Luces de París
Por Álvaro Cotes Córdoba
Antes de que a Santa Marta llegara la guerra cruenta de los Cárdenas y Valdeblánquez, las dos familias guajiras que se mataron por un deshonor durante 12 años, entre 1973 y 1985, la ciudad tuvo varios personajes en el bajo mundo del hampa que incluso, llegaron a convertirse en leyendas.
Uno de ellos fue Chepito, cuyo nombre de pila nadie recuerda ahora, pero sí ese apodo que él tenía en el entonces. Se trataba de un hombre alto, flaco y silencioso, quien solía vestir de negro y trabajaba como defensor de los que lo contrataban. El último de sus trabajos fue en un bar muy famoso por esa época y de nombre Luces de París, el cual estaba ubicado en un sector del noreste de la ciudad, en un barrio conocido también como el 20 de Julio.
En el entonces, contaba la gente, Chepito era una especie de cobrador y por eso tal vez le pusieron ese apodo en alusión a un grupo que se hizo famoso en Colombia por hacer el mismo trabajo, pero con las deudas morosas de los almacenes, para lo cual se vestían de negro y usaban un maletín de portafolio del mismo color, con la diferencia de que él, en lugar de maletín, portaba siempre una enorme pistola calibre 45.
Por esos tiempos, alrededor de aquel bar, el temible y todopoderoso atracador, el Mono Vergel, quien ya era una leyenda en la ciudad, se había convertido en un dolor de cabeza para los dueños del establecimiento de lenocinio, debido a que sus clientes más asiduos y ricos se habían tenido que alejar del negocio por miedo a ser víctimas del afamado y peligroso asaltante, el cual había dejado desplumado a más de uno, cuando regresaban a casa tras beber y estar un buen rato con las mujeres prostitutas en Luces de París.
Como al malo hay que traerle a otro más malo, los propietarios del bar contrataron a Chepito, quien a los pocos días de su temerario trabajo, tuvo un inmediato efecto y el Mono Vergel no volvió a acechar a la reconocida clientela del lugar. Fue tanta la alegría de los dueños del bar, que le extendieron el contrato por un año más.
Chepito fue muy reconocido por su profesionalismo y honestidad y era una monedita de oro que atraía a otros con complejo de superioridad. Por eso tuvo varias peleas a muerte, una de las cuales llevó a la tumba a un ex boxeador profesional, a su único hijo y a un inocente amigo de este último. Pero antes de ese pleito mortal, tuvo otro con el administrador de un establecimiento comercial muy reconocido en la Santa Marta de ese entonces.
Rayito de Luna era un expendio de fritos muy cotizado y al cual iba todo el mundo en Santa Marta. Estaba situado en la esquina de la calle 20 con carrera sexta, diagonal al antiguo y desaparecido teatro La Morita, un ícono en salas de cine de la ciudad. Al administrador de ese establecimiento comercial le decían Bodegón, en honor a su padre, quien lo había fundado varios años atrás. Bodegón junior era muy mamador de gallo y, al parecer, se conocía con Chepito desde la infancia. Por eso él visitaba ese sitio frecuentemente. No se sabe cuándo ni por qué, pero lo cierto fue que un día los dos se liaron a los puños, llevando la peor parte Chepito, quien casi nunca ganaba una pelea limpia. El runrún que se oyó después de ese enfrentamiento, fue que Bodegón, quien era más corpulento y de pegada fuerte, lo noqueó hasta dejarlo inconsciente y lo mandó al hospital.
Cuando fue dado de alta, una semana más tarde, a Chepito se le vio por el sector donde vivía su único hijo y a quien apodaban Pepillo. Tenía una actitud diferente, como la de un pendenciero, al igual que llegó con una propuesta rara para unos chicos de esa zona residencial: Les pagaba un peso por cada alacrán que le consiguieran.
Manuel, uno de los chicos que participó en esa búsqueda extraña, contó que ese día halló dos alacranes, los cuales descubrió debajo de una piedra dentro de una casa enorme que por muchos años permaneció en obra negra en ese sector céntrico de la ciudad y la cual era conocida como la Casa Vieja, ubicada frente a una singular cancha de fútbol de nombre Los Trupillos, ya que en medio de ella había sembrada media docena de esa clase de árboles y, sin embargo, allí se jugaba todos los días sin ningún problema. Hoy en día, en ese mismo lugar, existe una estación de gasolina y en la cancha de los trupillos hay ahora un taller de sincronización de autos.
Pero lo más misterioso fue lo que Chepito hizo con los cinco alacranes que le llevaron después los chicos: les talló unas hendiduras en cruz a las ojivas de las balas y luego las rellenó con el veneno de los alacranes. Ese mismo día, pero en la tarde, cuando veía la televisión encendida en su negocio, de espalda a la puerta de acceso, Bodegón fue tiroteado desde la calle y murió cuando era trasladado hacia el hospital San Juan de Dios, ubicado apenas a cinco cuadras.
Enseguida, todo el mundo dedujo quién fue. Incluso, los chicos de los alacranes, que conservaron por más de 50 años el secreto, al principio llegaron a sentirse cómplices de ese asesinato por los rumores que se escucharon acerca del posible autor material. Para la época, las investigaciones no trascendían más allá de las escenas de los crímenes y si así hubiese sido, tampoco habría sido posible averiguarles aquel secreto cómplice e intuitivo, porque tan solo eran unos niños. De todas maneras, la autoría lógica de aquel asesinato se corroboró aún más cuando Chepito se perdió por un tiempo largo hasta de la vista de sus seres más queridos, como la de su único hijo, quien convivía con su abuela.
Pepillo era un muchacho sencillo, parecido a su papá. Alto, delgado y también muy silencioso. Cuando era un niño sufrió un accidente automovilístico junto con su madre, quien falleció días después, mientras él resultó lesionado con una herida enorme en el parietal izquierdo y en la cual le tuvieron que hacer implante con la piel de uno de sus pies. En esa parte de su cabeza nunca más le creció cabellos y por eso siempre se mantenía lisa y brillante. Además, era una cicatriz que lo acomplejaba y cohibía con las adolescentes de su misma edad. Nunca se le conoció una novia mientras estuvo vivo, pero ya muerto aparecieron algunas rememorando que él las había enamorado, a fin de mostrarse sensibles, cercanas y solidarias con la víctima.
Y a raíz de lo que se decía de su padre, él pocas veces se alejaba de la casa de su abuela Rosa por seguridad, aunque casi nadie en el sector sabía que era hijo de Chepito. Se vino a saber cuando lo mataron vil e inmisirecordemente junto con un amigo vecino por lo que supuestamente hizo su padre años más tarde del homicidio de Bodegón.
En efecto, a mediado de la década de los 70, Chepito volvió a tener una pelea a los puños limpios con otro imposible de derrotar, pues se trataba de un ex boxeador profesional de nombre Getulio Brugés, residenciado en Santa Marta y quien fue campeón nacional del peso Walter en 1970.
Una madrugada, en un bar de mala muerte, ubicado en la calle 30, la única vía que había antes y por donde entraban los buses interdepartamentales e intermunicipales, para llegar hasta la terminal que quedaba en el centro de la urbe, se oyó en ese entonces que los dos sostuvieron un enfrentamiento desigual y en el que, como era lógico, Getulio salió victorioso.
Pese a que estaba borracho, el expugilista cogió a Chepito como una pera de boxeo. Fue noqueado en dos minutos o en el primer rount. Y debido a esa pelea, tuvo que ponerse gafas oscuras durante varios meses. Sin embargo, Chepito, en lugar de colocarle una denuncia penal por daños y perjuicios, como debería hacerse casi siempre, prefirió hacer justicia con sus propias manos, como era su costumbre.
De acuerdo con las noticias de la época, Brugés fue asesinado en octubre del año 1975, cuando se hallaba en su casa en Pescaito, el barrio donde nació uno de los jugadores de fútbol más inteligente y de fluidez futbolística que ha parido Colombia, Carlos 'El Pibe' Valderrama. Todo el mundo en Santa Marta supo de inmediato quién había sido su asesino y se prendieron las alarmas: El F2, así se llamaba para ese entonces lo que hoy se conoce como la Sijín, una subunidad de investigación que la Policía de Colombia mantiene en los departamentos o regiones, inició una búsqueda jamás vista antes, para dar con Chepito. Lo buscaron por todos los bares donde había laborado, por los restaurantes donde solía comer e incluso por donde nunca había ido y muchos otros recovecos o posibles escondites como los cerros milenarios que están dentro de la ciudad e igual por los que están alrededor, pero no lo pudieron encontrar.
De la misma manera lo hizo la familia del gran ex boxeador, al parecer, con el mismo resultado e incluso, para ese entonces, se escuchó el rumor de que los dolientes del muerto ofrecieron una recompensa jugosa para quien diera con él, por lo que se cree que no solo se había disparado la alarma en la subunidad policiva, sino también en algunos grupos criminales que empezaban a organizarse en la otrora pacífica ciudad de Santa Marta y en algunos que otros caza recompensas solitarios que también comenzaban a incursionar en la antigua localidad santa.
En el único lugar donde las alarmas seguían sin dispararse, extrañamente, era en el hogar donde vivía Pepillo, el hijo de Chepito. A lo mejor no se había enterado todavía de la noticia y por eso siguió haciendo lo que hacía casi todos los días. Por ejemplo, por esos días, en lugar de estar encerrado o no dejarse ver de nadie, una mañana fría de noviembre, salió a comprarse una soda a una tienda cercana y le dijo a un amigo vecino de nombre Alfonso, con quien se tropezó por el camino, que lo acompañara. Y desde esa vez nadie supo de ellos.
Solo a los seis días, cuando hallaron sus cuerpos, se supo lo que les había sucedido. Durante el tiempo en que estuvieron desaparecidos, todos en la zona residencial céntrica se conmocionaron y realizaron brigadas de búsquedas que resultaron infructuosas. Sin embargo, un testimonio de una mujer de 66 años, de nombre Blanca María, quien se la pasaba las 24 horas del día detrás de una ventana con persianas de madera en su casa, observando todo lo que sucedía en la calle, como si se tratase de una cámara de vigilancia, dejó entrever cómo pudieron suceder los hechos.
Dijo haber visto a Pepillo y a Poncho, el día que desaparecieron, cuando caminaban juntos en medio de la calle y sin cuidado de que los atropellara un carro. Es mas, contó que hasta los reprendió por eso y les gritó desde ahí que se subieran al andén, pero iban tan desprevenidos, que ni siquiera la oyeron. También recordó que esa vez había visto pasar a toda velocidad, por la misma calle y segundos después de ver a los dos muchachos, a un vehículo marca Toyota con carpa de color marrón y por un instante se imaginó lo que les había advertido y se apresuró a salir de su casa para cerciorarse, pero no vio a nadie.
De ese testimonio de la vecina observadora, se dedujo que los dos jóvenes inocentes, ese día, probablemente fueron obligados a subirse en ese vehículo y en el que se los llevaron después hasta el botadero de cadáveres de ese entonces en Santa Marta, situado a un costado de la carretera negra Troncal del Caribe y donde hoy en día funciona la nueva terminal de buses interdepartamentales.
Allí fueron encontrados en estado de descomposición. Pepillo había llevado la peor parte, porque le arrancaron las uñas, los dientes y los lóbulos de cada oreja. De acuerdo con la escena del doble crimen, las autoridades pudieron conjeturar que a Pepillo lo asesinaron después de que le trataron de sacar información supuestamente sobre el paradero de su padre. Como no les dijo nada, porque en verdad no lo sabía, lo ejecutaron luego con un tiro de gracia. A Poncho, por su parte, lo hallaron a unos veinte metros de Pepillo, con un tiro de escopeta en la espalda, como si antes hubiera intentado huir.
Dicen que durante el funeral colectivo se vieron unas caras desconocidas que reflejaban la esperanza de ver a Chepito entre la multitud, pero se quedaron esperándolo o como 'las novias de Barranca'. Chepito a esas alturas y según se filtró en el funeral, viajaba rumbo a tierras lejanas y cachacas, donde cinco años más tarde moriría de una enfermedad.
Aquellas muertes en vano de dos personas inocentes se convirtieron en la antesala del centenar de muertos que hubo después en la vendetta sanguinaria de las dos familias guajiras que se mataron entre si, una de las cuales ya se había radicado de forma sigilosa en ese mismo sector residencial del centro de Santa Marta.
Fin
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