En Taganga, ya nada sorprende


Por Álvaro Cotes Córdoba 


En Taganga, los viejos zorros del mar pululan por todas partes. Desde el más simple habitante hasta el más encumbrado residente, sabe lo que es perseguir un pez en aguas profundas y a mar abierto. Desde la época de su remota fundación, el corregimiento no sobrevive de otra actividad diferente a la pesca artesanal. La habitual costumbre orfebre se ha transmitido de generación en generación, como si fuera una herencia, por lo que la sana práctica circula entre sus pobladores como sangre por las venas.


En el exótico pueblo, contadas son las familias ancestrales que se han apartado de esa destreza tradicional y dedican su tiempo a explotar un significante turismo ponderado, pero muy remunerativo a la vez. Algunas de ellas han creado restaurantes con ofrecimientos de los platos más exquisitos del mar, mientras que otras adecuaron sus viejas casonas, como posadas típicas del terruño pesquero. Los clientes de las dos alternativas de ingresos pertenecen, en su gran mayoría, a grupos de turistas extranjeros que proceden casi siempre tanto del norte de América como de Europa y del lejano Oriente. 


En los albergues no es muy difícil sorprender a los foráneos sentados en las terrazas, contemplando los atardeceres y envueltos en el humo alucinante de sus tabacos de marihuana e inspirándose con la majestuosidad de la madre naturaleza u oceanográfica. Entre dos y tres veces al año los primitivos aposentos permanecen colmados de esos amantes de la vida bonachona.


Uno de los viejos zorros del mar, en la casa grande que le había dejado su abuelo, puso un establecimiento de comida crustácea y una fonda para los huéspedes inmigrantes. A ese lugar llegó un día una pareja de israelíes, compuesta por un joven de 26 años de edad, de constitución atlética, con ojos y cabellos negros y una linda adolescente de un aire angelical. Los dos solicitaron el alojamiento por una semana en el típico establecimiento, mientras pernoctaban por el balneario de ensueño. Alfonso, el viejo lobo del mar, los recibió como todo un buen anfitrión: les concedió la mejor habitación del característico aposento y les obsequió como cortesía de la casa dos cócteles de camarón bien condimentados.


Eran los primeros huéspedes que albergaba en la temporada de mitad de año de esa vez y la cual se vislumbraba con muy poca afluencia de visitantes, debido a una situación complicada de violencia que se reflejaba todavía en el país por las acciones beligerantes de unos grupos armados que peleaban territorios en los sectores neurálgicos de las diferentes regiones a nivel local, regional y nacional.


Los nuevos inquilinos fueron saturados de todas las atenciones por parte de él y les brindó tanta confianza, que la pareja forastera se adaptó enseguida a la convivencia en la representativa posada, a la cual accedían a cualquier hora y sin ninguna restricción por parte del propietario, un hombre virtuoso, espontáneo y chacharero. Un día en que la atractiva y joven huésped ilustre se quedó a solas en la hostería, porque su compañero debió salir hacia el centro de la ciudad, a retirar un dinero de un cajero electrónico, diligencia que duró casi cuatro horas, debido al problema de siempre en el sistema de las entidades crediticias, el veterano pescador y mesonero de aquella posada, se acercó a la habitación de la pareja con el propósito de preguntarle a la adolescente, qué le gustaría consumir para la cena de esa noche.


Al llegar a la puerta de la pieza notó que, de manera inusual, se encontraba entreabierta, sin embargo, habló para que la agraciada muchacha se diera cuenta de que él la solicitaba, pero nadie dentro de aquella habitación contestó a su llamado. Y en vista de que no sucedía, pese a su insistencia, el zorro del mar entró sin permiso a la arrendada división interior en forma temerosa, puesto que era muy consciente de su indiscreción, ya que si lo sorprendían en esas peripecias se podía ir a tierra la renta del aposento.


Cada vez que se adentraba más a la pequeña alcoba, hablaba para que lo escucharan y ni así recibía alguna respuesta, por lo que ingresó hasta la diminuta cocina que poseía el lugar y no halló a nadie, luego miró hacia la cama doble, ubicada a un costado del cuarto, pero tampoco encontró a nadie sobre ella. El único espacio que quedaba por inspeccionar era el baño y el cual tenía la puerta cerrada. Y cuando iba a tocar sobre ella, escuchó el ruido en el cerrojo de la misma, lo que hizo que se frenara en seco. A los pocos segundos, la hoja de madera se abrió de par en par y emergió por entre ella y como Dios la trajo al mundo, la tierna adolescente, mostrando toda su dotación personal.


Lo más raro fue que la esbelta joven no se cubrió sus partes íntimas, como suele suceder en esos casos. El apenado resultó ser el veterano pescador, quien salió corriendo de la habitación, con una perplejidad e irresolución, como si en lugar de acabar de ver a una hermosa sirena, hubiera visto al Diablo en cuero. La pareja extranjera continuó viviendo allí, hasta que se les venció el tiempo y decidieron irse, tal vez hacia su país de origen, no obstante, antes de que partieran, el viejo pescador de Taganga se le acercó a la linda turista y le preguntó:

--- Señorita: ¿Cuándo se va a quitar la pieza que le sobra entre las piernas? --- Y la hermosa joven se sonrojó, al mismo tiempo que miró a su pareja, como queriendo decirle: “Nos descubrieron...”

Fin


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Álvaro Cotes Periodista