La venganza del Coronel
Un mes antes del cumpleaños número 440 de Santa Marta, el Coronel Romero Escobar se presentó de forma inesperada a uno de los prostíbulos de mayor renombre que existía en el entonces en esa ciudad, denominado Bar Karlín.
Iban siendo las 7:00 de la noche y sobre la urbe, durante toda la tarde, había caído una leve llovizna que en lugar de refrescar la noche, la había puesto más calurosa y oscura. Con el alto oficial se encontraba su escolta y chofer, un cabo raso de unos 27 años de edad.
El Coronel era un hombre corpulento, cabezón y de una tez morena. No parecía del interior del país y solo se sabía que provenía de ahí, a lo que se le oía hablar y a partir de ese momento se le notaba el acento vallecaucano. Se había graduado como oficial en la escuela de cadetes General Santander. Años después fue nombrado alcalde militar en Tuluá Valle por el entonces presidente de Colombia, Gustavo Rojas Pinilla, en cuya administración sentó las bases para la creación de la Escuela de Policía Simón Bolívar. De modo que no era un Coronel cualquiera ni un completo desconocido en el país.
Al ingresar al afamado bar, el Coronel debió sentirse contento porque por fin experimentaba lo que tanto se hablaba de ese renombrado sitio nocturno. Se trataba de un establecimiento privado que funcionaba de noche y el cual ofrecía a sus clientes licor y hermosas jóvenes de todas las regiones del país y de una ciudad en especial, en boga por esa época, debido a una supuesta fervocidad de sus mujeres.
Cinco días después de su llegada a la ciudad como comandante de la policía local, había recibido la visita del propietario de ese bar, es decir de Carlos Lopesierra, quien había ido hasta su oficina para saludarlo y ponerle a su servicio el negocio muy fructífero que poseía. Era una costumbre de antes que los dirigentes, empresarios, comerciantes e incluso grandes capos no declarados aún, visitaran a los comandantes o directores de los organismos de seguridad del Estado durante o después de posesionarse en sus nuevos cargos, para darles sus respetos y bienvenida y de paso ponerse a sus servicios.
Carlos Lopesierra o Karlín, era un empresario, medía casi dos metros, de tez blanca y provenía de una familia guajira. No solo dedicaba su tiempo a aquel lugar de lenocinio, sino también a la decoración y por eso en los carnavales era el maquillador oficial de las carrozas que participaban en los desfiles de la batalla de flores. Sus carrozas no tenían por qué envidiar a las de los reconocidos carnavales de la vecina y hermana ciudad de Barranquilla.
Pero mientras el Coronel Romero Escobar de seguro recibía la atención especial por parte del dueño de aquel bar ubicado en un sector popular del norte de la capital magdalenense, conocido también como el barrio Pescaito, muy cerca de ahí, a pocos metros, otra leyenda del bajo mundo de la Santa Marta de los años 60, identificado como José Ramón "Monche" Barros, había comenzado a ejecutar un plan macabro que consistía en asesinar esa noche al gran oficial de alto rango.
La disímil relación entre el Coronel y el personaje en mención se había formado a raíz de una serie de inconvenientes que el regente de la policía le habría ocasionado por su buen desempeño en su trabajo, ya que una de sus prioridades era no permitirle a nadie ninguna clase de contrabando por el territorio del cual estaba a cargo y mucho menos del tráfico de la marihuana que empezaba a despegar en la región. Como Monche Barros se dedicaba a lo último, es decir, al tráfico de la yerba alucinógena y como de manera reiterativa la policía le había quitado varios embarques grandes por orden del Coronel, tal vez pensó que si lo mandaba para el otro mundo se le resolvería ese problema por siempre y volvería a seguir traficando tranquilamente, como si el Coronel fuera solo la policía. No midió las consecuencias y pensó que se saldría con la suya y por poco lo logra, pero no fue asi.
Según los múltiples testimonios que hubo después, Monche Barros se habría subido por una pared de una casa vecina de aquel burdel que como cualquier casa normal se hallaba en medio de otras viviendas, se asomó por una claraboya y desde ahí, al ver al Coronel sentado y disfrutando de los placeres, le disparó varias veces hasta asesinarlo. El Cabo que había acompañado ese día al Coronel no supo qué hacer en esos espeluznantes instantes. Tras el cobarde crimen, el interior de aquel bar se tornó en una unísona gritería de mujeres. Por fortuna ninguna de ellas había resultado herida, gracias a la endiablada puntería de Monche Barros.
La noticia del crimen del Coronel Romero Escobar Asdrúbal se regó como pólvora. Era la primera y única vez que asesinaban a un oficial de tan alto rango en Santa Marta, el departamento y la costa del caribe colombiano. Los titulares en todos los medios impresos acapararon la atención del país. Era una locura solo pensar que hubiera alguien tan bruto de matar a un Coronel y creer salirse con la suya. Desde ese momento se vaticinó que el propio Monche Barros se había labrado solito su destino hacia el cementerio. Pero no fue así. El afortunado solamente fue encarcelado y durante su vida en la prisión se ganó la lotería con los números 0629 y la serie 65, es decir, el mes, día y año en que mató al Coronel Asdrúbal Romero. Otra locura. No se sabía si el tipo estaba con Dios o con el Diablo. Sin embargo, juzguen ustedes: después de agarrar el gordo millonario, salió de la cárcel y disfrutó de los millones que le trajo el juego de azar durante 22 años, hasta que llegó lo que muchos siguen creyendo que se trató de la venganza del Coronel.
Era un día normal de enero del año 1987, antes del medio día. Lo recuerdo como si fuera ayer. Yo estaba en la redacción del mejor periódico del mundo, en donde me comí las verdes y maduras, soportando a cuanto jefe locario llegó allí a imponer su criterio por encima del bien común del resto del cuerpo de periodistas y diseñadores, cuando de pronto sonó el teléfono. Era mi hermano Jorge, quien convivía aún con mi madre en la casa donde nací y me crié hasta que me casé. Había llamado para avisarme que acababan de matar a Monche Barros por el mismo sector residencial de mi casa maternal y precisamente, diagonal a la casa de los Cárdenas, la familia guajira que se enfrentó a plomo por casi 15 años contra los Valdeblánquez, la otra dinastía guajira y cuya historia escribí en el 2011 en un libro titulado: Crónica de una vendetta.
De inmediato colgé el teléfono y me fui con el fotógrafo Roberto Calderón, otra leyenda, pero del periodismo samario, hasta el lugar del acontecimiento sangriento. Al llegar allí, lo primero que vimos fue el cadáver de un hombre en medio de la avenida Santa Rita, en el cruce con la carrera octava. Yacía bocabajo y sobre un charco de sangre. Aún se veía que trataba de aferrarse al poquito aire que todavía le quedaba en sus perforados pulmones. Más adelante, como a 150 metros, dentro de una camioneta blanca, estaba la leyenda sin vida, con la cabeza sobre el volante y aún destilando gotas de sangre. Al lado, en el puesto del copiloto, su mujer seguía viva pese a recibir dos proyectiles de la ráfaga que momentos antes le habían disparado a su marido.
La primera versión que se recogió en el lugar de los hechos fue que a José Ramón 'el Monche' Barros le empezaron a disparar desde que salió de la sede del DAS, el cuestionado organismo de inteligencia del Estado que desaparecería años después tras comprobarse que había sido infiltrado por los nuevos generadores de violencia que empezaban a echar raíces en el país y más en esa ciudad y su departamento: Los mal llamados paramilitares que forjarían el imperio de las masacres, cuya historia en la ciudad, contaremos con el siguiente relato, pero antes, el final del presente: luego de la muerte de 'Monche' Barros, se empezó a tejer la hipótesis de que probablemente fue vengado por su hijo, quien para el entonces era ya un militar. Todavía se rumora que el Teniente Mario Romero, hijo del Coronel, pidió traslado para Santa Marta, para poder cumplir su promesa de vengar la muerte de su padre.
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