El día en que la Ciénaga se tiñó de rojo
Un nuevo aniversario, el número 22, cumple la masacre de Nueva Venecia de la Ciénaga Grande, ocurrida el 22 de noviembre del año 2000. Aquí este relato de mi autoría cuenta una parte de la violencia que se pudo vivir ese día:
Por Álvaro Andrés Cotes Córdoba
Una mancha roja se acercaba poco a poco al bote donde permanecía Pedro Carrillo, quien se disponía a empezar su faena diaria de pescar en la Ciénaga Grande. Era un miércoles 22 de noviembre del año 2000, con poca brisa y un inclemente sol. A lo lejos, como a dos kilómetros de distancia, se vislumbraba unos mangles secos.
Había llegado a esa parte de la Ciénaga Grande, luego de remar durante una hora desde Nueva Venecia, el pueblo palafíto donde vivía junto con su esposa y dos hijos. El sitio era el más visitado por los pescadores de la región, debido a la cantidad grande de peces que extraían siempre de allí. No obstante, esa mañana, el lugar se hallaba solo, lo que parecía muy extraño. Sin embargo, la soledad no lo había asustado, por lo que continuó con su disposición de pescar.
Mientras desenredaba la atarraya, la mancha roja se aproximaba cada vez más y cuando rodeó el bote, se percató de su existencia y de inmediato se puso a meditar, para ver de qué se trataba. La vio por un buen rato, pero no pudo sacar ninguna conclusión con la simple observación, por lo que utilizó su olfato, para lo cual tomó una muestra con un pequeño recipiente que llevaba en el bote y se la llevó después hasta su nariz. A lo que la olió, percibió enseguida un fuerte olor a sarna, que le provocó náuseas.
--- Huele a sangre --- dijo en voz alta.
Luego, levantó la vista y siguió con ella el rastro de la mancha, la cual provenía desde el sur de la Ciénaga, hacia donde había sido erigido su pueblo natal. Como era un fenómeno jamás visto y porque no esperaba arriesgar su trasmayo con la sustancia desconocida, decidió interrumpir su tarea diaria y se propuso entonces a descubrir el origen de la desagradable mancha. Agarró el palo de remo y navegó de forma paralela a ella, rumbo a su fuente original.
Cuando llevaba veinte minutos de recorrido, escuchó una ráfaga de disparos y dejó de remar de inmediato. Por un instante largo esperó oir otras detonaciones, pero tras las iniciales explosiones, continuó un silencio rotundo que lo llenó de pánico. A los pocos segundos, escuchó el sonido de unas lanchas rápidas acercándose hacia él, por lo que permaneció inmóvil y en silencio en su bote. Por precaución, remó después de forma rauda hasta ocultarse detrás de los mangles marchitos. Y desde allí pudo visualizar, instantes más tarde, cuando tres lanchas pasaban a velocidades muy raudas, cada una con motores fuera de borda y unos hombres armados y uniformados abordo. En cuestión de unos segundos después, desaparecieron por entre el horizonte de la inmensa Ciénaga Grande. No salió de su escondite enseguida, por temor a que los hombres armados en las lanchas regresaran y se tropezaran con él. Pernoctó allí por unos minutos y, más tarde, emergió, cuando ya no se escuchaba ningún otro ruido y por eso se sintió más seguro y reinició su recorrido hacia su pueblo natal.
Nueva Venecia, por esos instantes, vivía el peor día de su historia. En frente de la iglesia del corregimiento, una multitud lloraba de forma inconsolable. Los llantos de las mujeres eran los que más se oían. Algunas se agarraban de sus cabezas y otras se tiraban sobre el suelo, en demostración de que se sentían impotentes y con un intenso dolor. Luz Marina Luna, una mujer robusta, se había desmayado, al igual que su vecina Josefina Orozco y quien, según trascendió más tarde, había sido la única testigo de lo que aconteció ese día en Nueva Venecia. Otra mujer gritaba de dolor como desquiciada, pero su lamento, pese a ser agudo, no se oía entre los demás y daba la impresión de que por su boca no salía ni un solo gemido. Entretanto, el pescador jubilado, Jairo Palacio, arrodillado a la orilla de la única parte con tierra firme en Nueva Venecia, en donde sigue en pie la iglesia, le suplicaba al Todopoderoso su intervención divina. Otra escena dolorosa fue la que protagonizaron dos niños, cuyas edades oscilaban entre los 4 y 6 años y quienes lloraban sentados en el suelo y sin ninguna compañía adulta. Los párvulos llamaban a sus padres, pero éstos jamás les iban a responder. Rebeca Flórez, una líder comunal muy solidaria, se dio cuenta del drama de los menores y corrió a consolarlos. Más tarde, se los llevó para su casa.
Al cabo de 45 minutos, Pedro Carrillo arribó por fin a Nueva Venecia y experimentó muy de cerca los dramas ya descritos e incluso, avistó a su mujer en medio de la muchedumbre, caminando e inconsolable, con sus dos pequeños hijos. Al verla en ese periplo se le acercó y su reencuentro con ella fue la única escena feliz que se viviría esa mañana en Nueva Venecia. La abrazó y ella prorrumpió en un llanto prolongado, el cual le vino por la alegría de volverlo a ver:
--- ¡Estás vivo! --- le gritó con emoción.
--- ¿Qué ocurrió aquí? --- preguntó él y ella, sin dejar de abrazarlo y llorar, contestó:
--- Los mataron... --- después no pudo seguir hablando, porque el llanto se le hizo más agudo y se lo impidió.
--- ¿A quiénes mataron? --- volvió a preguntarle, y Nancy, aunque quiso decírselo, no pudo, porque el llanto siguió impidiéndoselo. Entonces, uno de sus pequeños hijos, llamó su atención y le señaló con un dedo hacia el lugar donde se veía un gentío acongojado. Pedro Carrillo se apartó enseguida de su mujer y se dirigió hasta el grupo de personas, en donde se introdujo luego y a lo que se puso en primera fila, observó lo que había ocurrido ese día en Nueva Venecia.
A unos seis metros de la puerta principal de la iglesia del pueblo, había en el suelo una hilera horizontal de personas muertas, arropadas con sábanas blancas ensangrentadas. Estaban bocarriba y bocabajo. Pedro Carrillo quedó impactado y sintió por esos segundos un escalofrío que le sacudió todo el cuerpo, al mismo tiempo que su corazón se le aceleró más. Lo primero que pensó por esos momentos fue en su mujer y sus niños y por eso regresó a ellos y les dijo que, de inmediato, debían abandonar aquel pueblo. Y cuando se dirigían hacia su bote, para abordarlo, se escuchó el sonido de una lancha que provenía del norte de la Ciénaga, lo que cuasó un pánico general entre los habitantes, quienes por esos instantes se encontraban en aquel neurálgico lugar. Todo el mundo corrió enseguida a esconderse en el interior de la iglesia. Nancy cargó a sus dos pequeños y fue la primera en ingresar al santuario católico, mientras que su marido lo hizo de último. En los segundos en que corría hacia el sitio mencionado, él escuchó unas detonaciones y pensó que los ocupantes de la embarcación rápida habían empezado a disparar, pero no fue así. Las explosiones se debían a una falla en el motor de la nave acuática y en la que, además, venían unos soldados del ejército nacional. Un Capitán alto, de piel morena, cabellos oscuros y muy enérgico, fue quien bajó de primero de aquella patrulla militar. El oficial preguntó después a los pobladores de Nueva Venecia, qué era lo que había sucedido, pero ellos, con la conmoción por lo acontecido, no supieron ni qué responderle, sólo se miraron a las caras. Sin embargo, el militar continuó hablándoles y les aseguró que, a partir de esos instantes, se comprometía a encontrar a los culpables, pero eso jamás ocurrió.
Aquella matanza fue el producto de una irracional justicia propia. La cometió un grupo paramilitar comandado por un hombre desalmado, calvo, sin bigote ni barba y un abdomen cervecero. Los mercenarios habían penetrado en la Ciénaga Grande por las horas de la madrugada y habían huido después, tras matar a cuantos pescadores hallaron durante su travesía de la muerte. Pedro Carrillo se había escapado de morir ese día, porque despertó tarde, a las 06:00 de la mañana, ya que un dolor de muela sin madre lo mantuvo con los ojos bien abiertos durante toda la noche anterior. Es decir, la muela le había salvado la vida.
Diez minutos más tarde, luego de que llegaron los miembros del ejército nacional, cuando se diezmaba la tensión de miedo en el pueblo, Pedro Carrillo se arrimó de nuevo a la fila de cadáveres que seguían arropados con las sábanas blancas ensangrentadas y descubrió entre ellos a sus amigos de infancia, adolescencia y de toda su vida. Además, advirtió que por debajo de los cuerpos inertes salían unos chorros lánguidos de sangre que desembocaban en la Ciénaga, por lo que dedujo en seguida que se trataba de la fuente original de la mancha roja, a la cual había seguido en su recorrido de regreso a su pueblo natal. Al atardecer, cuando ya se ocultaba el sol, toda la Ciénaga Grande se había cubierto por completo de esa mancha roja. Fue el día en que la Ciénaga se tiñó de rojo.
Fin
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