El pirata pariente

 


Por Álvaro Cotes Córdoba 


El repicar de una campana en la única iglesia que había en la provincia en poder aún de los españoles, despertó al gobernador de la misma, en su alcoba privada. El mandatario era un gordo barbudo quien usaba peluca por su prematura calvicie. Les faltaban dos dientes, entre ellos un colmillo. Tenía vellos hasta por la espalda. No obstante, siempre dormía bien acompañado. Por ejemplo, ese día que apenas despuntaba (ya eran las 6:00 am), había amanecido con dos tiernas amerindias, las más bellas del territorio conquistado y con las cuales los encontró su leal sirviente llamado Bertulio, quien ingresó a su dormitorio sin ni siquiera anunciarse, para darle la mala noticia del por qué estaba sonando la campana de la iglesia. 


—- Señor, asómese a la ventana — le sugirió.


Y él lo hizo, pero antes les dijo a las aborígenes que se vistieran y se fueran para sus aldeas, las cuales estaban muy cercas. El gobernante se puso la bata de pluma de ganso y se dirigió a la ventana. Lo que vió lo atemorizó como ya había empezado a aterrorizar a los 250 habitantes de aquella capital provincial, media hora antes. 


Desde su alcoba, se podía contemplar El Morro y todo el hermoso horizonte del mar Caribe al fondo, pero esa vez se había empañado con la inesperada visita de siete navíos filibusteros. Le pidió de inmediato el catalejo a su sirviente y pudo observar en detalle a una de las embarcaciones y descubrió que, quien dirigía la intimidante flotilla, era ni más ni menos que uno de los piratas franceses que tenía azotada a las poblaciones del Caribe por esos años de mediado del siglo XVI.


La pequeña villa, conformada por españoles y amerindios, ya había sido atacada en años anteriores por otros piratas de otras nacionalidades, entre ellos ingleses, por lo que sabían qué hacer ante la nueva e inminente amenaza. El mandatario de inmediato mandó a llamar al comandante del ejército a su servicio, un experto militar de rango mayor de apellido Lope  y le ordenó activar la única estrategia militar que sabían y la cual solían usar siempre, a veces con efectivo resultado: Colocar trincheras de alambres de púas envenenados en sitios estratégicos donde los buques enemigos podrían intentar desembarcar a sus tripulantes.


Pero cuando estaban apenas desenredando la alambrada, los bucaneros comenzaron a disparar tanto desde los barcos de vela anclados cerca a la bahía, como desde los botes que se aproximaban, para desembarcar en la playa. Usaron sus arcabuces, culebrinas, pedreros y bombardas. El infierno se desató en aquella localidad que apenas llevaba 34 años de fundada. No alcanzaron a desenredarla, ya que todo el mundo salió despavorido a buscar refugios o a distanciarse de donde caían los diferentes tipos de proyectiles del poderoso arsenal de los temidos filibusteros.


El saqueo y el incendio de una parte de la población se hizo inevitable, después de que entraron fácil a la ciudad. Ni los guerreros de una de las aldeas indígenas más cercanas, amiga de los españoles, pudieron contrarrestar con sus flechas el ataque de los casi mil piratas que se la tomaron ese día. Los asaltantes arrasaron con todo: Robaron en las casas los objetos de valor y tomaron prisioneros, entre estos últimos, a las dos lindas nativas que estuvieron durmiendo con el gobernador pipón y de cuyos nombres nadie se acuerda ahora. Al caer la tarde, cuando toda la población había sido sometida, bajó del barco principal de la flota bucanera, el reconocido y temido capitán pirata. Era alto, de buen parecido y una piel blanca. Tenía una barba negra cerrada con un bigote del mismo color que se unía a ella por sus dos extremos. Era Martín Cotes, mi pariente ancestral pirata… 

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Álvaro Cotes Periodista