El verdulero que le robó al Diablo



Capítulo 1

En la cabina de una bimotor que surcaba el espacio aéreo sobre el  oceáno Atlántico, en límites con Colombia, una mañana con cielo despejado, dos narcotraficantes se enfrentaban a un dilema: Si deshacerse de 5 millones de dólares ilícitos que llevaban abordo o entregarse con ese dineral a las autoridades, las cuales les pedían que aterrizaran en un aeropuerto cercano. 

Dos aviones MIR de la Fuerza Aérea Colombiana los escoltaban desde que fueron detectados por el radar de una embarcación de la DEA, cuando volaban en aguas internacionales. Por la radio, los pilotos de los dos cazas les advirtieron que si no descendían lo antes posible, serían derribados, pero los traficantes no daban una sola muestra de obedecer las órdenes. Uno de ellos, quien llevaba una gorra azul y usaba de igual manera gafas oscuras como su copiloto, dijo en un tono muy alto:

--- ¡A la mierda con esos tombos! --- El acompañante lo secundó:

--- Si nos agarran que lo hagan sin evidencias --- y el operador del aeroplano le respondió:

--- Así será…

Mientras, en la ciudad colombiana de Santa Marta y por donde comenzaba a pasar la avioneta, un vendedor de verduras, de nombre Martín Zárate, se alistaba para ir, como todos los días, hacia la despensa pública de esa capital caribeña. Se hallaba en el patio de su vivienda, donde le daba las últimas cepilladas a sus cabellos recién mojados. A través del espejo roto sobre el cual se reflejaba, notó que le había empezado a salir más canas, pero no se preocupó, porque por esos momentos de su pobre vida, lo que más le importaba era buscar dinero, para comprar los productos de la tierra que ofrecía a sus clientes. Nunca le quedaba lo necesario de lo que se hacía a diario. Y con la cantidad insignificante que tenía por esos momentos en sus bolsillos no le alcanzaba ni para solucionar los almuerzos de sus 5 hijas y paciente esposa, las cuales dormitaban a esa hora en uno de los dos dormitorios que conformaban su humilde hogar.

Iban siendo las 6:00 de la mañana y el sonido remoto de un transistor encendido por alguna de las casas vecinas, irrumpía en el silencio que se sentía por el sector. Cinco minutos más tarde, el ruido de la bimotor perseguida por los aviones MIR, se unió al del radio lejano, cautivando su atención. Era anormal que a esa hora se escuchara a una aeronave sobre Santa Marta, por lo que miró para descubrirla en el firmamento, pero no alcanzó a ver nada, solo notó el cielo despejado y traslúcido. A unos cuantos segundos oyó después dos rápidos zumbidos que ni siquiera descifró y mucho menos visualizó qué cosa los había producido.

Cuando se disponía a entrar de nuevo a su vivienda de dos habitaciones, sintió por detrás un fuerte impacto que sacudió el suelo del patio y de paso a él. Volteó y se encontró con una valija acolchonada, de polipropileno, exactamente donde había permanecido peinándose el cabello. No dudó en acudir enseguida hasta el extraño equipaje con el propósito de escudriñar lo que contenía. La sorpresa fue tremenda: encontró dentro de aquella maleta muchos dólares en pacas desarregladas y en muy buenas condiciones. Aunque no lo sabía, los tripulantes de la avioneta que todavía no obedecían las órdenes de los pilotos de la Fuerza Aérea, acababan de deshacerse de los dólares que transportaban, para no ser sorprendidos con ellos en caso de que los capturaran cuando aterrizaran.

Mientras tanto, la aeronave siguió revoloteando por el cielo de esa mañana y después de dar tres vueltas alrededor de Santa Marta, sus ocupantes optaron por descender de manera audaz y peligrosa, sobre la arena de la playa en la bahía samaria, lo cual les dio tiempo para escapar después y antes de que la policía local, alertada por la base de la fuerza aérea del país con sede en Barranquilla, ciudad muy próxima a Santa Marta, les cayera para apresarlos. Una vez bajaron sobre la arena blanca de la bahía, que era considerada como "la perla de América", los tripulantes abandonaron la aeronave, ante la mirada atónita de un grupo reducido de pescadores que jamás en su vida había visto semejante pericia; después huyeron de esa zona céntrica en un taxi que los condujo hacia un escondite de la urbe.

Por su parte, Martín ya se había puesto a contar los dólares que le cayeron del cielo esa mañana, para lo cual se encerró en una de las dos habitaciones de la pequeña casa donde vivía alquilado y no se detuvo sino hasta cuando sintió que sus hijas y su esposa despertaron en la alcoba contigua. Mérida, su mujer, llevaba viviendo con él diez años, tiempo durante el cual le había ayudado a engendrar a sus cinco hijas y se había comido las verdes y las maduras, aunque con las verdes llevaban la mayoría del tiempo. Y pese a ser una mujer obesa, nunca había dejado de ayudarlo, aunque en la actualidad y por su mala salud ya no le colaboraba mucho. El peso que tenía le impedía trabajar y le dificultaba realizar los quehaceres en su hogar.

Martín Zárate se asomó por la puerta del cuarto y le dijo que entrara rápido, antes de que sus hijas se dieran cuenta. "¿Qué sucede?", le preguntó ella desconcertada. Pero antes de que Martín le respondiera, descubrió el asunto, cuando vio por entre la puerta, la pila de billetes verdes en el piso y en torno de la extraña valija. Martín ya había contado veinte fardos de 50 mil dólares, es decir, un millón de dólares y aún le restaba contabilizar cuatro millones más que todavía él no sabía que tenía y mucho menos de quiénes eran. A Mérida le quiso dar un infarto y si no hubiera sido porque Martín en esos momentos la jaló de un brazo, aún estuviera estática y con la boca abierta bajo el dintel de la puerta de aquella habitación. 

--- Somos ricos mija, muy ricos --- le susurró Martín con los ojos brillantes y abiertos por la emoción. Mérida comenzó a tocar los billetes, para comprobar si eran de verdad y hasta los olfateó, una manera muy particular que poseía, para confirmar que los billetes no eran falsos. "¡Son de verdad mija, ya los comprobé!", le volvió a susurrar con una felicidad que no podía ocultar. "¿De dónde carajo los sacaste?", le preguntó con voz muy baja. Martín le describió la aparición de aquella valija en el patio de la casa, tal y cual como había sucedido o como él vio que pasó.

Una hora más tarde, el aterrizaje osado de la avioneta en la bahía de Santa Marta, seguía siendo la noticia más trascendental del día y del año en la ciudad. En torno a la aeronave, la cual resultó solo con una pequeña avería en una de las llantas del tren de aterrizaje, los primeros policías que acudieron al sitio, colocaron una cinta amarilla, para controlar a los curiosos que llegaban a ver semejante espectáculo nunca antes visto en ninguna de las casi setenta playas que para el entonces tenía Santa Marta. Parecía la escenografía de una de las películas de James Bond. Y lo que más les llamaba la atención a los curiosos era que la avioneta no se había enterrado en la arena, pese a que perdió una rueda en el esquizofrénico aterrizaje. Algunos se tomaron fotos con la avioneta de fondo, aprovechando la presencia de un reportero gráfico de un medio impreso que ya existía en la ciudad. 

Al sitio también había acudido un equipo de expertos antidrogas y de una unidad contra el crimen de la Policía, quienes se dedicaban a encontrar las huellas de los ocupantes del aeroplano. Ya se sabía que fueron dos hombres altos, bien vestidos, con gorras y gafas oscuras, los que descendieron de la nave. Los pescadores testigos lo corroboraron de manera muy eficaz, puesto que dieron el importante detalle de que se subieron en un taxi. Con esa pista, la tarea de buscar el vehículo que transportó a los tripulantes fugados no sería muy difícil, por cuanto para esa época en Santa Marta no había la cantidad de vehículos del servicio público que hay hoy en día.

El jefe de criminalística, el Capitán Javier Fragoso, hizo presencia en el lugar con su camioneta exploradora y vestido de civil, porque se encontraba de descanso ese día. Llevaba puesta una camisa blanca y una sudadera azul, ambas prendas de vestir le hacían juego con unos zapatos negros, los cuales tenían vivos blancos y amarillos. Su piel pálida y rostro rojo, en el que se le percibía una expresión de desconfianza, daban a entender que era de alguna región del interior del país. Entre sus cabellos negros se observaba un mechón blanco y se veía recién motilado. La edad que por esos instantes tenía, oscilaba entre los 34 y 36 años. Su estatura era proporcional a su estructura corporal, es decir, no era alto ni craso. El Teniente que lo reemplazaba ese día, se llamaba Federico Buenahora, cinco años menor, de constitución atlética, con apariencia costeña, muy bien parecido y moreno. Apenas lo vio, corrió hacia él:

--- ¿Mi Capitán, qué hace usted por aquí? --- averiguó sorprendido.

--- La curiosidad también me mata ---  le contestó, al tiempo que miraba hacia la cantidad de chismosos alrededor de la aeronave, entre quienes había bañistas, vendedores y empleados públicos de una entidad gubernamental cercana.

--- Todo indica, mi Capitán, que se trata de drogas, porque prefirieron aterrizar aquí antes que en el aeropuerto --- explicó Buenahora.

--- ¿Cómo así? --- preguntó el Capitán Fragoso. El Teniente le contó entonces los pormenores de la persecución de los aviones MIR y lo que, por esos instantes, se manejaba como un asunto confidencial:

--- Los ocupantes de la avioneta arrojaron un objeto antes de tocar tierra --- fragoso se quedó boquiabierto y pregunto rápido:

--- ¿Ya encontraron ese objeto? --- y el Teniente Buenahora le contestó:

--- No y ni siquiera saben en dónde cayó. Fragoso se apartó por un momento de Buenahora, alejándose unos seis metros y después entabló una conversación con alguien por un radio portátil. Buenahora, sin malicia alguna, esperó que terminara y cuando lo hizo, volvió a entregarle más detalles del caso:

--- Existe una carta de vuelo y los peritos ya están trabajando en eso. Los pilotos de los MIR tienen ubicada la zona exacta en donde arrojaron lo que fue ---. Y a lo que el Capitán Fragoso escuchó lo anterior, aconsejó:

--- Nosotros debemos conocer también esa zona, para colaborarles --- dijo.

Buenahora asintió y mostró la intención de ir corriendo hasta donde se hallaban los miembros de Antinarcóticos revisando el interior de la avioneta, pero el Capitán lo contuvo:

--- Calma: Averigüemos primero sin que lo sepan ellos --- advirtió.

Buenahora se quedó pensativo y empezó, ahora sí, a poner en práctica su malicia indígena. Pero quiso explorar más antes de hacer un juicio a priori en contra de su superior y le indagó:

--- Mi Capitán, con el debido respeto que usted se merece, pero ¿por qué hacerlo a escondidas?

El oficial de las tres barras arrimó su boca a uno de sus oídos y le secreteó: "Para ver si lo encontramos primero nosotros". 

El Teniente miró hacia la cara de su oficial mayor, cuando se la retiró de su espacio personal y vio que el Capitán le guiñó un ojo, lo que interpretó como una mala intención. Minutos más tarde, el Capitán se fue y dejó al Teniente Buenahora en un mar de dudas en donde él siguió como el jefe de la unidad criminalística por ese día, al mismo tiempo que buscó saber más de la zona de la ciudad, en donde había sido arrojado el objeto desconocido. Apenas se enteró, optó por no avisarle de inmediato al Capitán Fragoso, pero este lo llamó una hora más tarde y él, ni corto ni perezoso o tal vez para no perder la costumbre, se lo vomitó todo. 

Al iniciarse la tarde, Martín Zárate, todavía con el corazón brincándole de la emoción por los millones de dólares, decidió salir de casa con algunos cuantos billetes, para convertirlos a pesos en una de las caja de cambio en el centro de la ciudad. Pero antes de hacerlo, cerró con candado el cuarto dónde había dejado el dineral y le dijo a su mujer que se alistaran para salir.  "No te preocupes, que cuando regreses yo y las niñas ya estamos listas ", le dijo ella de manera segura. Cuando Martín salió de la vivienda, observó como sospechoso a dos autos últimos modelos, estacionados en una esquina. Extraño, por cuanto en el sector residencial donde habitaba desde hacía seis años, nunca llegaban vehículos de ese tipo, salvo en época de elecciones, cuando los políticos arribaban a pescar sus votos.

Sin embargo, siguió su camino y abordó después un bus urbano que lo transportó hasta el centro de la ciudad. Ingresó a la primera caja de cambio que encontró y le fue bien, porque no le preguntaron sobre la procedencia de los dólares. Esa primera vez cambió mil dólares, es decir, le dieron unos dos millones de pesos. Ni él mismo creía que luego de despertar esa mañana con la preocupación por la falta de dinero, horas más tarde tenía en sus bolsillos dos millones de pesos y en casa otra cantidad inimaginable a la espera. La alegría que lo envolvía no lo dejaba ver más allá de lo que quería soñar. "Dios por fin se acordó de mi", pensaba. Por su mente desfilaban las imágenes más agradables de su vida. Se veía en un suntuoso automóvil, en una mansión o en un yate de lujo disfrutando con su familia.

Los dos vehículos que alcanzó a observar cuando había salido de casa, albergaban a nadie más y nadie menos que a unos matones de un famoso narcotraficante de la ciudad y a quien le apodaban El Diablo, el cual vivía en una inmensa residencia, situada en un sector hotelero, a unos seis minutos de Santa Marta. La edificación de dos pisos medía una cuadra y permanecía cuidada durante las 24 horas por unos cuarenta hombres armados. Era el dueño de la valija millonaria, claro que Martín Zárate no lo sabía y El Diablo desconocía quién se la había encontrado, al menos hasta por esos momentos. Los sicarios estaban ya en su búsqueda.

Habia transcurrido media hora desde que Martín había salido de su casa y los dos automotores de color negro seguían en el mismo lugar. Aparentaban que se hallaban desocupados, pero no era así, porque a los pocos segundos se arrimó a ellos una camioneta de color verde con el Capitán Fragoso al volante. El oficial aún de civil, esperó que descendieran el vidrio de uno de los autos tenebrosos y le comentó algo al chofer del mismo, después continuó su camino y casi al mismo instante, los dos se fueron del lugar en bola de fuego, como espantados. Al cabo de un rato, arribaron al sector unos camiones con soldados y hombres con unos overoles blancos. Los militares fueron esparcidos por lo alto de la zona residencial e iniciaron un registro de a pie sobre la parte desolada, situada en los cerros desplumados del suburbio. Al parecer, tenían el convencimiento de que el objeto lanzado, podía encontrarse en las colinas y no en las viviendas.

Los moradores del barrio se enteraron del despliegue de la fuerza pública, pero no sabían lo que sucedía y no se enterarían nunca. Pensaron que se trataba de una operación rutinaria, en busca de personas con ollas del microtráfico. Luego de media hora en aquel arrabal no pudieron hallar ni una sola pista del inestimable objeto y se fueron como habían llegado, sin pena ni gloria. A los pocos minutos de que se fuera el escuadrón castrense del barrio, regresó Martín Zárate a casa, incluso, se tropezó con los camiones repletos de soldados, pero ni así relacionó su suerte con lo que estaba sucediendo. La alegría por los dólares le había nublado hasta la facultad de percibir lo imperceptible, razón por la cual no se daba cuenta de las señales que le enviaban para que se previniera. Su mujer sí lo había hecho y por eso se puso en alerta apenas supo sobre la presencia de las autoridades en el sector, por lo que, apenas entró su marido a casa, cerró enseguida la puerta con doble cerrojo y puso al corriente a su pareja sobre lo que había acontecido en el barrio durante su ausencia. Martín, sin ninguna contemplación, contestó:

--- ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Mérida no lo podía creer. Conocía muy bien a su marido y por eso intentó de nuevo en aconsejarle: "Es obvio que ellos buscan la valija con los dólares". Martín insistió: "Y por qué, qué tiene de malo que me haya encontrado tanto dinero en mi propia casa, además, fue un milagro o un regalo de Dios". Mérida torció la boca de rabia e intentó persuadirle: "Aterriza mijo, porque estamos en el siglo XX. Cómo crees que Dios te va a dar tanto dinero sin ganártelo primero; recuerda lo que dice la Biblia: ayúdate que Dios te ayudará". 

En esas estaban, cuando sintieron que tocaron a la puerta. Los golpes fueron fuertes, como de alguna persona segura de sí misma. Mérida se atemorizó un poco y su corazón empezó a latir más rápido, situación que le alteró los nervios. Sujetó a su marido por uno de sus brazos, pero Martín se la soltó de inmediato y le dijo: "Cálmate, no pasa nada, deja la cagalera". "No abras", le susurró, pero Martín Zárate, con mucha firmeza, se llenó de valor y se dirigió a la puerta con la intención de abrirla y mirar quién tocaba sobre ella. No obstante, Mérida no soportó más la tensión y se desmayó. El golpe que se dio sobre el piso de la sala, donde por esos momentos se hallaban, atrajo la atención de Martín, quien se apresuró a auxiliarla, olvidándose de abrir la puerta, lo que los salvó esa primera vez.

Al otro lado de la puerta de madera estaban los matones de El Diablo, los cuales regresaron al vecindario para hacer un registro más a fondo, casa por casa, a fin de saber con exactitud quién escondía la maleta con los dólares. Ya venían de visitar otras casas contiguas, en donde les abrieron sin ninguna dificultad, pero en donde no les abrieron, no intentaron nada y siguieron a la siguiente, solo con el fin de no llamar mucho la atención, pues así se los había ordenado El Diablo y como Martín no les abrió, continuaron con la casa vecina. Martín y su mujer desconocían el enorme problema en que estaban metidos, porque no sabían aún la verdadera procedencia o quién era el real dueño de la valija millonaria.


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Álvaro Cotes Periodista