Ley de fuga
El último hecho delictivo que realizó el Mono Vergel, un atracador reconocido y muy peligroso en la ciudad de Santa Marta por los años 70, fue cuando amenazó inmolarse con dos granadas de mano en la plaza principal del antiguo mercado público de esa localidad del norte de Colombia, en un intento desesperado para no dejarse atrapar, ya que había sido cercado por la Policía y el Ejército nacional.
El Mono Vergel, quien era uno de los más buscados en el entonces por sus múltiples atracos a ciudadanos de bien, se había atrevido ir a la despensa pública de la ciudad, porque llevaba mucho tiempo que no se veía con su madre, quien tenía en el lugar un puesto de verduras.
En esa época, no existían los supermercados de hoy en día, por lo que era el único lugar adonde a diario y desde muy temprano, acudían tanto ricos como pobres a comprar los alimentos para sus casas. Y aunque parecía una locura, era más seguro para él ir a ver a su madre en su sitio de trabajo que a su casa, la cual consideraba que estaba vigilada las 24 horas de todos los días por la policía.
En innumerables ocasiones lo había hecho y en ninguna había sido descubierto. Según se decía, él llegaba hasta el negocio de su madre camuflado con una gorra y unas gafas oscuras, para cubrirse el cabello rubio y los ojos verdes que lo delataban a legua. Ni siquiera su mamá lo reconocía cuando llegaba al frente de su venta, fingiendo ser un comprador. Lo descubría porque él se le revelaba, diciéndole casi siempre:
--- Hola madre, soy yo, El Mono. No me saludes, actúa como si nada.
Y ella ya sabía cómo hacerlo: disimulaba venderle unas cuantas verduras, mientras conversaban. Luego él le pagaba con una faja grande de billetes que ella ni contaba y guardaba rápidamente en el bolsillo del delantal. Acto seguido, él se iba y mientras lo hacía, su madre lo santiguaba y oraba para que no le pasara nada malo. Sin embargo, esa vez no iba a poder hacerlo de nuevo, porque no había ido a abrir su punto de venta, debido a que pasó una noche terrible con una migraña y unos dolores en sus piernas, causadas por las várices. De modo que El Mono, cuando llegó al puesto de verdura de su madre y vio que estaba cerrado, lo primero que hizo fue devolverse para salir de inmediato de aquella edificación bulliciosa o con una algarabía unísona, ocasionada por más de un centenar de vendedores que ofrecían sus diversos productos.
No obstante, en el momento en que atravesaba una de las puertas de ese edificio, se tropezó de frente con dos policías, uno de los cuales era un archi reconocido agente del orden y al cual apodaban Justicia Loca, el mismo que viste y calza y quien por el entonces era el terror de los ladronzuelos de la localidad, dada su manera de impartir una justicia propia, ya que una vez que los atrapaba los hacía poner en ridículo, paseándolos por el barrio donde vivían u otros y para lo cual los amarraba con una soga a su moto. Claro que con El Mono Vergel debía pisar más suave, pues era muy peligroso y un bandido más inteligente. Apenas lo distinguió, se frenó en seco e hizo que su compañero hiciera lo mismo tras sujetarlo por un brazo.
Justicia Loca, sin dejar de ver al Mono, quien también se había frenado en seco y se había metido una mano en una mochila que llevaba colgada de un hombro, para insinuar que estaba armado, ignoraba en esos momentos qué clase de arma poseía El Mono dentro de su mochila. Ese día, además de una pistola cromada con que había atracado toda su delincuencial vida, Vergel se había aprovisionado con dos granadas tipo piña M-1. Nunca lo había hecho, pero alguien dijo después que lo más probable era que supo lo que le iba a suceder y por eso las llevó consigo esa mañana cálida de un día de agosto.
Al notar a los policías y en vista de que sabía que no iban a dispararle por la cantidad de gente que había en aquel recinto grande y cerrado, optó por regresar e intentar salir de allí por las otras tres puertas del edificio. Pero tampoco pudo, porque en cada uno de los restantes accesos volvió a hallar a otros uniformados que lo buscaban por entre la multitud. Ante semejante cerco y aprovechando su única garantía, tomó de rehenes a los comerciantes y usuarios que por esos instantes compraban en aquella plaza mayorista y empezó a perpetrar lo que sería su última acción delincuencial.
En cuestión de minutos, el mercado público de Santa Marta se convirtió en lo que ya era antes, un caos total, pero con el ingrediente tenso de transformarse en un holocausto. De los alrededores de la edificación, donde perennemente había existido un centenar de ventas estacionarias, fueron evacuados los otros mercaderes y usuarios. Y a la media hora más tarde, todo ese entorno había sido tomado por un batallón del ejército nacional.
Durante varias horas los mediadores de las diferentes unidades de las fuerzas públicas de la ciudad estuvieron convenciéndolo para que desistiera de su idea suicida, pero él se mostró siempre dispuesto a hacerse estallar con las dos granadas en medio de los rehenes. No había forma de que lo convencieran, hasta que alguien de la fuerza pública se acordó de su madre y la mandaron a buscar.
La señora Cristina, muy creyente de Dios, fue traída por una patrulla hasta los alrededores del mercado, a las 9:00 de la mañana. Llegó llorando y con una biblia entre sus manos. Apenas bajó del vehículo emblemático se vio impresionada por el operativo policial y militar. Había tantos uniformados que parecía haberse trasladado hasta allí el cuartel de la policía junto con la guarnición militar ubicada a la salida de la ciudad, por la carretera que conduce al balneario y complejo hotelero de El Rodadero. Era la primera vez que en Santa Marta e incluso en Colombia, se veía una situación así que involucraba a numerosos rehenes. Muchos años después, en los 80, las únicas tomas que la superarían, serían las de la embajada Dominicana y la del Palacio de Justicia.
Pero luego de una breve intrucción, mamá Cristina fue llevada hasta una de las entradas del edificio del mercado con el fin de que desde ahí le hablara a su hijo, quien escuchó las súplicas y razones de su madre en un expectante silencio. Y después de un buen rato, en el que su progenitora se lo pidió de forma reiterada y con el argumento de que lo hiciera por ella, quien se sentía enferma y por eso no había podido ir a trabajar, El Mono Vergel por fin desistió de su amenaza y se entregó.
Eran casi las 11:00 de la mañana cuando culminó con un final feliz aquella cinematográfica y primera toma de rehenes en el país, la cual había permanecido oculta bajo el polvo de la historia y de las miles de memorias que la presenciaron u oyeron por las noticias. Fue un triunfo de la justicia, del bien sobre el mal, aun cuando algunos pocos vieron aquel evento como un mal presagio para el mercado público de Santa Marta y nunca estuvieron errados.
Ese mismo día, pero en la tarde, El Mono fue conducido hasta la base militar de la Segunda Brigada con sede en la vecina ciudad de Barranquilla, bajo estrictas medidas de seguridad y en medio de un convoy del Ejército. No obstante, a los días siguientes, se supo que fue abatido cuando trataba de salir de esa institución castrense de manera ilegal y por lo cual le habrían aplicado la Ley mediante la cual se podía disparar y matar a quien fuese sorprendido huyendo de alguna prisión, norma que por fortuna dejó de practicarse tras la sanción del nuevo código penitenciario del 93.
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