Un cura sin cura
No todos los curas son iguales: Hay muchos que son unos verdaderos santos, pero existen otros pocos que no tienen remedios...
Historia escrita por: Álvaro Cotes Córdoba.
Todos los derechos reservados.
Santa Marta, Colombia.
“Peor que las cosas malas de este mundo, es el silencio de la gente buena”. Gandhi.
El padre Víctor, párroco de la iglesia de San Antonio, salió una mañana de su parroquia con el fin de participar en la conferencia sobre valores morales, a desarrollarse en una institución estatal, dedicada a la protección de la familia y niñez. Partió en su lujoso auto blanco que se había comprado con las dádivas de los feligreses.
A la altura de su pecho llevaba la cruz blanca que usaba siempre colgada en un rosario del mismo color y el cual le pendía de su ancho cuello. Se había puesto la camisa negra de mangas cortas que lo hacía ver como si fuera un actor de telenovelas. Con suma frecuencia, y no era para piropearlo, le decían que mejor se hubiera metido a la televisión y no al seminario, por su pinta actoral. Pero él siempre respondía con una sonrisa picaresca y el argumento de que: "No hay por qué renegar de lo que así dispuso el Señor".
En el periplo hacia la institución referida, recibió una inoportuna llamada en su celular, pero no la atendió, porque vio que se trataba de una ferviente amiga, a quien de manera muy especial le había venido dando sus consejos espirituales aparte. La privilegiada insistía en sus reiterados llamamientos y en vista de que él no le contestaba, le envió un mensaje de texto que el sacerdote abrió después y leyó su contenido que decía, palabras más, palabras menos: "Estoy embarazada".
No le molestó para nada la misiva electrónica y volvió a cerrarla e incluso, la borró de la lista de los mensajes recibidos, como un gesto de que el asunto no le importaba, dando a entender que creía se trataba de una broma, ante la cual no caería como una mansa paloma. Se imaginaba saber todos los recursos femeninos, habidos y por haber, porque de lo contrario no estuviera aún en el sacerdocio, con una vida bastante cómoda y un manojo de mujeres detrás. La última del ramillete era la chica que le urgía hablar con él, una joven que ni siquiera había cumplido los 19 años de edad.
Cuando se hallaba por la mitad del trayecto a la institución donde daría la conferencia, el celular le volvió a sonar y era la misma adolescente persistente. Dejó que el aparato inalámbrico repicara por tercera ocasión y luego, por fin, contestó: "Aló", dijo. Y ella, por algún lado de la urbe, le reiteró la preocupación que la atormentaba por esos momentos: "Estoy embarazada y no es una broma", se oyó decir a través del aparato inalámbrico. "No hay problema", le dijo él con la tranquilidad que lo caracterizaba. "Para eso existe una solución", aclaró de manera descarada.
Así hablaba él, de forma franca. Lo mismo pasaba cuando se colocaba en el púlpito, en donde mostraba sus intereses personales hacia las retribuciones por su actividad pastoral. Desde ese sacro lugar se ungía con la solemnidad de la autoridad que ejercía y como mandaban los preceptos de la iglesia y solía decir que no debían de ser mezquinos con el Señor, porque así como Él da, a Él también tienen que darle: "Ustedes saben que Dios lo ve y oye todo, de modo que, quien quiera más del Señor, debe darle más", decía.
Era la parábola que le resultaba muy productiva durante sus misas concurridas en la parroquia. Un día se enojó tanto, que incluso peló el cobre, porque descubrió que alguien entre los feligreses tuvo la grosería de introducir en la bolsa de las limosnas un billete de mil pesos. Pegó un grito hacia el cielo, como propendiendo que el Creador lo oyera y derramara toda su ira en contra del responsable. "¿Cómo se atreven a hacer una herejía en la propia casa del Señor?", descalificó. "Es la muestra de que Lucifer está entre todos ustedes y se oculta con el disfraz del fiel cordero. Que el blasfemo se retire del templo antes de que Dios se arrepienta de su indulgencia", sentenció.
Pero nadie entre los asistentes de la capilla pastoral obedeció su orden, al principio, porque al cabo de unos minutos, un niño de apenas 8 años de edad, con su rostro angelical y sollozando por su mea culpa, se levantó del auditorio y se dirigió después hacia la puerta de la iglesia. El infante había sido el depositante del famoso billete que, momentos antes de que entraran al templo, su madre se lo había regalado para que comprara un helado, pero él de manera inocente y generosa, prefirió guardarlo, para cuando llegara el turno de la donación caritativa en la misa que se ofició ese día. Una acción gentil de su parte y de la cual nunca se imaginó que acabaría lapidándolo, como lo hizo resaltar la joya de cura que exhibía la parroquia de San Antonio. No obstante, el padre fue vivo y ante sus palabras insensatas por su ligereza, que afectaron en buena parte al ingenuo pequeño, se adelantó al niño que se retiraba de la capilla y lo contuvo con las siguientes palabras: "Niño, si fuiste el donante de los mil pesos, te felicito, porque demostraste con esa acción que eres honesto con el Señor". Al chiquillo le regresó el alma al cuerpo, luego sonrió y mostró una dentadura que empezaba a mudarle.
Al llegar al ente estatal, el padre Víctor todavía mantenía la conversación por su celular de alta gama con la febril amiga, la cual desde algún lugar de la ciudad le porfiaba que estaba en cinta. El presbítero le expresó, para quitársela de encima, que él le tenía un secreto: no era apto para fecundar a una mujer e insistió en que de ello estaba tan seguro como saber que Dios existía. Y apenas el cura le dijo así, la mujer por el celular cortó la comunicación. El padre festejó su genialidad con una pícara expresión que se le dibujó de oreja a oreja, con la cual ingresó a la entidad gubernativa y la conservó así hasta cuando penetró al salón donde iba a dictar su charla sobre la moral. Todavía mantenía la sonrisa y el receptor telefónico en su mano, cuando descubrió en medio de la puerta principal del recinto cerrado, el cual estaba atestado de gente, a la intensa joven que lo había estado llamando por el celular.
--- Hola, padre estéril --- le dijo ella de forma sarcástica --- aquí estoy para que me digas, en mi propia cara, que no es tu hijo a quien llevo en el vientre --- agregó.
Su expresión inquietó al padre, quien de inmediato se le acercó y le pidió que bajara el tono de la voz, porque la podían escuchar las demás personas. La joven hizo un ademán, que significaba que a ella no le importaba un comino que alguien más la oyera y siguió hablando:
--- Para eso te pones con la ridiculez de hacerte el desentendido; bueno, ahora atente a las consecuencias y por eso he venido hasta aquí, ya que no me quisistes atender por teléfono.
--- Baja la voz, por favor --- fue lo único que atinó a decir el padre Víctor. La mujer se veía bien despachada, con un hermoso rostro y agraciado cuerpo.
Ella había sido bautizada hacía 18 años con el nombre de Martha Pérez, vivía aún con sus padres y recién se había graduado de bachiller en una institución de monjas, en donde conoció al padre Víctor, quien daba clases allí. En los últimos días de su relación oculta con el clérigo, se había acostado con él por tres ocasiones, en uno de los moteles de la ciudad, ubicado en las afueras de la misma y en donde tenían centrado su nido de amor. El amorío que ambos sostuvieron hubiera perdurado más tiempo si el padre no le hubiera salido con la proposición indecente que le hizo la cuarta vez que estuvieron juntos en el mismo cuarto del motel donde dejaban fluir sus pasiones contenidas. Y aunque el padre le llevaba veinte años de diferencia y sabía que aquella relación nunca iba a prosperar ni a ser pública, por la vocación del sacerdote, le dolió tanto en el alma separarse de él por semejante proposición.
El padre Víctor le había sugerido hacer un trío la próxima ocasión que se vieran en aquel motel, a lo que Martha enseguida se opuso, justificando su posición a una falta de respeto de parte del sacerdote, ya que ella no compartía esos actos pecaminosos. "Pero eso no es pecado", trató de convencerla el padre de manera atrevida y ella, anonadada por lo que oía, le pidió que la respetara, porque no era ninguna prostituta para acostarse con dos hombres a la vez. Acto seguido se vistió y abandonó la pieza que, ese día y como en las ocasiones anteriores, había sido el nido de amor de los dos. Desde entonces terminó su relación con el hombre que aún le hacía sentir mariposas en el estómago. No obstante, ocurrió lo inesperado, porque a los 28 días, cuando le debía llegar la menstruación, esta no se asomó ni en sombra, por lo que empezó a preocuparse. A los dos días fue donde un médico y este le hizo las pruebas, las cuales resultaron positivas. El mundo se le vino encima. Adiós a la universidad, a la profesión de medicina y a la vida que había soñado tener algún día. Todo se complicó para ella. Por eso, ante tremendo estado de frustración, porque así empezó a sentirse desde el momento en que supo la grave noticia, en lo primero que pensó fue en compartir ese ánimo de desilusión con el padre de la criatura que empezaba a germinar en su vientre, con el fin de encontrar en él un apoyo solidario, pero el cura sinvergüenza le había salido con unas largas y otras cortas. No obstante, ella estaba dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias, si es que el sacerdote continuaba con el juego de evadir su obligación paternal o de no reconocer a su hijo. Por eso se le había presentado esa mañana al salón donde daría su conferencia, para encararlo y dar al traste con su postura machista e irresponsable.
El lugar, como ya se dijo antes, estaba repleto de gente que, para colmo de males, procedían de los distintos órganos judiciales e institucionales del gobierno nacional, encargados de vigilar los derechos de los niños y de castigar los delitos contra las vidas y bienes de los ciudadanos. Es decir, se encontraba en medio de fiscales, jueces, policías, defensores públicos y hasta de magistrados de la Corte Constitucional. Una novedad como la que ella portaba por esos instantes, no solo arruinaría la disertación del padre Víctor frente a la selecta audiencia, sino que iniciaría su desprestigio total, porque en materia de escándalos en el país, únicamente se debía esperar que alguien encendiera la chispa, para que se prendiera toda una hoguera de revelaciones profanas en contra del indiciado. Claro que el cura Víctor sabía muy bien cómo salir ileso de los bochornos y calumnias que decía él, le levantaban en su contra algunas resentidas del amor y quienes lo perseguían de parroquias en parroquias.
--- ¿Qué es lo que quieres? --- fue lo primero que se le ocurrió decir al padre Víctor, cuando se aproximó más a ella.
--- Que reconozca a tu hijo y si no lo crees, aquí están estos resultados --le contestó Martha Pérez, al mismo tiempo que le extendía un papel con un dictamen médico.
Esa mañana, Martha Pérez se había puesto sobre su cabeza una pañoleta morada que le tapaba casi todo el cabello negro y solo le dejaba al descubierto su precioso rostro y los lóbulos de sus dos pequeñas orejas, en donde pendían dos diminutas argollas de plata. No se había maquillado, pero igual se veía tan hermosa con sus ojazos negros, labios carnudos y cutis lozano. Se asemejaba a la virgen María, claro que la vestimenta que llevaba puesta: un pantalón yin desteñido con una blusa holgada de seda y de color marrón, contrastaba con su divino aspecto facial.
--- Este no es el momento --- le dijo el padre Víctor, quien no dejaba de mirar a su alrededor y por donde las personas asistentes al evento pasaban y lo saludaban con mucho respeto.
--- Yo opino lo contrario --- respondió Martha Pérez, sin dejar de extenderle el documento de la prueba fehaciente de su estado de preñez.
--- Cuando concluya la conferencia hablamos en mi parroquia --- se le ocurrió decir al padre Víctor.
--- ¿Y a qué hora termina esta cosa? --- preguntó Martha Pérez, un poco desinteresada con el evento que allí estaba a punto de desarrollarse.
--- No sé, tal vez dentro de cinco horas --- manifestó el párroco, como queriendo salir del paso.
--- Bueno, durante ese tiempo lo voy a esperar en su oficina --- confirmó ella y luego se retiró de aquel lugar con el convencimiento del deber cumplido.
Al padre Víctor se le vio por fin que pudo tragar saliva. Después respiró profundo y luego se dirigió hasta la tarima en donde yacía una silla con su nombre y al lado de la cual permanecían sentados otros personajes y autoridades burócratas que disertarían esa mañana. En esos precisos instantes, un moderador inició la programación del evento, anunciando la presencia del primer conferencista. El padre Víctor sería el segundo en intervenir dentro del orden numérico en que se había organizado la serie de exposiciones que se efectuarían allí.
Ese día, según trascendió después, el padre cobró por su intervención la cantidad de 200 mil pesos. Los organizadores le pidieron explicación por su cobro, pues hasta donde ellos sabían no se trataba de unas conferencias remuneradas sino de colaboración, pero el padre Víctor se enfureció y les dijo que de gratis no le dictaba una charla ni siquiera a su madre. El comité creador del evento debió buscar la cantidad de dinero antes descrita, de donde no la tenían, para que el padre dictara su insulsa conferencia, la cual no sostuvo ni siquiera por más de treinta minutos, al cabo de los cuales abandonó el recinto y regresó luego a su parroquia, con la irresolución de no saber cómo iba a solucionar el problema con Martha Pérez, quien pese a la corta espera que le tocó hacer, no se alegró cuando vio llegar al padre, el cual ingresó a su dependencia privada sin siquiera saludar antes a su secretaria y mucho menos a Martha, quien murmuró al respecto cuando pasó casi que por encima de ella:
--- Caramba ni los buenos días —
La secretaria del padre Víctor se quedó anonadada y sin saber si festejar o no la gracia de Martha. El padre dio muestra de que no alcanzó a escuchar absolutamente nada de lo que había susurrado la joven embarazada y terminó de entrar a su despacho. Desde allí, al cabo de dos segundos, le gritó a Martha, para que pasara a su oficina. Ella se levantó de la cómoda butaca en donde había permanecido sentada por una hora y, echándole un vistazo cómplice a la secretaria, con una sonrisa pícara entre sus labios, obedeció al sacerdote y también penetró en el recinto privado. En el despacho del clérigo, el cual parecía la oficina de un político, con muebles carísimos y cuadros de pinturas costosísimas, se inhalaba un clima agradable y la temperatura estaba a unos 10 grados centígrados, debido a un mini split silencioso pegado a una de las cuatro paredes de aquel confortable aposento.
--- ¿Ajá y entonces, qué es lo que tú quieres? --- le indagó enseguida, cuando Martha se sentaba frente a su escritorio, en un sofá grande de grata recordación para ella, por cuanto allí había sido donde se consumió el primer acto sexual de aquella inapropiada relación sentimental.
--- Que te hagas responsable de nuestro hijo...
--- ¿Nuestro hijo? --- interrumpió el cura.
--- Sí, nuestro hijo, aunque no lo quieras reconocer --- contestó de inmediato Martha, con un tono alto y enojada.
--- Primero que todo, no me levantes la voz, porque no estás en tu casa -- reprendió el padre.
--- No estoy alzando la voz, es mi forma de hablar cuando veo que algo no es justo.
--- ¿Justo? --- preguntó el sacerdote --- ¿me vas a hablar de justicia? --recalcó.
--- Por qué no, acaso ustedes los curas se creen los únicos con el derecho de hablar de justicia --- respondió ella con toda una confianza y una actitud de irrespeto hacia aquel sacerdote.
--- Pero en fin, yo estoy aquí es para hablar de mi hijo y de que tenga su paternidad, porque de lo contrario...
--- ¿De lo contrario qué? --- interrumpió el padre Víctor, mostrando una actitud desafiante: los labios se les juntaron y los ojos se les abrieron más de la cuenta, mientras sus manos grandes también se desplegaron sobre el escritorio, como si quisiera pegarle a Martha.
--- ¿De lo contrario qué? --- volvió a preguntar.
Martha Pérez no le contestó enseguida, no por miedo, porque en esos momentos ella sentía de todo menos miedo, sino porque pensó que si se lo advertía, él se le adelantaba y frustraba sus intenciones, por lo que lo dejaría con la duda.
--- ¿Me vas a demandar? --- sondeó el padre Víctor.
--- No lo había pensado así, pero si toca, toca --- dijo Martha, exhibiendo una sonrisa burlona.
--- ¿Cómo estás tan segura de que soy el padre de ese hijo que dices llevas ahí? --- volvió a interrogar el cura, señalándole hacia su vientre.
--- Tan segura como saber que Dios existe --- le devolvió la misma respuesta que el padre Víctor le había dado dos horas antes, cuando por fin le contestó el celular, luego de varios intentos fallidos.
--- Eso se comprueba con el ADN --- sugirió el padre Víctor.
--- Lo mismo digo yo --- dijo Martha, con una seguridad que sorprendía al presbítero.
Después, ambos se quedaron en silencio. El padre Víctor disimuló despreocuparse, abriendo un sobre en el que un feligrés le había enviado una dádiva. Se trataba de un cheque, el cual ostentaba una cifra grande, sin embargo, no se impresionó, porque el desasosiego que padecía en esos segundos era más apremiante que el valor exorbitante de aquel pagaré. Martha notó su incomodidad y se compadeció un poco, por cuanto aún lo deseaba y quiso proponerle una alternativa, pero él se encargó de descartarla de manera abrupta, al decir:
--- Puedes mover cielo y tierra, pero ese hijo no me lo vas a achacar a mí — le escupió.
La mente se le nubló y el apellido se le subió a la cabeza. Le entró una ira, que quiso en esos instantes estrangularlo, pero se controló, mas no pudo hacer lo mismo con su lengua, con la cual lo insultó después y le dijo hasta del mal que iba a morir, luego salió de aquel recinto con tanta rabia, que cerró la puerta con mucha fuerza. El portazo asustó a la secretaria, quien quedó espantada, mientras contemplaba a Martha que pasaba chispeando y lanzando improperios en contra del sacerdote. Antes de dejar por completo la oficina de la parroquia, emitió su amenaza de despedida:
--- ¡Ni creas que me voy a quedar callada! --- gritó duro y nítido.
El padre Víctor no alcanzó a escucharla, porque su receptorio privado se había sellado contra el ruido, cuando ella cerró la puerta con vigor, sin embargo, la secretaria sí la oyó de forma clara y contundente y exteriorizó una mueca de asombro, al mismo tiempo que reflejaba en sus ojos una grata satisfacción, como si compartiera el mismo propósito anunciado por Martha.
Veinte días más tarde, estalló el escándalo. La joven subestimada fue hasta una emisora local y denunció la irresponsabilidad del cura, quien a esa hora se levantaba en su casa pastoral, cerca de la parroquia. No se había aún cepillado la boca, cuando le tocaron a la puerta de su estancia y de manera desesperada. Se trataba de una de las asiduas colaboradoras de la parroquia: La señora Gertrudis Suárez, quien se veía consternada y afligida a la vez:
--- ¡Padre Víctor, padre Víctor! --- gritaba desde el otro lado de la puerta de metal. El padre Víctor abrió y enseguida ripostó:
--- ¿Qué le pasa señora Gertrudis, por qué toca de esa forma?
--- ¡Padre, lo están calumniando por una emisora, están hablando mal de usted, tiene que ir enseguida a defenderse!
--- Cálmese señora Gertrudis, cálmese y respire profundo y me cuenta despacio. Primero que todo, nadie tiene por qué hablar mal de mi --- apaciguó el sacerdote, como era su costumbre cada vez que debía hablarle a sus feligreses.
--- Sí padre, ya me tranquilizo, pero es que...
--- Ningún pero señora Getrudis, primero está su salud y después los chismes. Cálmese y cuando se sienta tranquila, me dice lo que oyó.
El padre Víctor agarró a la señora por uno de sus brazos y la acomodó en una silla que yacía cerca de la entrada de su vivienda y después él se sentó en otra ubicada al frente. Esperó unos segundos, mientras se reposaba un poco aquella mujer de avanzada edad y la cual podía ser hasta su madre y quien le profesaba un aprecio por su invaluable ayuda durante el tiempo en que llevaba en aquella parroquia. Al cabo de un par de minutos, y al verla más sosegada, la interrogó:
--- Ahora sí, doña Gertrudis, cuénteme sin desespero lo que escuchó decir en contra mía.
La señora Gertrudis, con el rostro superfluo por la pena, empezó a expresarle al padre Víctor lo que una mujer decía de él por la radio. Le daba tanta vergüenza lo que le expresaba, que no podía mirarlo a la cara. El padre, mientras ella le contaba de las injurias que había oído por la radio, deducía que la calumniadora debía ser Martha Pérez. Y apenas la interlocutora terminó de hablar, explicó:
--- Mire, señora Gertrudis, usted sabe muy bien que el Diablo de forma constante nos está poniendo a prueba. Al bagazo poco caso y no se preocupe, que de inmediato corro hacia la emisora, para hacer valer mi derecho a la réplica y aclarar el asunto. Con la fe de usted y de mi feligresía y con Dios acompañándome, acabaremos con la blasfemia de esa mujer --- le dijo.
La señora Gertrudis asintió orgullosa y sonrió, demostrando que ya se había calmado. Aquella mujer le tenía una veneración y fe ciega al padre Víctor, como muchas otras de la feligresía. Lo adoraban y veían en él no solo a un hombre buen mozo, sino a una persona de noble corazón, educada y dedicada íntegra a su devoción, por lo que le dolía en el alma que hablaran mal de él. De igual modo le exteriorizó su irrestricto apoyo y el de toda la feligresía, a la que se encargaría de enterar enseguida, para estar preparados, en caso tal les tocara salir en su defensa.
--- No hará falta --- dijo el padre Víctor, mostrándole seguridad --- porque el que nada debe nada teme --- complementó después.
El padre Víctor ni siquiera tuvo que dirigirse hasta la sede de la radiodifusora local, porque al cabo de unos 15 minutos, recibió la inesperada visita de un joven reportero de la emisora donde supuestamente lo había calumniado una oyente. Se trataba de un muchacho recién salido de la facultad de comunicación social y periodismo, de unos 26
años de edad, tierno como un cachorro. Apenas lo vio, y no comprendió por qué, se le activó de manera automática un sentimiento que hasta esa fecha le había permanecido oculto en lo más profundo de su ser, pero se abstuvo de expresar enseguida lo que en esos instantes experimentó, porque pensó que sería como darle una prueba fehaciente al novel periodista. El joven reportero no se la pilló y siguió con la tarea encomendada y por la cual había ido hasta allí. El padre ya se había colocado la sotana, la cual solo se la ponía por las noches, de martes a domingo, cuando oficiaba sus misas. Sin embargo, se la había puesto esa mañana de un lunes de junio, para demostrar que su verdadero oficio era el de sacerdocio y no de mujeriego.
Se había peinado hacia atrás y exhibía con mayor notoriedad sus facciones arábicas, las cuales provenían de su padre. Hijo de padre turco y madre venezolana, había venido al país muy niño, en brazos, por lo que fue registrado aquí y en donde recibió la ciudadanía. A la edad de 23 años ingresó al seminario, del cual salió después convertido en todo un sacerdote. Al principio, el ejercicio católico le dio muy duro, porque tuvo que luchar contra dos sentimientos encontrados que le surgieron tras el juramento de castidad, antes de abandonar el seminario. Con el tiempo aprendió a lidiar con uno de ellos, hasta el punto de que se volvió un experto. No se trataba de un enfermo, por cuanto no era un compulsivo posesivo. Simplemente le daba rienda suelta a ese sentimiento en conflicto con el otro, cuando se requería o se presentaba la oportunidad. El oficio de religioso lo practicaba con dedicación, no había duda de ello, pero a la vez no se restringía de los placeres de la carne o de lo que le pedía el cuerpo. Hasta esas alturas de su vida heterosexual solo había estado con mujeres y sin embargo, se sentía insatisfecho y quería probar aún más. Por eso, cierta curiosidad le había empezado a rondar por la cabeza y más en los últimos tiempos, cuando había incrementado sus visitas a los portales pornográficos de la Internet. Al hallarse frente a aquel primíparo periodista, quien le había despertado uno de los sentimientos encontrados, el que había mantenido escondido, lamentó no ser un buen momento para aprovechar la oportunidad y exteriorizarlo, que como ya se dijo antes, no lo hizo para disimular su inmoralidad:
--- ¿En qué puedo servirte hijo mío? --- le preguntó al novato reportero, quien en esos instantes extraía una grabadora de un pequeño maletín que llevaba debajo de uno de sus brazos.
--- Padre, una mujer de nombre Marta llamó a la emisora y lo acusa de ser el papá del hijo que lleva en su vientre ¿qué opina usted al respecto?
Con la elocuencia y autoridad de un clérigo, comenzó con los taches bien arriba, primero desacreditando a la emisora por su falta de responsabilidad, al abrirle los micrófonos a una mentirosa que deseaba perjudicarlo, debido a un supuesto embarazo del cual él no tenía nada qué ver. A la pregunta del por qué la joven lo señalaba como el padre de su criatura, el cura dijo que sus relaciones con las mujeres solo eran para dar consejos espirituales y guiarlas en el camino del Señor, mas no para hacer vidas íntimas con ellas, como muchas de ellas soñaban en tener con él algún día, debido a su atractivo aspecto. De manera que todo lo que se dijera en su contra, viniese de donde viniese, carecía de fundamentos. Por último, exigió más respeto no solo para él, sino también para la comunidad de feligreses que dirigía con buena diligencia y de igual forma para la Iglesia, la cual ya estaba cansada de ser la comidilla de la prensa amarillista. Y les recordó que si bien era cierto que unos cuantos curas en el mundo cometieron errores parecidos, ello no quería decir que todos los religiosos fueran iguales. "Los medios de comunicación son importantes para la orientación de las almas, pero como en todas partes, siempre hay alguien que quiere hacer la maldad", concluyó su intervención radial.
La señora Gertrudis, quien escuchó la entrevista seis horas más tarde, en su casa, al igual que toda la feligresía que sintonizaba a la misma emisora, estalló en alegría y de inmediato salió a la calle, en donde encontró a más de una docena de compañeras con semejante estado efusivo.
--- ¡Vamos adonde el padre, vamos todas! --- gritó, como si fuera una líder.
El respaldo que tenía el padre Víctor en la comunidad era unánime. Lo querían a morir y por eso todas se trasladaron hasta su aposento, para expresarle una vez más que estaban con él y dispuestas a no abandonarlo en esos cruciales momentos. Y cuando llegaron a tocarle a la puerta de la casa parroquial, el padre Víctor no les abrió de inmediato, pues en esos instantes se encontraba muy ocupado con un nuevo rebaño: un joven de la calle y a quien había recogido en uno de los parques de la ciudad, para darle de comer y de vestir. Se trataba de un adolescente de entre los 17 a 19 años de edad, de piel morena, con unos ojos grandes y unos cabellos ensortijados y muy descuidados. El muchacho se hallaba desnudo en medio del patio pavimentado de la casa parroquial, recibiendo el chorro de agua que salía de una manguera y la cual era manipulada por el padre a una distancia de tres metros. Su generosidad carecía de límites y desde ese mismo día, después de entrevistarse con el nóvel reportero, empezaría a demostrarlo sin reserva.
A los cinco minutos de escuchar los toques en la puerta y las voces de las mujeres que lo solicitaban, salió a atenderlas, pero antes y durante ese corto tiempo dejó de bañar al joven indigente y a quien ocultó después en su alcoba y le dijo que mientras atendía a las mujeres de su comunidad, se vistiera con la nueva ropa que le había regalado y esperara en silencio en ese mismo lugar. El muchacho obedeció y permitió que el sacerdote benévolo lo encerrara, incluso, hasta con llave. Una vez dentro de la habitación de aquel “buen padre”, el mancebo comenzó a reparar con asombro todo lo que había en el interior del dormitorio cural.
Se sorprendió al ver que en lugar de vírgenes y santos había en las paredes afiches de unas actrices famosísimas con los senos al descubierto. Pero más le llamó la atención contemplar la foto de un pene dentro de un recipiente de vidrio y cuyo cuadro tenía una inscripción que decía: “Rasputín”. El muchacho, como no había estudiado más allá de la primaria y poco conocía de historia, incluso la de su propio país, pensó que se trataba del órgano masculino de algún joven llamado Rasputín y al cual aquel “padre benefactor” se lo había cortado, por lo que se imaginó que también iba a hacer lo mismo con él y se aterrorizó, por lo que comenzó a tratar de salir de allí como sea, pero se dio cuenta de que era imposible, ya que el cerrojo en la puerta estaba puesto. Como sabía que afuera de la parroquia había un grupo de mujeres solicitando al padre, empezó a tocar fuerte la puerta de la alcoba del sacerdote, con el fin de que lo escucharan, pero debido a la algarabía que ellas mismas tenían, para demostrarle al cura que lo querían y apoyaban, no lo pudieron escuchar.
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El pánico se apoderó del adolescente y se resignó entonces a encontrar algún objeto contundente o cortopunzante dentro de aquella habitación, con el propósito de que le sirviera como arma, en caso tal el padre volviera allí a cortarle su miembro viril. Buscó por todas partes: en el baño, debajo de la cama, en un escaparate e incluso, dentro de una caja de cartón y en ninguna de esas partes halló ni siquiera una cuchilla de afeitar. Creyó, en definitiva, que lo único que le quedaba para defenserse, era su propio cuerpo, aunque frente al padre Víctor él no tenía ninguna posibilidad de ganar, pues el clérigo era veinte centímetros más alto, con una caja toráxica dos veces mayor, unos brazos más vigorosos y unas manos enormes, con las cuales podía cubrirle la cabeza y el pecho a la vez. Pero a pesar de que era consciente de su inferioridad ante la corpulencia del cura Víctor, estaba decidido a dar la batalla, cuando llegara el sospechado momento. De ahí que se preparó para la dura lucha a muerte y por eso se colocó a un lado de la puerta de acceso, con el objetivo de que, cuando el padre ingresara de nuevo a su cuarto, él lo atacara primero por la espalda, intentándole hacer una llave de lucha libre alrededor de su cuello y lograr de esa manera inutilizarlo por unos valiosos segundos, para después salir corriendo de ese sitio con toda la velocidad posible. Se había armado en su dislocada mente toda una película de terror. Sin embargo, a lo que el padre Víctor se desocupó de su feligresía de mujeres, expresándoles que inmediatemente las atendería, pero que lo esperaran en la capilla, retornó luego a su alcoba, pero no entró. Solo se le dirigió al muchacho al otro lado de la puerta cerrada, manifestándole que en esos instantes iba a salir y cuando él quisiera hacer lo mismo de aquella habitación, solo debía tomar la llave de la cerradura situada entre las páginas de la biblia que yacía debajo de una de las almohadas de la cama. Y apenas el joven escuchó eso, corrió hasta el lecho y escudriñó por las almohadas y de inmediato halló el libro sagrado, lo abrió de par en par y enseguida cayó sobre la cama la pequeña llave, la cual agarró después. No obstante, cuando caminaba rumbo a la puerta de la habitación, se detuvo por un momento, pues quiso primero esperar si era cierto que el padre salía de su casa cural. Y a lo que escuchó que abrieron y luego cerraron una puerta, dejó pasar otro minuto más y después se decidió a salir de aquel cuarto.
Fueron unos minutos tensos para él, pues aún se mantenía sugestionado por las escenas de terror que había inventado su mente, tras sacar sus propias conclusiones, luego de ver la impactante fotografía con el pene de un tal Rasputín y el cual exhibía el padre Víctor de forma incomprensible en su habitación. Para mayor ilustración de los lectores, Rasputín fue un sacerdote que existió en Rusia durante la época de los sultanes, por allá a finales del siglo 19 y principio del 20. Fue famoso por su heterosexualidad y sobre todo por su miembro viril, de ahí que todavía es conservado en formol en un museo de Europa, claro que aquel pobre adolescente asustado ignoraba eso y por ello temía que el padre Víctor fuera una especie de leñador depravado. De seguro, lo que el depravado cura exhibía en su alcoba era una imitación de la referida reliquia histórica.
Mientras tanto, la capilla de la parroquia estaba llena a medias por las mujeres de la feligresía, quienes no dejaban de comentar sobre el asunto por el cual se hallaban en esos instantes allí. Había unas cincuenta damas, entre ellas cinco chicas de entre 15 a 17 años. Era muy común ver siempre en la concurrencia de las misas del padre Víctor a muchas adolescentes, las cuales en su mayoría iban más que todo a verlo, antes que a oír sus sermones. De igual modo se encontraban amas de casas todavía muy atractivas, de entre 30 a 40 años de edad y apenas una docena de señoras con edades entre los 50 a 75. Entre estas últimas, estaba la señora Gertrudis Suárez, la cual ostentaba 73 años. Se trataba de una adulta mayor muy dulce, con unas ganas de vivir inmensas y a quien se le notaba todavía que había sido una mujer hermosa, pese a su ajada piel. Ella seguía llevando la vocería en aquella concurrencia, instando a las demás a no bajar los brazos ante semejante ataque no solo contra la parroquia a la que pertenecían, sino también contra el padre hermoso y santo que la dirigía. “¡Todas juntas debemos hacer respetar a nuestra parroquia y al padre!”, no se cansaba de repetir. Las demás aplaudían con beneplácito y algunas otras exclamaban: ¡“Respeto, respeto!”.
Solamente se vinieron a callar, cuando el padre Víctor hizo su aparición en el púlpito, pidiendo silencio. A lo que él les hizo una señal con una de sus manos, todas quedaron calladas de forma unánime, una muestra más de cómo dominaba a su feligresía. Se había despojado de su sotana y lucía una camisa blanca con un pantalón del mismo color, al igual que unos zapatos deportivos de una marca mundialmente reconocida. Se veía de nuevo muy varonil y parecía recién sacado de la portada de una revista de farándula. El grupo de las cinco jovencitas, quienes estaban juntas en primera fila, de inmediato se sonrieron y conversaron entre sí: “Está hermoso”, dijo una y otra contestó: “Como me lo recetó el médico”. Después, volvieron a sonreirse entre sí, siempre sin dejar de observarlo, pese a que el padre Víctor ni siquiera se había dado cuenta de que ellas estaban allí. Ante la eventualidad que se le había presentado, prefería por esos momentos alejarse de cualquier otra tentación, por lo que había optado no reparar a ninguna de las presentes, para no despertarles falsas expectativas.
--- ¡Señoras y señoritas! --- interrumpió el padre, al mismo tiempo que juntaba sus grandes manos como si fuera a rezar.
--- Ahora sí, cuéntenme ¿qué es lo que quieren hacer?
La señora Gertrudis se levantó como si tuviera resortes de la banca en donde se había colocado momentos antes al lado de otras mujeres de su misma edad y empezó a hablar. Le recordó al padre que ellas se encontraban allí, para demostrarle que no estaba solo, que contaba con el apoyo irrestricto de todas ellas, quienes se le ponían a partir de esos instantes a su disposición, para lo que el asunto o él requirieran. El padre Víctor asintió con la cabeza y el gesto fue interpretado como un agradecimiento. Por su parte, la señora Gertrudis continuó con su alocución, explicando lo que ellas pensaban hacer, con el fin de contrarrestar la mala publicidad que se le había empezado a generar a la parroquia por las falsas acusaciones hechas en contra de su cura.
--- Como usted mismo lo dijo padre Víctor: El Diablo a cada momento nos está poniendo a prueba y esto lo que está sucediendo es la oportunidad de demostrar que somos una comunidad de bien, dirigida por uno de los sacerdotes más bueno y bonito del territorio --- terminó diciendo la señora Gertrudis, bastante emocionada y sin dejar de pelar sus dientes no postizos.
De inmediato todas en el recinto eclesiástico se levantaron, para aplaudir también emocionadas, sobre todo cuando escucharon las dos palabras, “bueno” y “bonito”. Las cinco chiquillas en primera fila seguían sonrientes y como tratando de llamar la atención del padre, el cual se mantenía firme con su indiferencia, a pesar de que por dentro parecía sufrir por eso.
NOTA del Autor: El libro todavía no ha sido terminado. Se los comparto para que lo lean y le den su visto bueno o malo y también para que me ayuden a escribir su final, de cómo piensan que les gustaría que sea ese final. Gracias.
Cordialmente:
Alvaro Cotes Córdoba.
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