento seguro de lo que sería en la vida.
La reunión, sin embargo, ni siquiera empezó, porque los representantes de los Valdeblánquez, no se supo cómo, sacaron a relucir sendas pistolas, apenas notaron la presencia de Roberto y a quien comenzaron a dispararle, pero él trató de evadirse de aquella emboscada, por lo que tuvo que salir corriendo, sin embargo, no alcanzó a sobrepasar ni siquiera una pequeña verja que había en el jardín de la mencionada residencia y en donde se tropezó y cayó de bruces, oportunidad que aprovecharon sus perseguidores y los cuales le descargaron enseguida sus pistolas. Leonel, por su parte y en vista de que los dos Valdeblánquez estaban ocupados con Roberto, así lo contó él más tarde con lujo de detalles a sus primos hermanos Cárdenas, se salvó de morir ese día, porque su huida la hizo por la puerta del patio y después le tocó saltar varias paredes de diferentes casas contiguas.
El cuerpo inerte de Roberto permaneció tendido en el piso por más de media hora, tiempo que tuvieron los moradores del barrio para acercarse y contemplar por un buen rato el cadáver, antes de que llegaran sus hermanos en sendos vehículos de moda por esa época y con la actitud beligerante de matar a quien se les interpusiera por el camino. Menos mal que la policía no había arribado todavía a la escena del crimen, cuando ellos llegaron a buscar el cadáver de Roberto. Lo hicieron con el ímpetu característico de ellos y de la forma como siempre lo hacían, haciendo patinar los neumáticos de sus vehículos. Los samarios siempre advertían la presencia de los Cárdenas de esa manera, porque oían el rechinar que producían las llantas de sus carros y el runrunear de sus automotores. Esa vez, los moradores que se habían asomado de sus casas, para ver el cadáver de Roberto, se metieron enseguida a sus hogares, a lo que escucharon el runruneo de los vehículos. A lo que estacionaron sus autos,Toño bajó después de su camioneta blanca, con llantas de “balón” y un par de pistolas en cada una de sus manos. Estaba vestido de negro: una camisa mangas largas desbotonada a la altura de su pecho, por lo que se le alcanzó a ver una mecha de vellos y una medalla de oro con la virgen Nuestra Señora de los Remedios. En su mirada se apreciaba el dolor por el inesperado suceso. Su rostro, que siempre fue muy pálido, se había tornado rojo, lo mismo que sus ojos, los cuales derramaban lágrimas a borbotón. Se notaba a legua la rabia que llevaba por dentro, ya que era consciente de que todo lo que le sucedía a sus hermanos, era por su culpa, pues él fue quien abanicó la hoguera encendida de la venganza de sangre, tras asesinar al primero de los Valdeblánquez.
Ulises, Francisco y Albenis, sus otros tres hermanos menores, también descendieron de un jeep verde y sin carpa. Albenis, en ese entonces, era un adolescente: apenas tenía 16 años de edad. No obstante, concurrió con una escopeta calibre 12, decidido a matar por primera vez a quien se le interpusiera por el camino. Aunque los ojos se le aguaron a lo que contempló a Roberto en medio de un charco de sangre, no prorrumpió en ningún llanto. Por el contrario, demostró con su silencio el perfil del personaje que sería más tarde, durante el trasegar de la maldita vendetta sanguinaria en Santa Marta.
Roberto estaba con la cabeza hacia la calle y la pierna izquierda ensartada en una de las puntas de la verja de hierro del jardín delantero de aquella vivienda, donde momentos antes había recién entrado. Sin titubear, Toño y Ulises, los más adultos, se arrimaron a su cuerpo inerte y lo alzaron por debajo de sus hombros y piernas, respectivamente, y lo subieron después a su misma camioneta verde aceituna, por la parte de atrás y la cual Ulises se encargó de conducir luego. Albenis y Francisco, por su parte, se mantuvieron atentos, con sus armas en las manos y pendientes a que nadie los sorprendiera por esos instantes. Dieron a entender que sabían lo que había acontecido, por lo que no intentaron ni siquiera hacer nada en contra del frustrado mediador, quien estuvo encerrado y no salió de su casa, por temor a que lo mataran. Los moradores del sector se asomaron de nuevo por entre las ventanas de sus casas y vieron cómo partieron luego con sus carros a toda marcha.
Al día siguiente, el propietario de la casa donde se había fraguado el crimen de Roberto Cárdenas, se arriesgó a ir al concurrido velorio, el cual se llevó acabo en la vivienda donde inicialmente habitaron los Cárdenas. El frustrado mediador se presentó con un maletín repleto de dinero y el argumento de que, los Valdeblánquez, habían incumplido el acuerdo. Para confirmar su lealtad con los Cárdenas, les entregó la cuantiosa suma de dinero que le pertenecía a Roberto por un embarque que ambos hicieron días antes. Los Cárdenas rodearon al famoso traficante, mientras él los convencía de que, por ningún segundo, estuvo en compinche con los Valdeblánquez. El pequeño coloquio de hermanos con ira y sed de venganza lo atendió con mucho recelo. Al final, el único parlador de aquella tensa reunión, los persuadió de su nula participación en la muerte de Roberto, reiterando que por su mente nunca pasó una traición a la familia amiga. Su presencia con el dinero lo corroboraba todo.
--- ¿No sé qué fue lo que sucedió?" --- dicen que dijo esa tarde acalorada, frente a los hermanos con ansias de venganza.
Los Cárdenas recibieron la millonaria suma de dinero y dejaron que el susodicho hombre de negocios ilícitos se fuera del velorio con vida. Tenerlo como un socio por esos tiempos, era muy crucial para ellos, ya que poseía el contacto directo con los compradores extranjeros de la yerba alucinógena. Si lo asesinaban allí mismo no sólo estropeaban la velación de Roberto, sino que su partida al más allá contribuiría a que se malgastara la única alternativa lograda por Roberto, para la obtención del dinero fácil y rápido. Aquel mafioso se constituía en la esperanza de que ellos siguieran por el sendero que ya les había trazado su difunto hermano.
Toño Cárdenas, a partir de esa fecha, asumió las riendas de los negocios de la familia y con el transcurrir de los años, aumentó su caudal y otros miembros del clan también comenzaron a obtener sus beneficios. Leonel, por ejemplo, se hizo socio de un reconocido empresario de la urbe que hacía su vida sucia por debajo cuerda y en pocos años se convirtió en un poderoso y respetado hombre a nivel local. Su riqueza excedió incluso a la de Toño, quien continuó fiel al accionista que le dejó de herencia su hermano Roberto. La fortuna amontonada por Leonel Gómez atrajo la participación en el conflicto armado de sus otros cuatro hermanos: Vladimiro, Jorge, Euclides e Iván, quienes se vinieron también a vivir a Santa Marta. Pese a que la familia enemiga se había instalado de igual forma en la ciudad, los Cárdenas y los Gómez, unidos por un lazo de sangre maternal, siguieron con sus vidas como si nada, aunque eran conscientes del culebrón que compartían en la urbe y la cual se erigía como un campo de batallas en donde ni siquiera las autoridades legales y constituidas hacían algo al respecto. Con el poder asumido, Leonel Gómez se hizo muy respetado y su fama trascendió, incluso, a través de las canciones de los cantautores de la música vallenata de ese tiempo, que lo nombraban por doquier. Sin embargo, la sed de venganza de los Valdeblánquez no se saciaba y mientras que los Cárdenas incrementaban sus riquezas con el tráfico de la planta alucinante, los Valdeblánquez planeaban otros atentados en contra de ellos.
El sepelio de Roberto Cárdenas se cumplió de manera tranquila a los dos días, pero se desarrolló en medio de una prevención que fue necesario convocar a las autoridades policivas de la ciudad, ante el temor siempre latente que existía de extenderse, la vendetta, hasta por esos fúnebres momentos. Aunque ese día no pasó nada, la desconfianza por una irrupción violenta por parte de los Valdeblánquez, siempre estuvo vigente en los despiertos instintos de los Cárdenas. El entierro partió de la casa de la familia adolorida, en medio de una multitud que concurrió no sólo para acompañar al difunto hasta su última morada, sino también para reconocer a los protagonistas de aquella contienda sin precedentes en el país. El deseo depravado de mirar el sufrimiento ajeno conducía a más de un curioso a tomar posiciones de privilegio dentro de las nutridas ceremonias luctuosas. De ahí que, antes de que llegara el féretro al cementerio, éste ya estaba colmado por un gentío impresionante que se encaramaba en las bóvedas de los otros difuntos. Se peleaban codo a codo los lugares de alturas con el sólo fin de ver el momento en que el ataúd era introducido en el cañón de la sepultura. Era el instante más trascendental en la dramática escena de sufrimiento, por cuanto ahí era donde se percibía con mayor énfasis el suplicio de los condolidos. Además, era la fugaz y perfecta ocasión en que se escuchaban las ambiciones o acciones buenas que tuvo en vida el muerto. Por ejemplo, ese mediodía, con un sol canicular y una temperatura infernal, más de un centenar de almas pudo enterarse por primera vez, que Roberto en vida quiso edificar en la ciudad un rascacielos. Hubiera sido el primer edificio puya nube en la urbe. De la misma manera se conoció que fue un hombre muy orgulloso y mujeriego, pero no dejó un solo heredero. Mónica, una de sus amantes viudas, demostró ese día que era quien más lo amaba, porque fue la única de las tres amantes que asistieron al sepelio, la que se desmayó en plena inhumación. No era la más bella y joven, pero sí la más sentimental y desinteresada.
Roberto había sido su primer amor, pero por circunstancias que ella aún desconocía, nunca quedó en cinta de él. Y a pesar de que en los últimos días no la frecuentó como antes, siguió siendo el primer hombre de su vida. En cambio, las otras que también acudieron a las exequias, lo hicieron buscando un manifiesto beneficio y pensaron que con sus interpretaciones de actrices lloronas, conseguirían la consideración de la familia y también una parte del patrimonio del fallecido. No obstante, los Cárdenas no eran tan ignorantes como se creía y sabían muy bien lo que algunas de ellas se traían, por lo que en la repartición de los bienes de Roberto, sólo Mónica recibió parte de su naciente fortuna, una casa en donde en esa actualidad residía con sus padres y hermanos y la cual había sido adquirida por Roberto en su ambición de convertirse en un magnate de la finca raíz en la ciudad. Aunque no obtuvo su completo amor, Mónica siguió visitando su tumba hasta por muchos años después de que se terminara la execrable vendetta.
Pero el funeral de Roberto Cárdenas acabó sepultando la noticia de su muerte y semanas después siguió siendo comentado por los samarios como un acontecimiento jamás visto en la ciudad. La magnificencia de aquella honra fúnebre residió en la incontrolable participación de la gente y la numerosa asistencia de vehículos lujosos, la mayoría de los cuales eran traídos de contrabando por sus dueños desde el vecino país de Venezuela. Desde fantástico automóviles de marcas extranjeras, que medían de ancho igual que las estrechas calles de Santa Marta y por eso se les dificultaba dar la vuelta en las esquinas, hasta las famosas "Rangers" o camionetas granjeras en apogeo por esa época, desfilaron muy campantes por el atiborrado entierro. Más que una caravana fúnebre, el sepelio de Roberto se asemejó a una exposición pública de autos suntuosos de todas las marcas conocidas y por conocer. Con los días, el aciago evento dejó de mencionarse y todo indicaba que la guerra entre los Cárdenas y Valdeblánquez había caído en una especie de tregua, pero no fue así, porque en un lapso de tres meses, los Cárdenas masacraron a dos Valdeblánquez, a Sabas y Moisés, el primero era un miembro muy importante de la familia contrincante.
El hecho ocurrió la mañana del 16 de agosto del mismo año, cuando los integrantes de la otra familia en contienda se movilizaban en un vehículo Nissan blanco junto con dos amigos más por una de las avenidas de la ciudad, conocida también como la Avenida del Libertador. La transgresión se configuró de forma sorpresiva, sin que los hermanos y sus acompañantes tuvieran tiempo de defenderse. Fue la primera masacre en Santa Marta durante la vendetta sangrienta. El hecho atroz se difundió como pólvora por todos los medios de comunicación del país y desde entonces la pelea de las dos familias guajiras se convirtió en una noticia nacional. Los periódicos sensacionalistas de la época empezaron a sacarle provecho a la encarnizada lucha vengativa y vieron sus frutos con el aumento de sus tirajes, cada vez que debían publicar la muerte de uno de ellos. Los ejemplares se agotaban como arroz.
Aquel día, los Cárdenas, después de asistir a una misa en la basílica de La Catedral, por los tres meses del fallecimiento de Roberto, se pusieron a ingerir licor como era su costumbre, cuando un hermano cumplía un mes o un año de muerto. Antonio Cárdenas prefirió engullirse unos tragos, pero en privado y en su residencia. Había asumido muy en serio la responsabilidad del liderazgo familiar, por lo que en precarias ocasiones se le veía por las calles, haciendo gala de su opulencia ilegítima. No perdía nunca la cabeza y siempre permanecía sereno, incluso, frente a las adversidades que conllevaba ser el jefe. Pero esa sensatez no le bastó para ejercer un control totalitario entre sus hermanos menores, primos y amigos, quienes también se vinculaban a la venganza de la familia, unos por solidaridad y otros por el dinero, algunos de los cuales se mostraban bastante precipitados y perturbados, mientras que otros esperaban decisiones superiores. Sin embargo, dos de sus más allegados amigos, junto con Francisco o Pachito, como también le decían al quinto de los Cárdenas, en lugar de festejar ese día en sana paz, optaron por hacerlo de una manera muy particular y riesgosa, como ni siquiera la familia rival se lo esperaba, sobretodo ese día inolvidable y de triste recordación para los Cárdenas. El proceder no fue planeado, sino que nació en la medida en que incrementaban sus grados de alcohol en sus cabezas. Habían convenido que, en lugar de ofrecerle un homenaje póstumo con misa y licor a su hermano, mejor se lo hacían con la muerte de uno de sus verdugos y ese día, como enviado por el Diablo, alguien los llamó para avisarles que habían visto a Sabas Valdeblánquez con un grupo de amigos, recorriendo la nombrada avenida de un modo muy confiado. De inmediato salieron en su búsqueda y los emboscaron a la mitad de la importante arteria. La barbarie con la que los ejecutaron no tuvo parangón alguno dentro de la vendetta. En cambio, recordó las viejas rencillas de los pistoleros de la época del contrabando de licor en los Estados Unidos. Fue una carnicería y las balas llovieron sobre el carro y las víctimas desde todos los flancos y cuando ninguno de los ocupantes del automotor mostró síntomas de vida, se arrimaron al vehículo que había quedado como un colador y le propinaron, a cada uno, un tiro de gracia.
La contestación a la bárbara mortandad no se hizo esperar y los Valdeblánquez, ese mismo día, planearon un ataque también sin equivalente en la vendetta. Sucedió diez horas más tarde, a las 9:00 de la noche y cuando por el sector residencial donde convivían los Cárdenas, se inhalaba un aire tenso. Sólo ellos podían saber lo que se les venía encima, por lo que se habían guarecidos muy temprano. Jaime, un joven universitario de la vecindad, había estado aprovechando sus últimos días de vacaciones en la urbe, en donde desde las primeras horas de la tarde había estado ingiriendo licor con varios de sus familiares, entre ellos dos hermanas, una de las cuales sostenía una relación amorosa con uno de los Cárdenas. A esa hora de la noche y por ignorancia de lo que había ocurrido en la mañana, decidió visitar la casa de la familia guajira, con el propósito de saludar a su cuñado, pero en el preciso instante en que se arrimaba a tocar sobre la puerta, comenzaron a escucharse unas series de detonaciones.
La familia ardida había enviado un escuadrón de por lo menos 12 hombres que se apostaron en los alrededores de la zona residencial donde vivían los Cárdenas, a la espera de la aparición de uno de ellos. Pero la errada presencia del estudiante vecino llevó a confundirlos y apenas descubrieron la silueta del hombre a la entrada del hogar de los Cárdenas, empezaron a disparar a diestra y siniestra. Durante 45 minutos y sin interrupciones se oyeron los tiros provenir de todas partes. Nadie en el vecindario se atrevió a salir de sus casas por ese tiempo, incluso, los Cárdenas prefirieron subirse al techo de su vivienda, para contrarrestar el inigualable ataque. Sólo después de ese período, cuando dejaron de oírse las explosiones, se presentó al lugar de los hechos la Policía con sus patrullas, pero ya todo estaba consumado y los atacantes habían huido. Y aunque fue la balacera más prolongada de esa vendetta en Santa Marta, no dejó sino un solo muerto: el inocente universitario que había llegado al lugar y en el momento equivocado. Con él, la vendetta en la ciudad cobraba ya dos víctimas ajenas al conflicto armado. La primera había sido la señora Marina, madre de cinco niños y cuyo deceso se produjo en un tiempo en que nadie en Santa Marta sabía todavía el problema enorme que arrastraba la nueva familia provinciana. A partir de la masacre donde había caído asesinado Sabas y su hermano Moisés Valdeblánquez, los Cárdenas implantaron la modalidad de rememorar a sus miembros fallecidos con más sangre, es decir, celebrar con la muerte de uno de sus enemigos. Los Valdeblánquez tampoco se quedarían atrás con esa nueva modalidad y cada vez que se avecinaba la fecha del aniversario de alguno de sus difuntos, tomaban sus precauciones, a la vez que planificaban sus ofensivas.
No obstante, los Valdeblánquez fueron más creativos, porque no sólo prepararon las más salvajes e increíbles embestidas, sino que también enviaron a otros más feroces asalariados y necesitados que empezaban a surgir por ese tiempo, en medio de la penuria y el desempleo, imperantes aún por aquella década, como fueron los sicarios. No era que los Cárdenas carecieron de imaginación, sino que sus oponentes no les facilitaron la oportunidad de fraguar un buen ataque.
Una de las incursiones más encumbradas en la vendetta sanguinaria fue el día en que usaron, por primera vez en Colombia, un carro bomba. La contienda irracional llevaba ya ocho años en la ciudad y nadie en Santa Marta ni en el país esperaba un asalto diferente a los acostumbrados tiroteos. En esa ocasión, en que se cumplía el aniversario de alguna atroz muerte de un Valdeblánquez, la familia en duelo planeó con dos amigos de los Cárdenas, para que los traicionaran e introdujeran un poderoso explosivo en un automóvil en pleno centro del área donde habitaron los Cárdenas. La idea que concibieron para que se concretara ese terrorífico plan, fue la de desaparecer a Toño Cárdenas de una vez por todas, porque sabían con certeza que por ser un día radiante para ellos e infeliz para los Valdeblánquez, Toño Cárdenas se abrigaría en su casa como precaución y por los consabidos ataques de los onomásticos de sus difuntos. De ahí que pensaron perpetrar una moñona como en los bolos y una de la forma más viable que idearon en el entonces fue esconder el artefacto destructor en el baúl de un auto que los dos amigos traidores de los Cárdenas habían convenido venderle a Toño ese día y por lo cual le llevaban el vehículo para que lo viera. Y así sucedió, pero no contaron con el imprevisto de que la bomba detonó antes de tiempo. Es decir, no acababan de conducir el carro con la bomba a la calle donde vivieron siempre los Cárdenas, cuando hizo explosión unos metros antes de la puerta de la casa de la familia en objetivo.
Los dos ocupantes del vehículo murieron al instante y de manera horrenda. Sus partes corporales quedaron esparcidas en un radio de acción de por lo menos doscientos metros a la redonda y una parte de ellos cayó sobre el techo de una vivienda vecina, otra resultó colgada en un cable del alumbrado público y muchos pedazos más se esparcieron sobre los restantes techos de las otras residencias y a lo largo y ancho de la calle donde se produjo el atronador estallido e incluso cayeron algunos trozos en un cementerio al frente. Ese desagradable día, un niño de cinco años de edad, quien tampoco tenía que ver en nada con la vendetta entre las dos familias, murió reventado por la onda expansiva. Su único motivo para merecer tal suerte horrorosa, fue convivir con sus padres muy cerca de la familia Cárdenas. El automotor resultó vuelto añicos y algunas de sus partes, como la puerta del baúl donde habían colocado la bomba, voló hacia el tejado de una vivienda ubicada en otro sector residencial cercano , a una distancia aproximada de un kilómetro. Hasta esa fecha había sido el atentado más ruidoso y estrepitoso, empleado durante la vendetta exterminadora y en contra de los Cárdenas.
Pero no sería el más mortal para ellos, ya que sólo murieron ese día tres personas y ninguna de las cuales pertenecía a la familia contra quien habían guiado el atentado. Sin embargo, el insensato hecho encuadró al fáctico conflicto armado entre los más sanguinarios de los que, hasta entonces, se había registrado en los últimos años en Santa Marta y Colombia. La pelea a muerte y por el honor ya no sólo se trataba de una riña entre dos familias pueblerinas y bárbaras con sed insaciable de venganza, sino de un fenómeno social de violencia que empezaba a afectar a toda una región y en donde se vislumbraba el manejo inapropiado de un problema por parte de las autoridades legales.
La última incursión en que propiciaron el estallido del carro bomba, llamó no sólo la atención del gobierno local, el cual en el entonces era presidido por una mujer, sino también del gobierno nacional, que de inmediato ordenó a un célebre General de La República, para que mediara en el adelantado pleito pernicioso. Había llegado la hora de imponer la ley o de someter al imperio de la constitución nacional a los transgresores del orden y la paz. Por eso, la soberana de la ciudad, una mujer de racamandaca, valiente y con los pantalones bien puestos, tuvo el atrevimiento de expedir un decreto y en el cual se desterraba a los perturbadores de la sana tranquilidad. La ponderable decisión cayó como baldada de agua fría para ambas familias opuestas, porque no sólo los perjudicaba en la autonomía de poder vivir en cualquier sitio del país, sino que les lesionaba sus derechos constitucionales como ciudadanos colombianos que eran, de moverse de manera libre por su nación. Por ello el mandato se hundió en el primer anuncio de contra demanda presentada por un abogado de los Cárdenas. Los Valdeblánquez, en cambio, acataron la ordenanza de la alcaldesa antes de que se cayera, por lo que decidieron abandonar la ciudad e irse hacia otra muy próxima, a Barranquilla. El General de La República, designado para la complicada gestión de conciliación entre las dos familias enfrentadas, tampoco pudo evitar que se continuara con la encendida vendetta. La ruptura de una supuesta y utópica alianza se afianzó luego de que las dos estirpes protagonizaran otro resonante encuentro en uno de los concurridos sectores comerciales de la ciudad.
Toño, como pocas veces lo hizo, salió una tarde de compras por la principal avenida de Santa Marta, situada a escasos trescientos metros de la casa de ellos. Fue en su vehículo, la camioneta "Rangers" de color blanca y acompañado de dos de sus guardaespaldas. En el momento en que era atendido por un joven vendedor de un reconocido almacén de ropa, recibió un ataque por parte de los Valdeblánquez, quienes escudados en un automóvil campero de arranque ligero, pasaron por el frente del establecimiento, echando bala a la lata. La rápida metralla ni siquiera les dio oportunidad a los escoltas de desenfundar sus armas automáticas. Toño, a lo que sintió los tiros, se arrojó al suelo y por eso fue que no resultó herido. No obstante, la bala que tal vez se dirigía a su cráneo, la recibió el joven empleado que había empezado a atenderlo. Aquella rápida arremetida volvía a dejar una nueva víctima inocente dentro de la guerra mortífera. Uno de los custodios también terminó con una lesión grave y se mantuvo con vida por una semana, pero después expiró. En la medida en que pasaron los meses y los años, las hostilidades de parte y parte sobrevinieron cuando ninguno se lo esperaba. Toño no sólo sería objeto de otros atentados en los que salió ileso, también sus otros hermanos menores, algunos de los cuales no tuvieron la respetable suerte de resultar intactos por completo.
Por ejemplo, Ulises Cárdenas, quien era el cuarto de los Cárdenas, tendría en el entonces unos 33 años de edad, se alejó mucho una mañana de la casa de la familia y solo, sin compañía que lo salvaguardara, para visitar a una amiga con quien conservaba un furtivo amorío. Como la residencia donde vivía la íntima se hallaba apenas a cuatro cuadras de donde ellos habitaron siempre, no vio motivo para trasladarse hasta allí en un vehículo, sino que lo hizo a pie. Sin embargo, cuando caminaba por la mitad del rutinario recorrido, fue descubierto por un Valdeblánquez y quien por esos segundos se movilizaba como copiloto en un jeep. Ulises alcanzó a darse cuenta de que había sido detectado y por eso logró extraer de entre la pretina de su pantalón un revólver Magnum calibre nueve milímetros que siempre portaba y nunca renunciaba a él ni siquiera para ir al baño. Pero no pudo dispararlo, porque antes de intentarlo recibió un balazo en uno de sus hombros y el impacto lo lanzó al pavimento, en donde gracias a sus entrenamientos de cuando estuvo en el Ejército, dio varias volteretas con el objeto de evadir a los restantes proyectiles que le dispararon en repetidas ocasiones esa vez. Ese día se escapó de morir, pero le quedó de experiencia una bala dentro de su cuerpo y la cual no se la pudieron sacar, los cirujanos, porque se trataba de una ojiva muy liviana, que cada vez que los galenos la localizaron para extirparla, se movió hacia otro sitio dentro de su organismo craso. De ahí que, cuando llovía o las noches eran frías en la ciudad, Ulises padecía de unos agudos y fuertes dolores que parecían arrancarle la médula de sus huesos, debido a que se la tuvieron que dejar allí dentro por el resto de sus días. Melva, la hermana sordomuda de los Cárdenas, cuando se quería referir a él, lo hacía señalando el sitio por donde le había penetrado la bala y el itinerario que hacía la ojiva por entre su hipotético cablerío de venas. Su vida no sólo se sintió amenazada por sus encolerizados enemigos, sino también por la minúscula munición de plomo, ya que según le dijeron los médicos, en cualquier momento le llegaba a su corazón y ahí si, la válvula de la pasión dejaba de bombearle.
Más adelante prosiguieron otros atentados, aunque menos calamitosos como el de Ulises y los cuales dejaron secuelas enormes tanto para los protagonistas como para los obligados espectadores de la real refriega que enlutó a más de medio centenar de familias que no tenían nada que ver con el enjuto dilema. Un caso rememorado fue el que le ocurrió a Vladimir Gómez, el hermano mayor de Leonel, quien hasta esa fecha había permanecido intocable por los Valdeblánquez. Vladimir fue un amante de la música vallenata, compositor, cantante frustrado y acordeonero aficionado. Era un vehemente adepto de la melodía de un nuevo cantautor que irrumpía por aquellos tiempos con canciones dedicadas al amor, rompiendo la rutina de las buenas composiciones del pasado, que contaban historias fantásticas y legendarias e imperecederas. Y debido a ese fanatismo, un martes de carnaval en que el nóvel cantante hacía su presentación en uno de los salones populares de bailes, instalados por esos días de festividades en un sector del Este de la ciudad, conocido con el nombre de 'Bajo el palo de mango', se expuso a ir solo y tan solo con dos amigas muy llamativas y pelirrubias, que parecían traídas de Playboy. Las dos portentosas y sensuales mujeres lucían unos vestidos brillantes, con lentejuelas de colores verde y fucsia, que le quedaban ajustados a sus sexys cuerpos y voluminosos bustos no plastificados, ya que por aquella época no existía aún en el país la cirugía estética ni los implantes de senos. Su ingreso al lleno salón de baile, como era de esperarse, atrajo la atención de la vasta concurrencia, inclusive, hasta del animador del espectáculo que se hallaba sobre la tarima, presentando a los participantes de la estelar gala de artistas que para esa noche se anunciaba con carteles y pasacalles, colocados días antes a lo ancho y largo de la ciudad. Pero lo que menos se esperaba Vladimir Gómez fue que el citado locutor ayudara a que lo reconocieran con pelos y señales, al divulgar que él, con nombre propio, acababa de entrar al magno evento parrandero con dos bellas hembras disfrazadas de conejitas carnavaleras. Por unos segundos la aglomeración permaneció en un silencio de suspenso, pues en el macro lugar se encontraban, también, varios integrantes de los Valdeblánquez, quienes se escamotearon enseguida a lo que oyeron la inoportuna presencia. El temor contagió a los presentes y los cautelosos comenzaron a abandonar el sitio de diversión antes de que fuera demasiado tarde. El nerviosismo se apoderó hasta de los que se hallaban en avanzado estado de embriaguez, por lo que a varios de ellos se les pasó la borrachera en un parpadeo, ya que la sobriedad les volvió como por arte de magia. La disentería fue tan grande, que hubo gente orinada en sus propios pantalones y la mortandad que se imaginaron ocurriría esa noche en la popular caseta de bailoteo hubiera sido la más nutrida de las registradas en toda la historia de aquella vendetta en Santa Marta, si Dios no interviene a tiempo.
Los Valdeblánquez se proveyeron de sus pequeñas máquinas de la muerte y algunos sacaron a relucir hasta unas ametralladoras recortadas y apuntaron hacia la cabeza de los cabellos ensortijados de Vladimir Gómez, por encima de otros cueros cabelludos que, pese a todo lo que se veía venir, no se movían para nada, como si estuvieran resignados a su suerte. Fueron momentos delirantes, en los que hubo también numerosos preavisos de infarto, diversos desmayos femeninos y unos que otros pisotones a personas que se tropezaron y cayeron al piso en su desespero por salir primero en medio de un gentío que superaba diez veces la capacidad del espacio entre las dos únicas puertas de entrada y salida de la reconocida caseta de bailes. Vladimir Gómez de igual manera extrajo de su cinto una 45 niquelada, obsequio de su hermano Leonel por hacerlo mencionar en una de las composiciones musicales vallenatas, al mismo tiempo que se abría paso por entre las dos falsas conejitas de playboy, las cuales por poco se desmayan del susto al percibirse en medio de lo que se presumía era un inminente intercambio de balas. Y cuando el desigual encuentro estaba a unas milésimas de segundos de registrarse, apareció la mano divina.
Las certeras armas que en esos instantes se disponían a accionar se atascaron, tanto para los dos Valdeblánquez que estaban allí, como para Vladimir y quien aprovechó ese fortuito inconveniente y emprendió una desenfrenada retirada que lo llevó hasta los retretes del cenáculo currambero. Allí, y en medio de la porquería que era producida por los olores de los orines de los borrachos, drogadictos y sobrios, volvió a recibir una mano del Todopoderoso, cuando se fue el fluido eléctrico en todo el circuito perteneciente a esa parte de la ciudad. El apagón, que demoró tres horas, se debió a un corto circuito originado en una de las subestaciones de la urbe y causado, al parecer, por una entrometida rata que hurgaba en una de las acometidas primarias de la planta principal del sistema eléctrico de la ciudad. Sin claridad, fue imposible que los Valdeblánquez persiguieran a Vladimir hasta los sanitarios, de donde ni él mismo supo cómo fue que salió después. Apenas se restableció el servicio energético, se tuvo conciencias entonces de la magnitud de la tragedia que se pudo presentar esa vez si se hubiera escenificado el intercambio de balas, porque sin dispararse un solo tiro, resultaron personas con los brazos partidos, tobillos dislocados, raspaduras en las caras, piernas y cabezas rotas e incontables sillas destruidas. De los daños materiales ni se diga, estuvieron por el orden de los cinco millones de pesos de ese entonces. Vladimir, esa demencial noche en que renació, por fortuna sólo pisó una caca que alguien irreverente se había echado en aquel retrete común y sobre la cual se tuvo que abrir paso después a tientas, para lograr resurgir de la pavorosa encrucijada. Llegó a la mansión donde vivía su hermano Leonel Gómez, todavía con el olor impregnado.
Iba siendo la media noche y Leonel dormitaba en su habitación doble, junto a una joven caleña de un aire fresco. Se había conocido con ella 10 horas antes en una funeraria cercana y ya le había encargado un bebé con la cigüeña. Los tres perros doberman que cuidaban en el jardín delantero de su casa de dos plantas lo despertaron ipso facto y enseguida brincó y agarró la Winchester que guardaba en el guardarropa de su lujosa alcoba íntima. "¡Quién anda por ahí!", gritó desde la ventana de un balcón sobresaliente de su recámara. "¡Yo hermano: Vladi!", contestó Vladimir, pronunciando el motete con el cual lo llamaban sus amigos y los restantes hermanos. "¡Ponte hacia la luz!", le sugirió Leonel, refiriéndose a que se estacionara debajo de una lámpara de neón situada en lo alto de un lánguido poste negro de asbesto y el cual se erigía en el centro del amplio jardín que siempre estaba en perfecto estado y adornado con una variedad de matas ornamentales de distintas especies florales y curativas y una matera gigante en donde se levantaba una palmera tipo bambú. A lo que lo distinguió, le dijo que lo esperara un segundo, mientras bajaba a abrir la puerta y aseguraba a los perros y así fue: descendió por la escalera ojival de escaños y baranda de mármol que había en su mansión y la cual lo comunicó enseguida con una sala pequeña de estar frente a la puerta del acceso principal. Apenas abrió, inhaló la pestilencia que acarreaba Vladimir absorbida en su cuerpo.
--- ¡Carajo Vladi, te cagaste acaso! ---, exclamó extrañado Leonel, quien en esos instantes vestía un calzoncillo blanco con botones, los ancestros de los bóxer. De la misma manera enseñaba en su pecho unos exiguos vellos y un abdomen falto de ejercicio, efecto tal vez de la comodidad y la displicencia con que marchaba su vida en los últimos años de aquel presente. De igual forma se había dejado crecer un bozo lánguido e irrisorio para la época, al estilo de El Zorro.
--- Nada hermano --- dijo Vladimir --- es que pisé un excremento humano cuando huía de los enemigos --explicó y luego le contó lo que le acababa de pasar en la arruinada función musical de esa noche en el 'Bajo el palo de mango'.
Desde ese día, Leonel Gómez prometió eliminar a los Valdeblánquez de la faz de la Tierra y a utilizar el dineral apiñado en los últimos cinco años y durante los cuales se había constituido en uno de los personajes con más plata mal habida en la ciudad. Se habían metido con uno de sus hermanos más amado y no porque a los Cárdenas no los quería, porque también los apreciaba, sino porque sentía el peso de una responsabilidad que, según opinaba, se le había dado por el destino aquella mañana calurosa en que se escapó de la muerte segura, cuando mataron a su primo Roberto. Desde ese entonces y pese a que su vida cambió rotundamente, había sido un poco mezquino en meterse de lleno en la refriega enquistada, por dedicarse sólo a sus negocios ilícitos. Poseía una fortuna tan abultada, que podía ser muy decisiva si la empleaba en el conflicto desalmado.
Esa noche lívida en que se le presentó Vladimir a su reducto, oliendo a mierda ajena, le había hecho el amor a la linda adolescente que estaba con él, en dos ocasiones. Así se lo dio a conocer a su hermano en los instantes subsiguientes a la confesión sobre el rato amargo que recién había experimentado Vladimir con los ariscos enemigos, en un aspaviento de machismo y de demostración de que él era todo un conquistador juicioso, a pesar de que todavía no había cumplido los 30 años de edad. Apenas contaba con 26 y ya era el propietario de toda una riqueza que sólo él podía saber su dimensión total. A esa edad, poseía cuatro fincas de frutas, tres haciendas donde criaba ganado, cinco casas, siete carros, uno de los cuales lo había importado de forma directa desde los Estados Unidos y una cantidad indeterminada de otras inversiones desconocidas por el público expectante. Su poder monetario, incluso, había trascendido a la política local y muchos dirigentes ancestrales lo buscaban con la intención de usar su dinero en la financiación de las campañas durante las elecciones parlamentarias y presidenciales, las únicas que recurrían al pueblo en el entonces. La mañana siguiente, él despertó más tarde que la joven acompañante, quien se había levantado de la cama media hora antes y se había ido sin ni siquiera ducharse y ante las miradas desconcertadas de los guardaespaldas que Leonel ostentaba desde que despuntaba el sol.
Dos mestizos, un indio y un cachaco, eran sus escoltas. Vladimir también se reincorporó del lecho que le había suministrado su hermano en un cuarto contiguo y apareció por un corredor de intercomunicación, por donde caminó aún somnoliento. En el preciso momento en que pasaba por el frente de la alcoba de Leonel, sonó el timbre de la puerta principal y el agudo sonido lo asustó, por lo que profirió una vulgar palabra. Los nervios por el suceso de la noche anterior los tenía todavía alterado. Al otro lado de la puerta estaba William Salcedo, uno de los esbirros y el autorizado líder de la seguridad de Leonel. Era dos años mayor que su patrón y originario del interior del país. Llevaba trabajando con Leonel un año, tiempo durante el cual se había ganado su entera confianza. En realidad, el 'Cachaco' William, como solían llamarlo, era un boyacense de confiar y quien había demostrado una lealtad inmedible con la causa de las dos familias unidas.
Vladimir abrió la puerta y enseguida entró un aire caliente, como si acabaran de destapar un horno, después lo secundó una fragancia que procedía del cuerpo blanco del 'Cachaco' William, quien solía echarse una agua colonia que usaban los mafiosos de ese tiempo y la cual introducían al país de contrabando por Venezuela. A pesar de que eran las 8:00 de la mañana, la temperatura en Santa Marta alcanzaba ya los 30 grados centígrados. --- Buen día señor Vladimir --- saludó William.
--- Buen día 'Cachaco' --- contestó Vladimir Gómez.
--- Recuérdele al señor Leonel que a las 10:00 es el funeral de la mamá de su amiga Mercedes.
--- ¿Se murió la mamá de Mercedes? --- preguntó indignado Vladimir.
No sabía de ese lamentable deceso, porque a veces ni se contactaba con su hermano Leonel durante una semana. En ocasiones ni siquiera durante el mes, porque Leonel permanecía muy ocupado, atendiendo invitaciones de políticos, comerciantes, amigos del folclor y con unas que otras amantes de las que se le insinuaban en abundancia. A duras penas, cuando necesitaba comunicarse con él, lo podía hacer a altas horas de la noche o antes de que saliera de su residencia o también los fines de semanas, pero en las tempranas horas de la mañana, porque después de que se iba de su mansión no regresaba sino tarde por la noche. Sus compromisos eran comparables con los de cualquier ejecutivo empresarial en cuanto a la cantidad, pero con propósitos muy distintos. Mercedes, en ese tiempo, era una comadre bastante apreciada por Leonel y a la cual le había bautizado un hijo de un año de edad en un gesto de correspondencia por los servicios de sortilegio que le prestaba desde cuando sobrevivió a la muerte de Roberto. Se concibió como un bendecido por el destino y por eso se obstinó en adelantarse a lo que podía sucederle en el futuro, a través de adivinaciones, porque no quería volver a dejarse sorprender por una eventualidad similar.
Una vez al mes, los martes, acudía adonde Mercedes, quien con unos baños balsámicos y un tabaco encendido, le fraguaba la buena prosperidad y le adivinaba la suerte. La última vez que había ido, hacía dos días, Mercedes no lo pudo atender, debido a que su madre anciana había decaído en un perenne malestar de perineumonía, causada por el cigarrillo. De manera que no le pudo adivinar en esa ocasión el sino del mes, como tampoco lo pudo proteger con el baño aromatizado que siempre le hacía.
Leonel Gómez, a lo que se había enterado del triste fallecimiento de la madre de su pitoniza de cabecera, aplazó las reuniones con sus amigos y amigas y se trasladó de inmediato a la funeraria donde la estaban velando, con media docena de coronas de diferentes arreglos florales. Su arribo a la velación, como era obvio, produjo éxtasis y a la vez temor. Amarilis, una adolescente muy agraciada, hija de la señora Aurora y quien era la amiga inseparable de Mercedes, a lo que vio a Leonel, comenzó a temblar de la emoción y en su estómago sintió como si le dieran vueltas las mariposas. Leonel se dio cuenta de la atracción que producía en aquella niña de tan solo 17 años durante el lapso en que se le arrimó a Mercedes para darle el pésame, pues ella se encontraba al lado de su madre Aurora, quien a su vez acompañaba en su pesar a su uña y mugre Mercedes. Tres horas más tarde, cuando se disponía a dejar el establecimiento mortuorio, ya eran las 9:00 de la noche, la señora Aurora le pidió el favor a Leonel, para que le transportara a su hija hasta la casa, porque ella se iba a quedar hasta el día siguiente en la funeraria, acompañando a su comadre Mercedes. A papaya puesta, tajada partida y por eso Leonel, sin ninguna objeción, aceptó complacido. "Ni más faltaba", le dijo y después confirmó: "Con mucho gusto señora".
En el camino y cuando se movilizaban en su fastuoso auto extranjero de un color rosado y de una marca extranjera, Leonel convenció a la encantadora chiquilla de que, en lugar de llevarla a su casa, la invitaba hasta la de él, que era espaciosa y hermosa, y ella, emocionada, consintió de inmediato, pero ofreció una trivial oposición: que su madre no se enterara después. "Yo no le voy a decir nada", le dijo él en un completo estado de seducción. "Yo tampoco", tuvo la honestidad de confesar la dulce y atractiva doncella. Ambos ingresaron después a la vistosa casa, mientras que los guardaespaldas esperaron afuera y en sus sendos vehículos, para recibir una señal de alguna contra orden por parte del patrón, quien luego de diez minutos se asomó por el balcón de su recámara y les ordenó que se podían retirar hasta el día siguiente, a la misma hora de siempre. Tres horas más tarde y luego de un hilarante y férvido rato con la fogosa adolescente, cuando ya habían caído rendidos, se presentó Vladimir, quien venía de salir ileso del suceso ocurrido en el sitio de bailoteo.
--- ¿Dónde es el sepelio? --- averiguó Vladimir, debajo del dintel del acceso principal de la mansión de su hermano Leonel, hasta donde se había trasladado momentos antes de oir el timbre en la puerta.
--- En el San Miguel --- confirmó 'El Cachaco' William.
El San Miguel era el único cementerio digno que existía por aquella época. Allí enterraban tanto a los muertos de familias pobres como a los difuntos de familias prominentes. No funcionaba aún el jardín de paz, como los llamaron después a los camposantos, cuyas características especiales redimían los mausoleos y toda clase de construcciones sobre la tierra, lo cual no era ninguna novedad, porque en las comunes necrópolis también sepultaban bajo tierra. La verdadera atracción de esos modernos huertos del señor residía en la grama verde que exhibía a lo ancho y largo de su paisaje. Un prado estimulante en honor al verdadero reposo y fraternidad que debían disfrutar los difuntos.
--- Correcto 'Cachaco', ya se lo recuerdo a mi hermano --- le dijo Vladimir a William, el cual después dio media vuelta y regresó a los dos vehículos de la escolta personal de Leonel Gómez, en donde esperaban los dos mestizos, uno de los cuales sostenía en sus manos una escopeta de recarga manual, mientras que el resto, incluyéndose a un indígena, portaban armas cortas de calibres también mayores.
Faltando 15 minutos para las diez de la mañana, Leonel partió esa mañana de su palacio con la comitiva protectora. No lo hizo esa vez en su vehículo particular, el extravagante auto extranjero que le había costado en ese entonces unos 90 millones de pesos, por el respeto al luto, ya que su color rosáceo discrepaba con la ocasión, sino que lo hizo en uno de los carros escoltas y con él al frente del timón. No permitía que nadie manejara cuando estuviera abordo de uno de sus autos. En el automotor que conducía iban tres de sus guardaespaldas y los dos restantes, entre ellos el ‘Cachaco' William, venían detrás en el otro vehículo. Su hermano Vladimir no lo acompañó ese día, porque en esos momentos no poseía allí una ropa adecuada, pues la que tenía no compaginaba con la ocasión lúgubre a la que se aprestaban a asistir.
Cuando llegaron a la casa funeraria, el sepelio ya se perfilaba a partir. Por fortuna no arrastraba mucha gente, unas cuarenta personas y ningún otro vehículo, salvo el de la funeraria y los dos de Leonel Gómez. El cortejo mortuorio se hizo a pie y tan solo el ataúd con la anciana fallecida y Leonel con sus salvaguardias, quienes se transportaban en los respectivos carros. En una intersección próxima al cementerio, situada a cuatro cuadras y por una avenida recién inaugurada durante los festejos de los 450 años de la ciudad, media horas más tarde, la procesión luctuosa se detuvo, para que bajaran el féretro de la carroza y lo pusieran después sobre los hombros de un séquito de allegados de la interfecta, como era la costumbre. Desde ahí en adelante, la difunta sería cargada en hombros hasta su última morada.
Sin embargo, la sana práctica fue interrumpida de manera violenta. Dos hombres desconocidos que habían aprovechado la detención momentánea de la caravana fúnebre, se acercaron al vehículo donde iba Leonel con sus hombres y les arrojaron dos granadas de fragmentación dentro del automotor, a través de una portezuela en el techo del automóvil. Sólo se sintió una estruendosa explosión. Luego vinieron unas incontables detonaciones secas, como si fueran tablazos. El ‘Cachaco' William y el indígena acompañante en el segundo coche, en vez de aminorarse a lo que sintieron el enérgico estallido, se atrincheraron y desde el mismo vehículo iniciaron una campal réplica en contra de los dos anónimos y arriesgados intrusos, los cuales se camuflaron en medio de las otras almas presentes que corrían despavoridas por salvar sus vidas. El irreflexivo asalto, nunca antes presentado, pero sí intuido en las diversas circunstancias en que desfilaron las ceremonias luctuosas por las calles de la ciudad, mientras predominaba la vendetta, dejó un reguero de víctimas imperdonable. Leonel y compañía agonizaron en el interior del automóvil, como consecuencia de las esquirlas absorbidas por sus cuerpos. Uno de los sicarios al final cayó abatido por una de las balas disparadas por el ‘Cachaco' William y el indio, mientras el otro resultó herido, pero alcanzó a huir tras abordar un vehículo que esperaba por él en un recodo de la cuadra contigua. Otra mártir fue una mujer que con un vestido negro también participaba en el acompañamiento funesto. Y lo más álgido que hubo en la inusitada balacera fue que, un taxista estacionado en su carro al lado de la avenida, resultó también muerto con un tiro en la cabeza. Otras cinco personas con lesiones de bala quedaron tiradas sobre el pavimento de la carrera circunvalar. Y por último, el recipiente orfebre con el cuerpo inerte de la anciana fallecida, fue abandonado en toda la mitad de la importante vía. La singular insania fue lo último que rebozó a la trincada vendetta. Nada ni nadie se sentía seguro en ninguna parte ni por ningún rincón de la urbe. Cualquiera podía ser la próxima víctima, sin necesidad de pertenecer a las dos familias contrincantes.
Pero contrario a las de Roberto, las exequias de Leonel y las de los que vinieron después, no contaron con las similares asistencias que se esperaba acudieran, a pesar de que no sólo fueron escudados por los policías, sino también por soldados del Ejército. Pero antes de que sepultaran a Leonel, sus hermanos decidieron visitar la morgue, adonde había sido llevado el cadáver de uno de los asesinos y al cual las autoridades no habían identificado aún. La ira y la indefensión que los envainaba por esos instantes, los obligó a tomar una decisión insensata: incinerar aquel cuerpo. Era una locura desquiciada sin parangón alguno en el país que hacía ver a los protagonistas de aquella refriega como unos retrasados mentales y a los copartícipes espectadores, quienes éramos todos en la ciudad, como a los insensibles romanos que concurrían en masas a observar con apetencia la mortandad de cristianos en la arena del coliseo, durante aquella remota era después de Cristo. Pero no era como se apreciaba, porque una cosa era ver los toros desde la barrera y otra cosa era saber lidiarlos en carne propia.
Toño recibió la noticia de la muerte de Leonel en el justo momento en que se duchaba bajo la regadera del baño de su casa. Su hijo espurio, por decirlo así, porque tampoco había contraído matrimonio con ninguna de sus amantes, fue quien le entregó la primicia negativa. Era siempre el último de la familia en enterarse de los hechos nefastos, porque a toda hora permanecía encerrado en su habitación, viendo películas y cuanta porquería pasaban por la llamada pantalla chica. Le entró un inconformismo y una duda a la vez. El inconformismo por el tormento de culpa que soportaba desde el inicio de la indeseable vendetta y la inseguridad, porque no sabía cómo encarar después a los padres de Leonel, quienes desde un principio se opusieron, con toda la razón, a que sus hijos se unieran a la guerra fratricida que libraban contra la otra familia y con quien a la postre compartían algún lazo de sangre. Sí, porque los Gómez eran primos de los Valdeblánquez, pero en segundo grado de consanguinidad, mientras que con los Cárdenas eran primeros en afinidad. Pero se habían adherido a los Cárdenas por el afecto y la ascendencia directa que los unía de modo recíproco. Cuando Loenel vino por primera vez a Santa Marta, a Toño fue a quien le tocó hablar con sus padres, luego de que llamaran preocupados cuando mataron a Roberto. Ese día les dijo, para calmarlos: “No se preocupen viejos, que el pelao está muy bien y no le pasó nada y no le sucederá nada malo, mientras esté con nosotros". ¿Con qué cara les iba a salir ahora que estaba muerto?
Luego de emerger del baño, Toño se encerró de nuevo en su cuarto y a los pocos minutos brotó del mismo, vestido de un modo informal, con una camisa de rayas blancas y grises y por fuera, y con un pantalón negro muy fino, el mismo que le alcanzó a despachar el joven vendedor del almacén de ropa antes de que le quitaran la vida sin derecho a saber por qué. En sus pies se calzó unas guaireñas negras que le trajeron un día sus entrañables amigos indígenas por su cumpleaños. Después se dirigió al patio, en donde estaban sentados sobre unas bancas de tablas sus dos escoltas personales, cada uno con una mini Ingram colgada de una correa de tela resistente alrededor de sus cuellos. "¡Vamos!", les ordenó y de inmediato los dos hombres, de unos 28 a 32 años de edad, respectivamente, abordaron por la parte de atrás la camioneta "Rangers", mientras que Toño se subía al volante. Chicuiriri, el supuesto hijo ilegítimo, quien se percibía así por haber sido engendrado con una integrante de la tribu del grupo aborigen que aún sobrevivía en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, se encargó de abrir el portón del garaje, para que saliera su padre en bola de fuego. Chicuiriri tenía en ese tiempo diez años y poco conocía de su milenaria progenie. Aunque su estampa era la de un indio, no se sabía una sola palabra de su lengua materna o de sus históricos ancestros. Toño se lo había llevado al seno de su hogar ante el fallecimiento de su madre, quien no sobrevivió al parto. De modo que, convivía con él desde que era un bebé y no se parecía en nada a su padre.
En menos de lo que cantaba un gallo, aunque ya ni los gallos querían cantar, Toño llegó a la sede apartada del depósito de cadáveres del único hospital que tenía la ciudad por esa década. El lugar estaba atiborrado de policías y de un centenar de curiosos que no aprendían todavía de los escarmientos. Querían ver, como siempre, la última expresión en el rostro del muerto. Toño, con la calma que solía caracterizarlo, se abrió paso por entre la aglomeración de chismosos y los propios uniformados, los cuales se quedaron impávidos, con las bocas abiertas, observando su rostro inalterable. Contadas eran las personas que lo habían visto llorar por no decir ninguna. Su hijo era una de ellas, pero a su edad no debió comprender el motivo por el cual lo hizo su padre, cuando lo sorprendió gimoteando como un niño, frente a un pequeño altar que la señora Digna, su abuela paterna, mantenía en un rincón de la casa patrimonial y ante el cual, salvo ella y sus hijos y nietos, más nadie frecuentaba por evitar remover los sinsabores del pasado reciente. El sagrario ocasionaba un efecto similar, pero al revés, de cuando se mira un álbum fotográfico con los registros de los momentos más agradables de la vida, por cuanto allí se exhibían las fotos con las caras de los difuntos, alumbradas con velones que nunca se apagaban en torno a un Sagrado Corazón de Jesús. Era la manera ritual de la señora Digna de venerar a sus hijos y parientes inmolados en la desquiciada vendetta. Toño, esa vez que lo encontró su hijo, lloraba en el penitenciario espacio con un profundo dolor en el alma, causado por la pesada carga de la cruz que soportaba desde cuando le quitó la vida a uno de los Valdeblánquez, algo de difícil comprensión por parte de su vástago, quien lo expió por un largo rato desde la puerta entreabierta de aquel recinto sagrado.
El 'Cachaco' William, apenas descubrió a Toño abriéndose paso por entre la muchedumbre, se anticipó a interceptarlo con el fin de contarle los detalles de la muerte de su primo Leonel. Toño lo esperó a que se aproximara y pronto los dos se involucraron en una secreta conversación que, en más que quiso alguien dentro de la multitud de curiosos leer sus labios, no pudieron hacerlo. Luego, Toño llamó al oficial de la policía a cargo allí y le pidió el favor de que dejaran en la morgue de aquel hospital, a un par de agentes con el fin de que cuidaran el cuerpo de Leonel, por temor a que hicieran lo mismo que perpetraron ellos con uno de los sicarios en el anfiteatro del cementerio de la ciudad, también conocido como el San Miguel. El oficial guardaba una encubierta relación con Toño, a quien obedecía sin ningún rescato. No obstante, pronto expondría sus afiladas espuelas y le daría a conocer a todo el mundo de la capacidad de deterioro que los traficantes de antes tenían también, para corroer a una institución tan honesta como era la Policía Nacional de ese entonces. A Toño y demás hermanos y primos y amigos que también se volcaron a la morgue del hospital local, ese inolvidable día de la muerte de Leonel, uno de los más significativos del contubernio familiar de los Cárdenas y Gómez, no les quedó otra alternativa que dedicarse a darle cristiana sepultura con los consabidos honores que conllevaba una exhibición de autos últimos modelos de ese tiempo. Y aunque durante el entierro fueron pocas las personas que se arriesgaron esa vez a contemplar la marcha fúnebre desde los andenes de las calles y por donde al final transitó, muchos no lo hicieron por no exponerse a que le perforaran el pellejo, pese a que la curiosidad los mataba.
La balacera durante el sepelio de la longeva había sido una novedad sensacional, para los periódicos y tabloides amarillistas. Inclusive, a una nota que destilaba sangre, le incluyeron otra bastante jocosa, referente a lo que había sucedido con el ataúd, en donde llevaban a la desdichada octogenaria fallecida. "Y todo el mundo se olvidó del cajón", subtitularon en uno de los medios impresos. ¿Y quién no lo haría, en una situación semejante?
La muerte de Leonel Gómez dejó un vacío enorme entre sus hermanos, pues él se había constituido en el árbol que los cubría con su frondosa sombra y en su querubín taimado que los había sacado de la pegajosa pobreza. La joven doncella que estuvo por última y primera vez con él, lloró todo el día y la noche, encerrada en su habitación. Su madre Aurora no encontró explicación alguna a su extraño comportamiento y sólo supo la verdad a los tres meses, cuando notó el abultamiento abdominal de su hija preciosa. "Por qué no me lo dijiste desde un principio", le reclamó enojada y ella le replicó: "Porque no lo supe sino hasta ayer que no me volvió a llegar la regla por tercera ocasión", dijo la muy ingenua.
A Aurora le había dado rabia el hecho de que su hija quedó embarazada de uno de los poderosos mafiosos de Santa Marta por esa época y no lo supo, sino a los tres meses, por la infantil mente de su atractiva hija. Una oportunidad que sólo se presentaba una vez en la vida y se desperdició por la inocentada de su cándida heredera. Pero ya no importaba, a fin de cuentas, Leonel yacía en el panteón de los Gómez en el cementerio San Miguel y lo que se necesitaba en adelante era velar por la salud y el futuro de su pequeño heredero, que después de todo, era el único que dejaba en la estela de mujeres que habían pasado por él en su corta vida pródiga. Cuando nació el retoño fue como si lo hubieran negado, porque era idéntico a Leonel. Aurora lo vistió con unas prendas que ella misma tejió en el lapso de los nueve meses y el mismo día que le dieron de alta en el centro asistencial donde atendieron a su hija, se lo llevó a sus abuelos paternos, quienes enseguida le hallaron el parecido con Leonel y le notaron los mismos ojos color café claro y los mismos labios delgados y hasta el color mestizo de su piel. De Amarilis, la tierna madre, sólo sacó el cabello negro y lacio que la enorgullecía y embellecía aún más. Por ser el único hijo de Leonel, sus abuelos le dieron una parte del capital que poseyó: la mansión donde lo concibieron y una determinada suma de dinero para que le durara hasta su juventud. Sin embargo, su abuela Aurora y su madre Amarilis, a los cinco años, vendieron la majestuosa casa y se fueron del país, por miedo a que Leonel junior fuera objeto de la persecución despiadada contra los hijos de los Cárdenas que sus enemigos desataron después de que acabaron con los adultos, como un método de arrancar de raíz el odio entre sus contrarios. Ante atroz asechanza, que terminó por fin en 1989 con el cruel asesinato del niño de apenas 13 años de edad, de nombre Hugo Nelson, en momentos en que esperaba el bus para irse al colegio, los Cárdenas y Gómez debieron primero morir uno por uno, durante circunstancias desiguales, pero siempre por el mismo motivo.
El tercero de los Cárdenas en ser asesinado fue Ulises, al que los médicos le dejaron la bala en el cuerpo. Su muerte se produjo cuando estaba de pie en una de las esquinas calientes del sector residencial donde siempre vivieron y en el que aguardaba que fueran las doce del mediodía, para pasar por donde la íntima que continuó visitando, pese a que la última vez que lo hizo, por poco muere baleado. Ese día del mes de noviembre de 1980, iba a ser la cuadrigésima ocasión en que visitaba a la amante, para apacentar su fervorosa afición heterosexual. Con él se hallaba un amigo de la familia, de nombre Pedro Tafur y quien hacía sus pinitos en la justa insoportable. Ambos fueron tiroteados allí por unos hombres que emergieron de la parte acorazada de un volteo, el cual ingresó de manera rauda por la calle donde vivieron siempre. Las ráfagas de balas que les dispararon, dieron blanco en la mayoría de sus cuerpos. Pedro Tafur cayó sin vida al instante, mientras que Ulises, aunque quedó tendido y con varios orificios por diferentes partes de su organismo craso, siguió con vida y por eso tal vez sus asesinos le arrojaron después una granada de fragmentación que no estalló, lo cual evitó que Ulises muriera en el mismo lugar, sin embargo, falleció nueve horas más tarde en el hospital de la municipalidad.
De un modo atrevido, los Valdeblánquez volvían a entrar al propio pedazo de territorio de la ciudad donde los Cárdenas podían relajarse sin tanta preocupación. Fue un atrevimiento de parte de la familia rival y la cual le causó una pérdida irreparable en sus dominios. A esas alturas, la gente ya estaba fastidiada de correr a ver los muertos y a oír las versiones orales de las plomeras, por lo que empezó a practicar una estrategia bastante benéfica: salir al día siguiente de cada atentado mortífero, para comprar la prensa, en donde aparecían las fotos y los pormenores de cada uno de esos nefastos sucesos. En ese tiempo, un periodista que se encargaba de redactar las noticias judiciales en un periódico local, Arturo Pérez, se volvió conocido por sus crónicas sobre los Cárdenas, con quienes empezó a tener una amistad muy estrecha, tanto, que se inmiscuyó en sus asuntos e incluso, llegó a defenderlos un día en que un osado pistolero intentó matar a uno de ellos, también en sus predios. Disparó en contra del temerario sayón, con su revólver 38 largo, el cual nadie sabía que portaba, pues se suponía que por ser un periodista, debía de llevar un lapicero, en lugar de un arma de fuego. Él sobrevivió de milagro a la vendetta, pero unos años más tarde, luego de que culminara esa amarga experiencia en la ciudad, fue tiroteado por la periferia de la localidad, cuando se movilizaba en su vehículo particular, pero ya no laboraba en el medio impreso en que se hizo popular durante el final de la refriega entre Cárdenas y Valdeblánquez.
Ulises no falleció por los proyectiles recibidos ese día, sino por un paro cardíaco, luego de que lo intervinieran quirúrgicamente, según el diagnóstico de Medicina Legal. Si bien fue cierto que las balas comprometieron sus órganos vitales, como un riñón, un pulmón y parte de su intestino delgado, no fueron tan fulminantes y se pudo recuperar, pero el corazón le falló en el momento en que más lo necesitaba. Alguien dijo que de pronto fue, porque la ojiva en su cuerpo por fin había desembocado en su órgano vital y por eso se produjo su deceso. No obstante, apenas quince personas asistieron a su funeral. En el cementerio, sólo el enterrador no pertenecía al pequeño grupo que acompañó su féretro. Sin embargo, el despliegue policial fue impresionante, de hecho, muchos que lo observaron a la distancia y sobreguros, reprocharon el rebosante operativo, al cual tildaron como un desperdicio y fuera de tiempo. Algunos llegaron, incluso, a censurar la actitud pasiva de los Valdeblánquez, de quienes esperaron que irrumpieran por esos instantes, pues ese día, los únicos que se hallaban allí, eran los que todavía quedaban vivos en las familias Cárdenas y Gómez, así como siete personas más, entre primos y amigos leales. El despliegue policial fue adrede y no como creyeron los ávidos fisgones. Lo que ignoraron, inclusive los Cárdenas y Gómez Ducad, era que el gobierno había resuelto por fin intervenir en el asunto que exhibía a las autoridades policivas y administrativas como unos paquidérmicos en aplicar la potestad y hacer cumplir la ley. Por eso se valieron de la situación lamentable con el desnutrido entierro. Los Cárdenas fueron rodeados por los policías, quienes les exigieron que se entregaran con sus armas, porque había una orden de los mandos medios, para desarmarlos. Toño, como era la cabeza de la familia, pasó al frente y se dirigió al oficial amigo, el cual era el encargado en esos instantes del vasto operativo:
--- ¿Qué sucede mi Teniente, si estamos en paz y tristes a la vez, no ve que acabamos de sepultar a nuestro hermano? --- dijo.
--- No es nada personal Toño, son órdenes directas de arriba --- advirtió el oficial amigo.
--- Pero mi Teniente, si nos quitan las armas, vamos a quedar indefensos ante los enemigos --- insistió Toño.
El oficial miró hacia todas partes y vio los rostros asustados de sus agentes. La mayoría reflejaba su impericia en un escenario como aquel, por lo comprendió que una oposición ofrecida de parte de los Cárdenas en esos tensos momentos, resultaría catastrófica para sus agentes, por lo que se ingenió una intermedia y conveniente alternativa: desobedecer un poco las directrices superiores.
--- Toño -- dijo el oficial -- hagamos lo siguiente, para no permitir que tanto ustedes como nosotros salgamos bastante afectados por esta medida absurda de los mandos medios: entreguen sólo dos armas y dos de ustedes se van con nosotros hasta la jefatura, para protocolizar el operativo. El resto de ustedes podrá irse libre y con su respectivo armamento.
Toño se pasó la mano por la cabeza varias veces, en señal de que no sabía qué hacer, pues su mente debía de estar atareada, pensando en varias cosas al mismo tiempo, como por ejemplo, resarcirse de la muerte de Ulises o en algún cargamento próximo y por último, se debía de sentir preocupado por la salud de su padre Alcibíades, quien por esos días había sido hospitalizado, debido a una complicación en su hígado. Como se demoraba en decidir, Albenis, el menor de ellos y quien ya contaba con 23 años, dijo que él entregaba su pistola y se iba con el oficial. Uno de sus primos, Orlando Cotes, sobrino de la señora Digna Ducad Cotes, también se ofreció a ir con el Capitán y dio su arma. Y cuando por fin Toño se dispuso a decir algo, el 'Cachaco' William, de igual manera, se brindó de además.
--- No -- objetó el oficial -- con dos basta y sobra --aclaró después.
Pero Toño no opinó lo mismo y manifestó que aceptaba el trato siempre y cuando el 'Cachaco' William iba con Albenis y Cotes. Le profesaba, al 'Cachaco' William, una confianza ciega y sin precedente alguno dentro de la convivencia de ambas familias, dado que sus acciones en las actividades difíciles, hasta por esos instantes, eran incondicionales y muy altruistas. Su compañía llenaba de seguridad no sólo a Toño, sino también a todos sus hermanos y demás parientes presentes en esos rígidos minutos.
--- Correcto -- dijo el oficial uniformado -- y recuerde que es por el bien de ustedes y de nosotros --- señaló al final.
En la jefatura de la Policía, el compromiso fue trastocado. Albenis, Cotes y el 'Cachaco' William, no retornaron a la libertad, como se esperaba o como el oficial policivo lo había dejado entrever, por el contrario, fueron detenidos por porte ilegal de armas de fuego y enviados a la cárcel local. A Toño le dio una rabia, cuando le avisaron de aquella contrariedad. Le provocó salir enseguida y buscar al Teniente corrupto y pegarle tres tiros en la frente. Chicuiriri, su hijo indio, como si le hubiera adivinado el pensamieno, le trajo las dos pistolas con cachas de nácar que tenía y se las puso sobre la cama de su cuarto. Toño se soprendió por el inesperado comportamiento de su hijo indígena, pero no le dio mucha importancia. Aquel chico aborigen, con los ojos rasgados y sin gesticular ningún movimiento gracioso, siempre reservado, proyectó siempre una forma de ser extraña. En el sector residencial donde vivió con su padre nadie supo después qué sucedió con él, luego de que terminara la vendetta más larga que ha tenido Santa Marta y Colombia.
Los Valdeblánquez supieron de inmediato por los noticieros de las emisoras locales, sobre las detenciones de los tres miembros de los Cárdenas y enseguida iniciaron un plan para aniquilarlos en el interior de ese reclusorio. Allí, mientras les formalizaban un juicio, durarían por lo menos seis meses en calidad de sindicados, tiempo suficiente para que fraguaran una conspiración que empeoraría la imagen de los guardianes del reclusorio y confirmaría lo que se imaginaba la gente: que no sería ninguna protección para sus vidas. Pero antes de que ese otro hecho horrendo sucediera, los Valdeblánquez mataron al cuarto en la lista de los Cárdenas.
Se trató de Francisco o Pachito, a quien le apasionaba las peleas de gallo. En uno de esos eventos no tolerados por los defensores de los animales, se produjo su homicidio. Y aunque su muerte no aconteció en Santa Marta, sino en una población del Departamento de donde era oriundo, el caso dejó una cierta enseñanza a los Cárdenas y al público en general, el cual siempre estuvo pendiente de lo que acontecía con ellos: que adonde fueran o donde estuvieran, los Cárdenas siempre serían perseguidos por los Valdeblánquez. Por eso, a pesar de tanta molestia que ocasionaban en la ciudad, ellos permanecieron en ella, por encima de cualquiera autoridad.
Primero, y antes de que se registrara la muerte de Pachito, su hermano Albenis, su primo Orlando Cotes y el 'Cachaco' William, beneficiados por un permiso especial que les otorgó un juez, para que salieran del centro reclusorio con el fin de que se divirtieran en carnaval, hicieron hasta para vender durante esa fugaz libertad. Se embriagaron y se empolvaron con harina. Albenis se tiñó el pelo como los albinos y anduvo por las calles de Santa Marta en un vehículo sin carpa y disparándoles a cuantos transeúntes se topó por las diferentes arterias que, para el entonces, eran pocas transitadas, ya que no había mucho tráfico automotor. Cuando promediaba la medianoche, en medio de la borrachera, se acordó de Rafael Alarcón, aquel famoso mafioso que sirvió de mediador en el truncado encuentro de reconciliación y en el que resultó muerto Roberto. Los cables del cerebro se le cruzaron y en la juerga tuvo la idea loca de ir hasta la casa de Rafael Alarcón. Cotes y el 'Cachaco' William lo acompañaron con la misma emoción. Al llegar al hogar del célebre mafioso, tocaron con animosidad y cuando les abrieron la puerta, y vieron al que buscaban, les dispararon a quemarropa y lo asesinaron.
El crimen de Rafael Alarcón conmocionó a un amplio sector popular de Santa Marta. El aprecio popular del aludido mafioso se debía a que era muy generoso con la gente pobre, porque le regalaba dinero sin nada a cambio. Por eso, la noche que lo mataron, hubo un gentío que pasó en vela, preguntándose quién carajo había sido el que lo mató. Las cábalas no apuntaban hacia nadie fijo, pues no se concebía a ninguno de la jurisdicción capaz de hacerlo, porque en apariencias no había un motivo, al menos que lo hubiera perpetrado fuera un desadaptado bruto que no quería que le siguieran dando dinero. Cotes y el 'Cachaco' William, cuando huían en el vehículo descapotado, festejaron aquel crimen, derramándose licor en sus cabellos. A la mañana siguiente, antes de las 6:00, regresaron al centro carcelario como si nada hubiera ocurrido. ¿Quién iba a pensar que ellos fueron?
Un mes y medio de estar en la cárcel, supieron la infausta noticia de la muerte de Pachito. Albenis se ejercitaba con unas lagartijas en el piso de su celda, cuando llegó un guardián a entregarle la mala noticia. El ‘cachaco’ William, en la celda contigua, oyó también la mala noticia, al igual que Cotes, con quien compartía el calabozo. Francisco había sido abatido en lo que le gustaba. Y no fue por un pleito con el dueño del gallo que perdió con el suyo, como se escuchó en un principio. El crimen, según explicó más tarde Toño al resto de sus hermanos y padres, fue ejecutado por un matón de los Valdeblánquez, quienes supieron del paradero de Pachito por alguna fuente desconocida. Su asesino aprovechó el momento del fulgor de él, cuando celebraba la victoria de su gallo. "Porque de lo contrario, Pachito no se hubiera dejado matar así no más", dijo Toño en el colofón del triste relato a su familia. Los habitantes de Santa Marta se enteraron de la muerte del cuarto miembro de los Cárdenas, a los dos días, porque el periódico local no salió impreso al día siguiente, es decir, el 3 de febrero del año 1977. Los que llevaban las cuentas, como el que esta historia escribe, volvieron a sumar entonces las cifras de los muertos que hasta entonces dejaba la rencilla exterminadora. En la familia Cárdenas sumaban cuatro, dos en Santa Marta y dos por fuera de la ciudad y seguían vivos cuatro más, entre ellos el señor Alcibíades, padre de los Cárdenas y un menor de apenas 13 años, también de nombre Alcibíades; mientras que de sus primos los Gómez había por lo pronto una sola cuota de sangre, Leonel, el cual abarcaba por sus cuatro hermanos que aún sobrevivían. Por su parte, de la familia contendiente, los Valdeblánquez, iban tres muertos, pero poco se conocía de ellos, lo que dificultaba el conteo de sus bajas. En cuanto a las personas inocentes muertas por el extraño conflicto, las cuentas conocidas oscilaban entre diez y veinte víctimas, aunque tampoco se estaba bien seguro de ellas, porque muchas veces aparecía un cadáver por algún andén, pero no se evidenciaba una acusación firme en contra ninguno de los Cárdenas o Valdeblánquez.
De los Valdeblánquez, llegaban al sector residencial donde vivieron los Cárdenas, fragmentarias reseñas de sus actividades onerosas como que, por ejemplo, era tanta la plata amacizada por sus negocios indebidos, que ni siquiera necesitaban transportarse hasta Santa Marta, para llevar a cabo sus agresiones mortales contra los Cárdenas. Gran parte del dinero recopilado lo invirtieron en el pago de informantes y sicarios que provenían de todo los confines del interior del país. Lo anterior era confirmado a cada momento, porque al sector donde moraban los Cárdenas, penetraban con mucha reiteración esos esbirros que, con frecuencia, caían abatidos durante su intento de bajarse a alguno de los Cárdenas. Los frustrados sicarios, en su mayoría, eran del interior del país y por eso los Cárdenas, en sus últimos días, le cogieron una birria lunática a cuanto individuo con la misma característica física transitara por su territorio suburbano. Era una obsesión endemoniada.
Un día, un vendedor del mercado público de la ciudad, cometió el error de pasar por el frente de la casa de los Cárdenas, quienes enseguida le salieron a cerrarle el paso, con el fin de averiguarle la identificación, su procedencia y el rumbo que llevaba, a lo que el manso hombre refutó que si ellos eran policías, con mucho gusto se identificaba, pero si no, no tenía por qué hacerlo. "Muéstrenme las placas de la policía y yo, con mucho gusto, les colaboro", les dijo. Fueron sus últimas palabras, porque los Cárdenas cegados por la antipatía a los oriundos del interior del país, le dispararon una sola vez en la cabeza. Aquella muerte fue tan inadmisible y aberrante, que Dios tuvo que enojarse desde donde estaba por esos instante, porque media hora más tarde, la capilla de nombre La Milagrosa ubicada en el sector residencial, se incendió y el fuego la destruyó por completo, dejando sólo intacta a una virgen de yeso a su entrada. Los bomberos dijeron luego que la conflagración había sido provocada por una veladora en el baldaquín de la casa de Dios, pero los curas y las monjas testimoniaron después que eso era un imposible, por cuanto ellos tenían la costumbre de apagar las velas, cuando cerraban la parroquia. De todas maneras, la conflagración en aquel santuario sigue siendo un misterio, aunque días más tarde los buenos samaritanos, con actividades lúdicas que incluyeron bingos y ventas de comidas rápidas, recogieron una suma grande de dinero para reconstruir la iglesia y la cual quedó mejor de lo que había estado antes de su carbonización total.
Francisco Cárdenas fue enterrado a los dos días, porque su cuerpo se demoró en ser traído de la ciudad guajira, donde había sido asesinado. Para que asistieran a su sepelio, su hermano Albenis, el "Cachaco" William y Cotes, fueron beneficiados otra vez con un permiso especial de parte de un juez de la República. Pero antes de emerger del centro carcelario, el oficial de la policía que al parecer los había traicionado, tuvo el descaro de presentársele al ‘Cachaco’ William en su celda, para advertirle que se buscara el modo de cómo abandonar a los Cárdenas, porque sabía de fuentes fidedignas que planeaban matarlos a todos dentro de la cárcel. William acogió el consejo, pero no se lo reservó y lo compartió después con Albenis y Cotes e incluso, se lo comunicó también a Toño, cuando se reencontraron más tarde en la ceremonia luctuosa de Pachito, cuyo funeral esa vez estuvo corto en su recorrido, porque sólo le dieron una vuelta a la manzana a su féretro, el cual fue conducido al cementerio que está todavía a unos diez metros de la casa donde siempre vivieron los Cárdenas. Los presos estuvieron custodiados durante el breve entierro por una docena de guardianes y policías. Pero el ’Cachaco’ William, antes de que finalizara el sepelio, se fugó, y nunca se supo cómo lo hizo y hacia donde huyó. Ese mismo día, la Policía y el Ejército requisaron las casas de los Cárdenas y Gómez, con el fin de recapturarlo, pero no lo hallaron por ninguno de esos dos sitios. Pareció como si se lo hubiera tragado la Tierra. No obstante, los uniformados no se fueron en blanco y se llevaron presos a otros integrantes del clan guajiro: a Enrique Cárdenas Coronado y a Vladimir Gómez, al primero de los nombrados lo apodaban "Pandereta" y decían que disparaba con ambas manos, con las cuales ostentaba una puntería impresionante. A él lo agarraron con las dos pistolas que solía usar detrás de su cintura y a las que les tenía un nombre femenino: la rubia y la morena, porque una ostentaba empuñadura dorada y la otra una cacha negra, forrada en cuero curtido. “Era un ambidiestro que, donde ponía el ojo, ponía la bala", comentaban los que lo conocieron de verdad. Luego, en septiembre de 1980, los primos Albenis y Enrique ‘Pandereta’ Cárdenas, fueron tiroteados a mansalva en sus respectivas celdas. El 'Cachaco' William se salvó de morir ese día, asimismo Vladimir Gómez y Orlando Cotes.
Todo el mundo en Santa Marta se dio cuenta de la buena suerte que tuvo el ‘Cachaco’ William ese día, porque él compartía celda con Albenis. Si no se hubiera fugado antes, durante el sepelio de Pachito, también hubiera sido asesinado esa vez. El doble homicidio en el interior de la cárcel fue la demostración ecuánime del poder de los Valdeblánquez, para conseguir lo que se propusieron, cuando de exterminar a un Cárdenas se trataba. El insólito hecho terminó de mancillar más la imagen de los responsables de salvaguardar las reglas de la sociedad. Y según se rumoró después, el suceso fue perpetrado por dos internos que una noche antes y a deshora, fueron ingresados al reclusorio como presos. La pregunta que en el entonces se hizo la gente fue: ¿De dónde sacaron las armas? La cual nadie respondió con probidad. Los atemorizados ciudadanos no indujeron ni siquiera lo que se podía esperar para después. Algunos especulaban con la imaginación y se inspiraraban en las películas de Hollywood, fantaseando que lo único que faltaba, era que desde un helicóptero artillado lanzaran sobre la casa de los Cárdenas una bomba de gran poder de destrucción. Aunque sonaba como una acción cinematográfica, de la ficción a la realidad, se enmarcaba dentro del cuadro de las posibilidades, por el poder económico que obstentaban los Valdeblánquez.
Debido a esa pesadilla ocasionada por el terror, varios vecinos del sector residencial, empezaron un éxodo que terminó con el remate de sus propiedades, a precios irrisorios y lo cual fue aprovechado por los Cárdenas, quienes empezaron a adquirir las viviendas que sus dueños dejaban abandonadas por temor. Esa emigración ratificó el pánico en la gente, pues si los Cárdenas se quedaban solos por el sector, aumentaba la probabilidad de que los Valdeblánquez iniciaran un torpedeo aéreo. El sesenta por ciento de los vecinos no esperó a que ese imaginado ataque se produjera, por lo que prefirieron irse de aquella conflictiva zona residencial. La señora Carmen Alicia, una mujer de avanzada edad, con una enfermedad llamada vitíligo y quien vivía patio con patio, detrás de la casa de los Cárdenas, fue una de las que adoptó no irse del sector. Sin embargo, a los dos años, casi al final de la vendetta del exterminio, se vio obligada a abandonar de forma imprevista su residencia, por la ambición desquiciada de uno de sus hijos, quien no aguantó la tentación de un ofrecimiento hecho por los Valdeblánquez, para que realizara lo que hizo con una dosis de maldad que, gracias a Dios, no fructificó y de cuyo episodio nos encargaremos más adelante dentro de esta crónica que nadie había escrito antes.
Los samarios y no samarios observaron al otro día y con pavor, las fotos en blanco y negro del doble homicidio en el interior del centro correccional de la ciudad. Cada uno de los ultimados yacía en sus calabozos. Albenis recibió dos tiros: uno en su cabeza y el otro sobre su espalda. Enrique, en cambio, recibió cinco balazos por distintas partes de su conturbado cuerpo. Al parecer, fue quien le dio más lidia a los asesinos.
Albenis, el sexto de los Cárdenas, y para quienes los conocimos en la adolescencia, antes de que se convirtiera en lo que se transformó después, era de un corazón más blando y no le gustaban las injusticias ni las chanzas indecentes. Recuerdo la vez en que él se enojó, porque nos metimos con un humilde carromulero, burlándonos de su noble oficio. Nos sermoneó, al punto de que por poco nos convence de su generosa piedad, pero enseguida lo ilustramos de la clase de humor que practicábamos en nuestra ciudad y le hicimos saber que en nuestra localidad, la burla era una manera de entretenernos. Se había enfurecido, porque alguien de nosotros le le había gritado al conductor de la carreta de tracción animal que era un "traga pedo”. Pero esa compasión hacia el prójimo dio un giro de 360 grados dentro de su ser, porque cuando se hizo adulto y debido a la candente situación de su familia en la vendetta irreconciliable, tuvo que tomar participación en la misma y echó al traste la formación solidaria que se había arado en él. Así debió ocurrir con cada uno de los miembros de las familias enfrentadas.
De Enrique 'Pandereta' Cárdenas se decía que era toda una leyenda en el manejo de las armas y con las cuales se había bajado a una veintena de personas. No nos consta, pero una de esas historias que hablaban de él, se refería a que una vez se enfrentó a cinco hombres y a los cuales mató, con sus dos mimadas y bautizadas pistolas, cada una en sus respectivas manos. Aun para los que lo conocieron, sigue siendo una hazaña difícil de creer, pues él tenía un problema de locomoción en sus caderas, que lo hacía pandearse hacia adelante, cuando caminaba, de ahí el sobrenombre de 'Pandereta'. Para equilibrarse, en forma permanente colocaba una de sus manos sobre uno de los lados de su cintura, de modo que era difícil de suponer que pudiera usar ambas manos para disparar.
De los Cárdenas, entre los adultos, sólo quedaba Toño con vida, al igual que su padre Alcibíades. El menor de ellos, con el mismo nombre del padre y las dos únicas mujeres, la sordomuda Melva y una niña de 10 años, de nombre Maribeth, también sobrevivían. Toño, quien había iniciado la venganza de sangre, se había erigido como un trofeo codiciado por la familia oponente, la cual no bajó la guardia y seguió con más ataques suicidas. Se veía turbado por la derrota e inminente extinción de su familia, además, reflejaba un sentimiento de culpa por haber llevado a sus seres queridos a esa guerra maldita y empezó a mostrarse desprendido y resuelto a todo. Salió del clóset y comenzó a hacer lo que nunca antes había efectuado. De pronto pensó que por estar resguardado o protegiéndose, se había olvidado de preservar a su familia y el liderazgo que heredó no trascendió como se lo esperaba o como le hubiera gustado a su hermano Roberto, el cual, de donde pudiese encontrarse en esos momentos, debía de estar revolcándose de la preocupación. Ya se exponía a andar por las calles y a emborracharse de forma fresca. El perfil del hombre inteligente, seguro, sosegado y astuto, dejó de ser la lumbrera y se transfiguró en una escuálida sombra insípida e incandescente. No se sentía aún solo, porque todavía sus padres y resto de hermanos y sus primos los Gómez y otros parientes cercanos y algunos que otros amigos de la causa que le trabajaban por interés, continuaban a su lado y en la misma pena prolongada. La señora Digna, su madre, sufría aún más, pero él decía que el martirio de su progenitora era el corolario de su mal proceder. Si no hubiera matado a nadie o en lugar de discutir hubiera eludido la confrontación con el miembro de los Valdeblánquez, como lo demanda el manual inmaterial de la civilización -- que no en vano sobrevive por los siglos de los siglos y permanece en la Tierra en tiempos difíciles y hostiles -nada de la ominosa filicida habría ocurrido. La muerte de Toño Cárdenas sobrevino, pero al cierre de la cronología de las defunciones que sucedieron después, durante un desenlace colmado de sorpresas, decepciones e ingratitud. A esas alturas de la vendetta, se pensaba que con la eliminación de él, se sellaría la cuenta inmisericorde, mas no fue así. Parecía que los Valdeblánquez pretendían dejar de último a la pieza mayor y darle la última estocada de jaque mate, cuando no quedara ni un solo alfil ni peón de pie. Por eso la sedienta cacería de la familia opositora tuvo una bifurcación y se perfiló en contra de los Gómez, para finiquitar lo que emprendieron cuando mataron a Leonel, durante la cinematográfica balacera ya referida.
La aniquilación de los Gómez, que como se dijo, se inició con la espectacular balacera en aquél entierro, se reinició después con la muerte de Vladimir Gómez, detenido aún en la cárcel local junto con Orlando Cotes. El segundo episodio sanguinario en el mismo reclusorio se registró un mes después de la muerte de Albenis y Enrique Cárdenas. Luego prosiguió la muerte de Euclides Gómez Ducad, cinco años antes de que concluyera la vendetta partera. Cuentan los que supieron con lujo de detalles de esa lapidación, que él fue muerto en los previos momentos en que visitaba a una novia en una casa ubicada al frente del parque del barrio El Cundí de la misma localidad de Santa Marta. Fue interceptado por los sicarios cuando se acababa de bajar del automóvil rosado marca Lincoln de Leonel y el cual él, ese día, lo había sacado de su casa, luego de permanecer en la cochera desde que masacraron a su hermano. No tuvo oportunidad de defenderse, porque lo tomaron de sorpresa y su cuerpo cayó entre el imponente vehículo y el antejardín de la residencia donde vivía su prometida. Apenas tenía 26 años de edad, cuando se produjo su extinción. Fue también un compositor de la música vallenata y sus letras todavía se pueden oír en los discos LP de acetato y casetes de cualquier biblioteca disquera y los cuales eran, por aquella época, los CD y las memorias USB de hoy en día.
Jorge 'el Toto' Gómez fue el cuarto de los Gómez Ducad en fenecer, luego de que se cansara de andar faroleando y disparándole a cuantos desconocidos se tropezaba por las calles y avenidas de la ciudad. Se creía a veces un pistolero del Oeste, porque se vestía como tal, con un yin apretado y ajustado a la cintura y una correa que se cinchaba con una hebilla metálica de amplio espesor y en la que se exhibían dos revólveres en miniatura, al igual que solía ponerse un sobrero de vaquero. Además, se ponía unas botas tejanas de cuero de vaca y puntiagudas y de color amarillo, las cuales a veces usaba con unas espuelas de estrellas, sólo para presumir que era un pistolero de verdad. En varias oportunidades, pero por el sector residencial, se pavoneó con dos pistolas a cada lado de sus caderas, imitando la figura legendaria de aquéllos forajidos. Era un show y muy farandulero y siempre quería ser el centro de atención, para lo cual se inventaba cualquier cosa, con tal de cautivar la expectación, sobretodo de las mujeres bonitas. Y preciso, con una de ellas fue que lo mataron y cuando se movilizaba en uno de los vehículos del parque automotor extenso que había dejado su hermano Leonel. La mujer acompañante también llevó del bulto y murió igual que él, dentro del vehículo. El final de los Gómez era inaplazable y sólo restaba Iván, este último fue un joven de 19 años de edad con una cantidad grande de admiradoras que se lo reñían hasta desde una escuela femenina colindante al sector donde de forma permanente vivieron en la ciudad. Sólo quedaba él por los Gómez, mientras que por los Cárdenas restaban Toño, el viejo Alcibíades y el menor de los varones, también con el mismo nombre de su papá.
El viejo Alcibíades era un hombre bueno y locuaz antes y durante la rencilla pendenciera. Pero una tarde muy alegre, en que él se había trasladado hasta un suburbio al sur de la ciudad, acompañado de un guardaespaldas, éste terminó asesinándolo, confirmándose que entre ambas familias no existió ni el respeto por sus padres. El cobarde crimen del viejo Alcibíades se debió a la nueva estratagema que empezaron a utilizar los Valdeblánquez, para acabar de una vez por todas con sus enemigos. Aprovechándose de la situación de derrota que se sentía respirar por los lados de los Cárdenas, comenzaron a sobornar no sólo a la gente que trabajaba con la familia enemiga, sino también a algunos cuantos vecinos del sector residencial. Y aunque la matazón por esos últimos años de la vendetta se había ramificado hacia la extinción de los Gómez, el padre de los Cárdenas cayó por un descuido y también por la codicia del secuaz que hasta ese día lo había protegido, pero según se supo más tarde, de nada le sirvió al matarife que se vendió, porque a él nadie le había ordenado matar al viejo Cárdenas y en consecuencia no logró nada remunerativo a cambio. Dio a entender que su muerte fue a destiempo o no estaba dentro de los planes que por esos instantes debían de poseer los Valdeblánquez, porque si no lo mataron en 1977 o después de que el 2 de marzo del mismo año los Cárdenas le pusieran una bomba a los padres de los Valdeblánquez, su venganza había dejado de preocuparle a sus enemigos o al menos eso era lo que se percibía por aquellos contextos.
Cuando se embriagaba, el viejo Alcibíades se acordaba de un singular personaje de la historia colombiana: de Policarpa Salavarrieta, una heroína de la independencia de Colombia, también conocida como La Pola y la cual había actuado como espía de las fuerzas independentistas y murió degollada en Santafé de Bogotá durante la Reconquista Española. Nunca se pudo saber por parte de nadie y ni siquiera de sus propios hijos y esposa, la señora Digna Ducad, el motivo por el cual mencionaba ese nombre cada vez que se emborrachaba. El deceso de él diezmó más la mecha vengativa en Toño, quien ya se veía muy aplacado durante sus incrementadas salidas a la calle y sobrecargó el peso de la impotencia en la señora Digna Ducad, quien se quedaba sola en el mundo, sin su marido, viendo a sus hijos morir, uno por uno y sin poder hacer más nada, salvo sepultarlos y guardarles el luto que siempre se le vio hasta el día de su partida, diez años más tarde de que el último de los Cárdenas fuera asesinado.
Iván fue el quinto y último de los Gómez en morir. Su crimen ocurrió el 5 de febrero de 1984, a la edad de 21 años. No obstante, antes de que se produjera su muerte, ocurrieron dos hechos trascendentales: un frustrado atentado que hubiera devastado la cuadra entera donde ambas familias residían y la muerte de Toño Cárdenas. En el primer hecho, él y sus escoltas, como era costumbre en ellos los sábados, se ejercitaban con un partido de micro fútbol en el patio grande de la casa de los Cárdenas, cuando olfatearon un penetrante olor a pólvora. Detuvieron el juego por unos minutos y comenzaron a seguir el rastro de la fuerte emanación y a los pocos segundos ubicaron su procedencia en una de las casas contiguas, patio con patio y propiedad de la señora Carmen Alicia, la de la enfermedad en la piel.
Iván brincó a la vivienda ajena y se acercó hasta el punto de la pestilencia y descubrió que se trataba de una bomba de tiempo con un reloj incorporado y conectado con cables de variados colores a unos lingotes forrados con cinta adhesiva. Enseguida alertó a los demás y se alejaron del lugar, evacuando sus casas, pero antes llamaron a la Policía y de donde despacharon al escuadrón antiexplosivos de la época. Cuando quisieron también alertar a la señora Carmen Alicia y a su familia, se sorprendieron al ver que en aquella casa no había nadie y ni siquiera los muebles del hogar. Se habían mudado por la noche sin que ninguno por el sector y mucho menos los Cárdenas que vigilaban desde los techos de sus viviendas hasta el amanecer del día siguiente, se percataron de la extraña y sigilosa mudanza. La señora Carmen Alicia, se conoció meses más tarde, debió abandonar su propiedad por las horas de la madrugada y de esa forma incorrecta, tras el irreversible compromiso que uno de sus cinco hijos hizo con la familia Valdeblánquez, la cual y al parecer, le había prometido el cielo y la tierra si colocaba una bomba que ellos le entregaron armada por completo en el patio de aquella casa con el fin de que cuando estallara, matara no sólo a sus vecinos que estaban jugando en el patio de la vivienda de los Cárdenas, sino también a los habitantes de ambas residencias y de por lo menos treinta más que conformaban la manzana. El macabro plan había sido ideado para acabar no sólo con Toño e Iván, sino con las mujeres, niños y demás personas que convivían alrededor. Por fortuna, los expertos antiexplosivos llegaron a tiempo y desconectaron la poderosa bomba que, de acuerdo con un informe oficial que se dio a conocer después, estaba compuesta con una vigorosa carga de C-4, una destructiva sustancia explosiva incontrolable. La desconfianza se apoderó a partir de ese hecho de los remanentes de las dos familias sitiadas. Hasta los vecinos con los cuales habían vivido durante esos diez años se habían volteado en contra de ellos, por causa de sus sempiternos enemigos. Los desembolsos por los chivatazos iban desde el millón hasta los cinco millones de pesos, dependiendo de las circunstancias y los personajes en mira. Por Toño, quien notificara de su posición papayesca, es decir, en una coyuntura inerme y en flagrancia, cancelaban los cinco millones de pesos después de que se plasmara su ejecución. Era un trato desequilibrado, pero los potenciales delatores lo aceptaban por la necesidad de ganar algo de dinero en aquella encrucijada endemoniada que había dejado más muertos que vivos. Los otros contratos que la familia adversa extendió fueron con las personas, si es que se les podía considerar así, que se encargarían de llevar a cabo las acciones arriesgadas de matar a los dos objetivos entre cejas. Por Toño ofrecieron hasta 200 millones de pesos y por Iván cincuenta, sumas muy elevadas por el entonces. Las demandas, como era de esperarse, florecieron por todos los lados, incluso, desde la misma institución encargada de velar por los derechos de la vida y honra de los ciudadanos. El Teniente poco amigo de Toño Cárdenas por el malentendido de la entrega de las armas y detención de su hermano Albenis y dos de sus fieles partidarios, se hizo al contrato exclusivo por su condición de oficial de la Policía e inclusive, le anticiparon la mitad por la garantía que les brindó a los oferentes. Su prerrogativa misión sería la de matar a Toño, mientras que a Iván se lo dejaron al resto de sicarios que empezaban a irrumpir por aquella época. Los intentos por desaparecer a Iván se acrecentaron y cada vez fueron más y más los ataques de los asalariados sicarios que desesperados por no recibir las informaciones sobre la presencia indefensa del señalado, se resolvían a lanzar sus incursiones solitarias hacia el territorio suburbano.
Un día en que uno de esos matones anónimo se metió a pie por el terruño de los Cárdenas, afrontando de manera franca el fuego cruzado que le lanzaban desde los techos y ventanas de las casas de alrededor, sin saber siquiera quiénes ni de dónde les disparaban, no alcanzó a atravesar ni siquiera la calle y su intentona se vio truncada justo al frente de la residencia de los Cárdenas, en donde cayó abatido con varios tiros en su cabeza y tórax. Sin embargo, el fracasado asesino no murió de inmediato, sino después de que los seguidores de Toño se le acercaran y le propinaran varios golpetazos sobre su cabeza, con unas piedras de un tamaño considerable que los Cárdenas solían colocar al principio y al final de la arteria, para impedir que sus atacantes pasaran por allí en sendos autos veloces, como lo hicieron en numerosas ocasiones y al comienzo del desenlace de la energúmena vendetta en Santa Marta. Durante esas fugaces arremetidas de sus enemigos, también se recuerda la vez en que dos jóvenes del vecindario cayeron víctimas de los matones a sueldo, en momentos en que se hallaban en una de las esquinas calientes de aquel sector residencial y reconocida por los agujeros enormes que quedaron rubricados allí en bajo relieve, la última vez que atentaron contra Ulises Cárdenas y cuyo atentado le costó la vida, luego de dejar el quirófano. Los nuevos muertos inocentes dentro de la vendetta fueron unos muchachos que como todos por la vecindad, frecuentaban esa esquina, a pesar de lo riesgoso que resultaba. Se dijo por el entonces que los secuaces de los Valdeblánquez, al parecer, se confundieron con ellos y pensaron que se trataba de Iván Gómez con uno de sus parientes más cercano y por eso les dispararon sin confirmación. Armando Silva y Fernando Corredor, como eran sus nombres verdaderos, fueron unas de las finales almas inocentes que cayeron víctimas en la guerra fratricida y durante la quema de los últimos cartuchos de la vendetta de sangre.
Fue una tarde bastante gris. Armando, de 19 años de edad, se desplomó cerca a una señal de pare ubicada en el candente recodo, mientras que Fernando, de 16 años, cayó a una distancia de tres metros. Ambos recibieron proyectiles en la parte troncal de sus lozanos cuerpos. Fernando falleció en el mismo sitio, mientras que Armando sobrevivió por varios días y luego agonizó en el hospital local. Todavía recuerdo muy claro el preciso momento en que me acerqué a él, quien yacía retorcido y alrededor del tubo que sostenía el aviso del pare en aquella esquina trágica. Me miró con sus ojos grandes y me dijo: "Ayúdame a levantarme" y yo con la piel enrizada por la magnanimidad de aquel lastimoso suceso, le dije: "Sí, ya te alzo". Y lo agarré por debajo de las axilas y con una fuerza imprescindible, que nunca sabré de dónde la saqué, pude reincorporarlo y luego me puse uno de sus brazos en mis hombros y empecé a arrastrarlo hasta un taxi que se hallaba estacionado a la entrada de la vivienda de su propietario, el viejo Rafael Mora. El trayecto hasta el vehículo del servicio público fue de unos cincuenta metros, pero en esos dramáticos segundos me parecieron toda una eternidad. Me acuerdo también muy bien que a mitad del prolongado recorrido, Armando no pudo sostenerse más en pie y por eso me tocó levantarlo como a un niño en mis brazos, hasta el resto del conmovedor itinerario. Cuando por fin conseguimos arrimarnos al taxi y el dueño del vehículo había abierto una de las puertas traseras para facilitar el ingreso del herido, él volvió a hablarme: "Espera, yo mismo me subo". Se había dado cuenta de mi insuficiente fuerza para lograr su abordaje al interior del vehículo y por ello extrajo como pudo un inusitado vigor y se metió en el automotor. En ese relámpago de la histórica vendetta y en medio del calvario del cual acababa de ser coprotagonista, me entró un respiro por el deber cumplido. Aluciné que por mi asistencia, Armando se salvaría de morir y muy pronto estaríamos de nuevo por las canchas de Pescaito y otras de la urbe, practicando lo que más nos gustaba: el balompié. Pero no fue así. La triste noticia nos cayó a todos como un balde lleno de hielo y nos dejó paralizados, como zombis y con las mentes en blanco. A mí en lo personal, me desalentó y miré hacia el cielo con una ira y unas ganas de mentarle la madre a quien se asomara por allí en esos momentos.
Las exequias de Armando y Fernando revivieron los funerales multitudinarios del principio de la vendetta en Santa Marta. La diferencia estuvo en que aquéllos fueron pomposos y presumidos, mientras que en el de ellos se notó la sobriedad y solidaridad de la gente que clamaba a gritos el final de la desgraciada vendetta y su derramamiento incongruente de sangre. Las familias que pese a la matazón continuaron viviendo en el sector residencial, porque no tenían hacia dónde más ir, se resignaron al suplicio y a seguir con las precauciones que hasta la fecha los había mantenido ilesos y en consecuencia vivos. Pocas eran ya las personas que se aventuraban a pasar por la calle donde vivían los Cárdenas. Preferían darle la vuelta a la cuadra, antes que arriesgar sus vidas por la solitaria arteria, la cual desde lejos parecía un tramo de la zona convulsionada de Gaza, de la que está entre Israel y Palestina. Ni los operarios del acueducto y energía de la municipalidad se atrevían a ir hasta a aquel sector de Santa Marta a cortar los llamados servicios públicos de los deudores morosos. Concertaban que era mil veces mejor que los echaran de sus puestos ante que exponerse a recibir una bala perdida en una de las inesperadas balaceras que se presentaban de manera constante por aquella zona céntrica y residencial de la ciudad. Además, ¿quién iba a atreverse a cortar la luz o el agua a los Cárdenas o a algún usuario colindante en medio de las armas y el ambiente volátil que se respiraba en el espacio reducido que les había quedado a ellos, tras la encerrona que le habían hecho los Valdeblánquez con sus arremetidas de arrebato? Nadie conocido. De hecho, ese era el único beneficio que le había traído a la vecindad la maldita vendetta. Aparte del bajón del precio de las casas y de sus arriendos.
Luego de las inmolaciones de los dos muchachos inocentes, los conciudadanos también sintieron en carne propia la apatía del de arriba y de los de abajo, para meter en cintura el asunto, porque en realidad la escaramuza ya había pasado los diez años y había dado vuelta de hoja, hacia la siguiente década de los ochenta. Finalizaba un período excéntrico, de mucho derroche de plata y de ganancias posibles a expensas de la propia vida. Muchos se enriquecieron fáciles, pero otros más murieron en el intento por conseguirlo. Y cuando la rutina cotidiana discurría por la solitaria calle de las balaceras, aconteció lo penúltimo de la prolongada vendetta: la muerte de Toño Cárdenas.
Toño fue el séptimo de los Cárdenas en ser acribillado. Su muerte se registró un día agradable y nublado como nunca antes se había presentado en la ciudad durante los últimos diez años. Ese día, recuerdo como si fuera ayer, la temperatura oscilaba entre los 18 y 20 grados, algo inaudito, por cuanto en Santa Marta el clima jamás había descendido a más de 26 grados en tiempos de lluvias intensas. Pero ese día, aunque el cielo estaba plegado de unas nubes brunas que impedían que los rayos solares penetraran sobre la ciudad, no había de caer ni una sola gota de agua ni en el intermedio ni mucho menos al final de la jornada o por las horas de la noche. El frío que hizo fue tan extraordinario, que muchos creímos que estábamos en Bogotá. Los colores de las casas y de las hojas de los arbustos relucían nítidos. Los autos se veían como nuevos y por primera vez nadie en la urbe sudaba o empapaba sus camisas fulgurantes. Alguien cercano a la casa, sin embargo, quiso arruinar el entusiasmo con el cual todos nos habíamos levantado ese día, al salir con un chiste fuera de todo contexto y ponzoñoso, refiriéndose a lo que podía suceder en la ciudad con un clima tan sombrío como aquel: "Parece un ambiente de mal agüero". Menos mal que sus palabras no fueron proféticas, porque nada malo para la localidad ni la sociedad, acaeció durante el trascurso de ese jovial día de ensueños. Los únicos que no sentirían y apreciarían ese día como el más agradable de los acontecidos durante la década de la vendetta en Santa Marta, fueron los residuos de la familia Cárdenas, ya que para ellos fue el peor día y uno de los definitivos en el lento trasegar de la vendetta del exterminio en la ciudad.
Toño Cárdenas, esa mañana, se había despertado con un guayabo de tres pisos y unos puyazos como si fueran alfileres en su cabeza, que lo habían forzado a tomarse dos veces consecutivas unas sodas con grageas efervescentes, para el dolor de su cabeza y el guayabo a la vez. Se había embriagado la noche anterior con unos amigos del negocio y para celebrar el segundo día de carnaval en la ciudad. La ocasión estuvo amenizada por un conjunto vallenato en un club de la urbe. En un momento de mayor ebullición durante el festejo, Toño se consideró capaz de cantar como los grandes juglares del cántico vallenato y se paró al frente del acordeonista amigo y acompañó las notas melodiosas con su voz poca sonora. Pero como él era quien era y además, el que mandaba en la parranda, ninguno se atrevió a abuchearlo. Esa noche, pidió que le repitieran por tres veces consecutivas la canción vallenata que alude la llegada de un fuerte nubarrón en el cielo y el presagio de una fuerte tormenta, como si supiera por adelantado que el temporal del día siguiente sería nublado y borrascoso.
Su pequeño hijo indio fue quien atendió los requerimientos de su desenguayabe, comprándole en las dos ocasiones y en la tienda más cercana, ubicada en una esquina caliente, las tabletas curativas que después preparó con las sodas. De la misma manera fue el encargado de que no hicieran mucho ruido en la casa, porque sabía de antemano que su padre estallaba cuando perturbaban su sacra somnolencia. Sin embargo, cuando llegaron a buscarlo esa mañana obscurecida y a pesar de la advertencia de la señora Digna de no despertarlo ni si viniera El Papa, su hijo Chicuiriri se arriesgó a tocarle a la puerta de su habitación, para avisarle que un Teniente amigo de la Policía se hallaba afuera en una patrulla, aguardando su presencia. Toño se levantó como con un resorte y de forma autómata se puso un pantalón largo de color negro y una camisa mangas largas blanca, con la cual había parrandeado la noche anterior y hasta el amanecer de ese nuevo día. Chicuiriri explicó muchas horas más tarde, que optó por comunicarle a su padre sobre el arribo del oficial de la Policía, porque le había escuchado en las horas de la madrugada, un comentario con relación a que había hecho las pases con el mencionado Teniente, tras el malentendido del pasado en que los había traicionado con la detención y luego encarcelamiento de Albenis, Cotes y el 'cachaco' William. "Yo pensé que otra vez eran amigos", dijo en la justificación de su cándido proceder.
Cierto, Toño se había encontrado con el oficial durante la parranda y había limado las asperezas con él. El oficial había acudido esa noche a la fiesta privada por uno de los amigos de Toño y quien lo había invitado, para darle la sorpresa de reconciliarse con aquel oficial. “No hay mejor regalo que un viejo amigo", le explicó a Toño, cuando éste se sorprendió al verlo allí. Toño accedió al restablecimiento de la amistad con el Teniente, intuyendo que sería de una gran utilidad, sobretodo en esos momentos en que las perfidias afloraban por todas partes y por ello necesitaba con urgencia volver a obtener la confianza y seguridad de los años anteriores con los viejos conocidos. Creyó que perdonando la deshonestidad del Teniente, éste trataría en adelante de reivindicarse. Pero tampoco resultó así. Aquel miembro de una institución honorífica, de una condición humana indecorosa, un mal ejemplo digno de imitar, tenía su plan muy bien pensado. Su método engañoso consistió en renovar la vieja amistad con Toño, para después ganarse de nuevo su confianza y tener luego un fácil acceso a él. Y la jugada le resultó tal cual como la había planificado.
Eran las 9:00 de la mañana y el clima seguía inquebrantable. En la patrulla, el Teniente esperaba reposado en el asiento al lado del chofer, un agente raso que estaba a sus órdenes, como era lógico. En apariencia, todo transcurría normal por la calle a esa hora del día de un domingo de febrero y no se veía una sola alma, aparte de las de ellos. Como era festivo y día de carnaval, después de un sábado de rumba, los guardaespaldas de Toño y algunos cuantos primos y partidarios que todavía seguían con la familia, pese a la perentoria derrota, aún no se despertaban y seguían durmiendo en sus dormitorios. Los únicos que se sentían despiertos en el interior de la vivienda de los Cárdenas, era la señora Digna Ducad, quien se hallaba en la cocina preparando el café como lo hacía todas las mañanas, al igual que Chicuiriri y los otros dos nietos, hijos del ya difunto Ulises. Además, Toño, quien se disponía a descender del segundo piso, para surgir a la calle y atender al oficial de nuevo amigo. Chicuiriri, el niño indio, emergió de primero para decirle al Teniente que su papá Toño lo atendería en unos momentos y se sentó después en un pequeño piso de baldosas, ubicado a la entrada principal de la casa de los Cárdenas. Nunca se reía y siempre estaba serio.
Pasaron unos dos minutos y apareció Toño por entre la puerta de acceso. Toño, al ver a su hijo sentado, le dijo que se levantara de ese sitio, porque imposibilitaba el paso de la gente. Chicuiriri se reincorporó y entró de nuevo a la casa. Unos segundos después, escuchó la voz de su padre, quien ya en la calle, saludaba con elevada voz al oficial en la patrulla: “Mi Teniente, amigo mío, cómo está usted". Y cuando miró a través de la ventana de la vivienda, observó a su padre, quien llevaba los brazos abiertos como Cristo, en dirección hacia la patrulla. Unas milésimas de segundos luego, divisó que la puerta corrediza de la patrulla se abría de manera rápida y de ella brotaba el cañón de una ametralladora con un uniformado detrás, disparándole sin compasión. De inmediato corrió hacia el segundo piso, entró en el cuarto de su padre y buscó las dos pistolas gemelas de Toño, pero no las encontró y en su desespero por hallarlas alzó el colchón de la cama y debajo del cual descubrió un enorme lanzacohetes. Sin embargo, cuando regresó hasta el acceso de la residencia, donde momentos antes había permanecido sentado, notó que su papá yacía boca arriba en el pavimento de la calle, despidiendo sangre y con unos movimientos involuntarios en todo su cuerpo. Era demasiado tarde, porque había sido herido de gravedad y la patrulla de la policía con el Teniente y los otros uniformados cómplices ya se había ido, pero en el sitio de los hechos quedó una gorra del oficial, que fue la prueba contundente de que estuvo involucrado en la muerte del último de los varones adultos de los Cárdenas.
A pesar de que había recibido un rosario de tiros por diferentes partes de su cuerpo, Toño mostraba señales de vida, cuando fue socorrido por sus guardaespaldas, quienes segundos después sacaron del patio la camioneta blanca que nunca cambió por otra y lo subieron en la parte posterior, luego se lo llevaron hacia el hospital local, pero allá llegó sin un solo halito de vida. Chicuiriri se quedó paralizado y sin saber qué hacer con la poderosa arma de fuego entre sus manos, a la entrada de la atribulada casa. Uno de los primos se le arrimó y con mucha prudencia le quitó el letal instrumento. Se le vió por esos instantes en su ingenuo rostro la perturbación de no saber qué iba a pasar con él desde ese día.
La señora Digna, no inmunizada todavía por tanto sufrimiento, se asomó también por entre la puerta de la casa, con las manos en su cabeza entrecana, revelando su desasosiego por lo acaecido, sin embargo, no derramó una sola lágrima ni se le escuchaba lo que con tanta fuerza gritaba. En su cara ajada por el tiempo se le percibió lo que padecía por dentro en esos momentos. Melva, la sordomuda, quería hasta hablar, pero era por el odio y el dolor que sentía a la vez. Su mudez de espanto, apenas le permitía expresar una sola palabra y la cual se alcanzaba a entender nítida: le recordaba la madre a los que acababan de matar a su hermano. Cuando la gente del vecindario se enteró de que el blanco de las detonaciones escuchadas esa mañana, había sido Toño, acudió de inmediato al sitio donde se suponía yacía su cadáver, pero llegaron demasiado tarde, porque ya se lo habían llevado. Fue el último adulto de los Cárdenas en caer muerto en Santa Marta y no lo pudieron ver antes de que lo introdujeran en un ataúd.
En la emergencia del hospital donde condujeron a Toño, los guardaespaldas y primos amenazaron a los galenos para que no lo dejaran morir, por lo que allí debieron disimular que intentaban salvarle la vida. Una hora duraron fingiendo, pero después tuvieron que decirles la verdad. La sala de emergencia fue todo un despelote en el tiempo en que permaneció el cuerpo sin vida de Toño allí. Las enfermeras, los internistas y los pacientes que por esos instantes esperaban sus respectivos turnos de atención, estuvieron durante ese período con el corazón entre sus bocas. Fueron los minutos más tensionantes de sus vidas.
La intervención parcializada de un oficial de la Policía en la vendetta de las dos familias, causó el aborrecimiento e impudor del público expectante, porque pensaron que era un entrometimiento injusto e inoportuno, que dañaba la buena imagen y el nombre de una institución que, hasta ese día, sólo tenía en contra su falta de capacidad, para solucionar una contienda como la que sostuvieron los Cárdenas y Valdeblánquez. Fue el inicio de una consciencia que proliferó en detrimento del ente guardián de los estatutos y de la justicia y la cual todavía persiste a pesar de las maratónicas campañas de recuperación de una imagen denigrada. Nada se supo después del cargo que le dieron al oficial señalado por su ingrata participación criminal. Algunos llegaron a suponer que fue trasladado, para evitar una confrontación mayor y otros más noveleros se atrevieron a proferir que se había retirado de la prestación del servicio público y había empezado a disfrutar de los 200 millones de pesos que le dieron por su actuación despreciada. Lo innegable fue que por esa impudicia no hubo ni culpa y ni castigo, como tampoco sucedió con las muertes del centenar de inocentes que todavía siguen clamando desde las entrañas de sus tumbas una reparación retroactiva y retributiva por sus tempranas partidas. Nadie reclamó nada, porque hasta esa década no se hablaba de que los muertos inocentes también tenían derechos, como se empezó a promulgar dos décadas después, cuando otras pugnas abiertas y heterogéneas, auspiciadas por grupos organizados y al margen de la ley, continuaron con el irracional derramamiento de sangre innecesario en Santa Marta, el Magdalena y por todo lo ancho y largo del país.
A las dos horas de la muerte de Toño, fue entregado su cuerpo a su señora madre, porque era la única adulta que seguía en pie de los Cárdenas. Con los ojos tristes y gimiendo, pero sin derramar todavía una lágrima, se presentó al hospital público de la ciudad, el cual estaba al frente del cuartel de la Policía. La acompañaron todos los parientes y escoltas que todavía persistían en la escuálida refriega. Melva, la sordomuda, se había quedado al cuidado y consuelo de Chicuiriri y de sus dos últimos hermanos menores, Alcibíades y Maribeth, quienes contaban con 16 y 10 años de edad, respectivamente. Antes de ingresar al agitado hospital, la señora Digna echó un vistazo de reojo hacia el imponente edificio de la institución policial y le dio tanta rabia y ansias de correr hacia él, para ver si se encontraba con el oficial que había matado a su hijo, para asirlo con sus propias manos por su cuello hasta asfixiarlo, con toda la fuerza de una madre sin más nada que perder, pero el compromiso de reclamar el cuerpo de su hijo inerte la dominó y prosiguió con su afligido itinerario.
El 'cachaco' William, quien apenas se había enterado por los medios radiales de la muerte de Toño desde donde se había mantenido oculto de la justicia, tomó un autobús intermunicipal y se vino hacia Santa Marta con el riesgo de que lo volvieran a atrapar. Reapareció en el justo momento en que la señora Digna se aproximaba al tétrico depósito de cadáveres. Y fue entonces cuando, por fin, pudo prorrumpir en un insondable y prolongado llanto que se notó había brotado como si se hubiera mantenido en un represamiento por un largo rato. La señora Digna abrazó a William con un vigor, como si quisiera constreñirlo, lo que denotó la falta que le había hecho en el instante en que más lo necesitó su hijo Toño. La fisionomía del 'cachaco' William había variado. Una barba negra que le recubría casi media cara y un cabello que le colgaba hasta los hombros, lo hacían parecerse más a Jesucristo que al guardaespaldas leal de todos los que hubo en la unidad familiar de los Cárdenas y Gómez.
Era tan fiel, que siguió sobreprotegiendo al verdadero último miembro de los Cárdenas, es decir, a Alcibíades y a quien se llevaría veinte días después hacia el interior del país, con el fin de impedir que lo asesinaran los Valdeblánquez durante su despiadada persecución a los hijos y nietos que habían tenido los Cárdenas en esta vida. Sin embargo, según se supo dos años más tarde, Alcibíades y el 'cachaco' William, fueron muertos también a tiros en una localidad cercana a la capital de la República, pero no se dijo si fue por el problema con los Valdeblánquez o por otra organización criminal más cruenta que comenzaba a florecer en ese entonces y en toda la nación.
Lo insólito de la entrega del cadáver de Toño, fue que en esa última vez no hubo la presencia de un solo policía ni en la morgue ni en el funeral que se cumpliría en la tarde del día venidero. Y con qué cara, además, una indiscreción así hubiera degenerado una posible desdicha más grande que la causada por el oficial fugitivo. Como no había acontecido en las últimas defunciones de los Cárdenas y Gómez, en la de Toño se permitió que la gente se extasiara en mirar y participar en todo el proceso formal que se desarrollaba por ese tiempo desde la cesión del cuerpo hasta su sepultura. De ahí que, cuando la señora Digna se arrimó hasta el anfiteatro, la multitud aglomerada alrededor se quedó en un rotundo silencio y atento a lo que se decía en las expresivas lamentaciones de los familiares, pero se quedaron con los crespos hechos, porque tanto ella como el resto de familiares y amigos de Toño, recibieron el despojo mortal en un total y meticuloso mutismo. Fue como estar en una ceremonia ritual de algún culto místico.
Yo me hallaba camuflado en medio de la muchedumbre y pude comprobar, como todos, que el final de los Cárdenas por fin había llegado y que nadie de los que allí se encontraban, podíamos aún comprender lo que eso significaba para nuestras vidas a partir de entonces. "Algo habrá de venir", dijo alguien a mi espalda con un tono muy bajo y de un modo que la voz no trascendiera hasta el acto de la muda cesión. Volteé para ver quién fue el autor de la análoga frase, pero detrás de mí no había nadie, sólo la pared blanca que bordeaba todo el hospital popular. Desde esa tarde, cuyo día seguía sin sol y sin calor, con una temperatura muy amena, dejé de ir a ver los muertos violentos que llevaban a aquel cuarto frío. No obstante, cinco años más adelante, andaba como reportero de judiciales en el periódico ancestral de la ciudad de Santa Marta, persiguiendo las noticias de los muertos y vivos. Por eso uno nunca debe decir que de esa agua no beberá, porque algún día de la vida tocará hacerlo.
El sepelio de Toño Cárdenas no se inició a partir de la hora prevista en los carteles que habían pegado con almidón en los postes del alumbrado público y sobre las paredes de las cuatro esquinas del sector residencial donde siempre vivieron los Cárdenas, porque todavía no había arribado a la ciudad una delegación indígena de la tribu amiga de él y los ancestros naturales de su pequeño hijo Chicuiriri, al igual que una hermana que hasta esa fecha se supo que poseían y la cual residía en un vecino país. Comenzó, el sepelio, una hora después de la fijada, sin que todavía se hubiera hecho presente la delegación indígena. La novedad, por lo pronto, era la hermana residente en el país extranjero y la cual se parecía mucho a Melva, la muda. Ella sí llegó a tiempo y en momentos en que rezaban en torno a la urna sepulcral.
De nuevo la señora Digna se pronunció en un profundo llanto que también le germinó desde lo más hondo de su alma. La mayoría de los asistentes a la honra fúnebre eran mujeres de edades distintas y en los bisbiseos que se oían apenas se alcanzaba a escuchar que hablaban de todo, menos de lo que estaban viviendo. Por ejemplo, las señoras Cata y Bertha, dos comadronas muy reconocidas y quienes habitaban en un sector próximo, dialogaban acerca de lo desaseado que se veía el parque al frente del cementerio San Miguel. Otras dos más jóvenes y carismáticas platicaban de los pantaloncitos calientes que se estaban poniendo de moda en el entonces y cuya tendencia era una herejía que atentaba contra la moral y honra de las personas de bien que acudían todos los días a misa en La Catedral y a la capilla del mismo camposanto. Se palpaba un falso ambiente o como si las personas que se hallaban allí lo hacían por puro formulismo y banalidad. Y lo peor de todo era que nadie decía nada del muerto, como si todos supieran ya de su vida, sus deseos, aspiraciones en vida o si dejaba herederos aparte de su pequeño nativo.
Cuando ya se aprestaba a salir la marcha fúnebre, llegaron los aborígenes amigos y enseguida el cortejo se retardó por unos veinte minutos, tiempo durante el cual fue aprovechado por la comisión india, para realizar un ritual extraño con el cuerpo del interfecto. Como pude me colé entre el grupo reducido que sería testigo de la rara gestión secreta y pude apreciar con escalofríos lo que hicieron tras abrir el féretro por entero. En la mano del cadáver colocaron un pedazo de papel con un escrito y dos monedas de 20 centavos que todavía existían por esa época. Después volvieron a tapar el cajón y luego se dio luz verde a la honra luctuosa. El recorrido del sarcófago fue rápido y sin mucho rodeo. Y ya en el cementerio, la inhumación tampoco reveló nada diferente a lo que se sabía del difunto. Fue un enterramiento sencillo y sin igual en la vendetta del exterminio. Al concluir el insípido funeral, pregunté por la extraña ceremonia que se había hecho momentos antes en la casa de los Cárdenas con el cadáver de Toño y me dijeron que se trataba de una aseguranza macabra que esos aborígenes practicaban desde sus orígenes ancestrales y con la cual buscaban que el muerto, o sea Toño, se llevara también hacia el más allá a sus asesinos, escribiéndole en un pedazo de papel sus nombres, que después envolvieron junto a las monedas de veinte centavos en una de sus manos entumecidas.
Un mes después y por el acoso de los Valdeblánquez en contra de los hijos y el resto insignificante de los Cárdenas, Melva la sordomuda y Maribeth, la menor de todos ellos, también tuvieron que abandonar la ciudad e irse hacia un país extranjero, en donde Melva se casó cinco años luego con un hombre también sordomudo y procrearon dos lindas niñas que alegraron sus vidas desde entonces, porque a los dos años de nacidas hablaban más que un par de cotorritas. Maribeth, por su parte, también se casó tras hacerse adulta y conformó su hogar muy bien merecido.
El 5 de febrero de 1984, como lo dijimos antes, mataron a Iván Gómez a la edad de 21 años. Según los registros de prensa del entonces, el crimen lo cometió un cabo de la Sijín o F2, como se llamaba en el entonces la unidad de la policía que investigaba los delitos. Hasta esa fecha, los varones de los Cárdenas y de los Gómez Ducad, habían sido eliminados de la faz de la tierra. Ya nos referimos con anticipación a la suerte de Alcibíades, el penúltimo de los Cárdenas, ultimado en el interior del país, junto con el 'Cachaco' William. Por último, la señora Digna Ducad, quien sobrevivió por diez años más, pero falleció de una enfermedad en la misma casa donde lidió y veló a sus hijos y a su esposo, muertos durante la puta vendetta que por poco también acaba con Santa Marta.
Fin
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