Lo que no debería pasar

 


Por Álvaro Cotes Córdoba


Jairo Pérez, un adolescente muy inteligente, hijo de un médico poco conocido, residente en la ciudad de Santa Marta, Colombia, salió de su casa una mañana fresca, para encontrarse con unos amigos en la playa de la bahía de esa localidad.


Vestía una pantaloneta Nike negra y un suéter Lacoste del mismo color. Además, calzaba unas sandalias tres puntadas casual y azul turquí. En su brazo izquierdo, a la altura de la muñeca, lucía un reloj resistente al agua, también negro y con unos distintivos verdes fluorescentes. De igual manera se le veía alrededor de su cuello, una cadena Gucci de oro que le había regalado su padre por haberse graduado de bachillerato ese mismo año.


En una esquina antes de llegar al punto de encuentro con los amigos, en donde debía doblar para tomar la arteria que lo conduciría derecho al malecón ubicado frente a la bahía, conocido también con el mismo nombre del fundador de la urbe, es decir, Rodrigo de Bastidas, dos hombres con cascos cerrados que impedían ver sus rostros y en una moto roja y sin placa, se le cruzaron en el camino, uno de los cuales le apuntó con un revólver, al mismo tiempo le decía que si se oponía al atraco, lo mataba. 


Jairo Pérez no solamente era un buen estudiante, también un hábil deportista y había representado varias veces a su escuela de secundaria en las disciplinas de atletismo y fútbol, por lo que su reacción fue correr antes de que el parrillero de la moto se bajara a configurar el robo. Corrió tan rápido, que el delincuente no tuvo tiempo de accionar el arma de fuego, porque el muchacho ya había cruzado la otra esquina de la cuadra. Sin embargo, salieron en su persecución, con el fin de atraparlo más adelante, ya que con la moto lo harían más rápido y fácil. No obstante, al llegar a la esquina, no vieron a nadie, solo a unos autos estacionados en una de las orillas de la arteria que se veía solitaria a esa hora de las 10:00 de la mañana, 


Creyeron que el joven se había escondido detrás de los automóviles y empezaron a buscarlo por los alrededores y por debajo de cada uno de ellos y tampoco lo encontraron. Y cuando ya se iban tras reconocer que se les había escapado, escucharon una voz que imploraba a alguien para que no lo matara, porque no era ningún ladrón. La voz había provenido de una de las casas por aquel sector y la cual tenía la puerta principal de entrada, abierta. El atracador, parrillero de la moto, volvió a bajarse de ella, guardó el arma en su pretina y quiso comprobar lo que se imaginaron estaba sucediendo y por eso se acercó hasta la entrada de esa vivienda y confirmó lo que pensaron: Que Jairo Pérez, en su desesperación por huir de ellos, había tratado de ocultarse en la primera residencia que encontró con la puerta abierta, con tan mala fortuna para él, que el dueño de la casa lo había confundido con un ladrón y lo había obligado a arrodillarse frente a él, mientras le colocaba el cañón de una nueve milímetros sobre su cabeza.


El delincuente de la moto intentó sacarlo de esa complicada situación, para seguir atracándolo y le gritó al señor de la casa que él se encargaba del joven, ya que lo venía persiguiendo desde varias cuadras atrás, porque le había despojado una cadena de oro Gucci a un comerciante. Jairo Pérez, al ver que el propietario de la vivienda, un señor de edad, con un bigote entrecano abultado y una cabeza como una bola de billar, se había dejado convencer del atracador, le insistió en que él no era un ladrón, sino un estudiante que se acababa de graduar y no necesitaba de robar, porque su padre era médico. Y le volvió a explicar que se había metido en su casa sin permiso, porque quería esconderse del atracador y le señaló al hombre con el casco todavía en su cabeza, pero el dueño de la residencia tampoco le creyó. Para el propietario de la vivienda, tenía más veracidad la versión del recién llegado que la de aquel adolescente que había sorprendido dentro de su casa.


A Jairo Pérez no le quedó otra alternativa que utilizar de nuevo su agilidad y volvió a correr, pero cuando salía por entre la puerta principal, recibió un disparo en la espalda de parte del señor, el cual estaba sin camisa y en un bóxer de cuadros marrones. Cayó de bruces sobre el piso de baldozas blancas en la terraza de aquella residencia. El tiro no lo mató de inmediato, pero sí le paralizó el cuerpo, por cuanto la bala le había atravesado la columna vertebral. 


Inmóvil, sin poder levantarse del suelo, Jairo Pérez vio cómo, mientras que su vida se le iba, el atracador le levantaba la cabeza del piso, para quitarle la cadena de oro Gucci e incluso, escuchó cuando el asaltante le dijo a su asesino que le regresaría la cadena de oro al verdadero dueño, lo que por supuesto no era cierto, ya que era la cadena que le había regalado su padre el día de su graduación, un mes antes. 


El verdadero delincuente se fue feliz con el botín recuperado, mientras que el imbécil asesino del joven Jairo Pérez, llamó a la policía para reportar que le había quitado la vida a un ladrón, porque lo había sorprendido robándole dentro de su casa e insinuó que había sido en defensa propia. El caso hubiera quedado impune o como se lo contó el dueño de la residencia a la Policía, si no hubieran llegado al mismo lugar de los hechos, los detectives Juan Francisco Estupiñán, Carlos Parra Abreu y el subintendente de la contra guerrilla de la policía nacional, Federico García Loiza, quien ese día cumplía precisamente 15 años de servicios en la institución policial.


Los tres conformaban el equipo de investigaciones criminalística de la entidad estatal. Carlos era el más novato, pero a la vez el más listo. Mientras que Francisco y Federico tenían más experiencia, no solamente porque contaban con mayor edad, sino también porque llevaban más tiempo en la unidad de homicidios. 


La familia y los amigos de Jairo Pérez, cuando se enteraron después de lo que le había ocurrido, no estuvieron ni estarían nunca de acuerdo con la versión del propietario de la casa, simplemente porque el motivo que argumentó no concordaba con lo que sabían que era realmente su pariente: Un joven muy educado, de bien, estudioso, sin malos hábitos y sin necesidad de robarle nada a nadie. El proceso de investigación que iniciaron ese día los tres detectives antes mencionados, para esclarecer el caso, empezó precisamente con la confrontación de las dos versiones acerca de quién era el adolescente muerto.


Conocían por experiencia que para los padres, ningún hijo es malo y muchas veces no saben lo que sus hijos hacen en las calles. De la misma manera que, de veinte asesinatos, uno podía deberse a un error o a una confusión. Y aunque la balanza se percibía más inclinada hacia la versión del dueño de la vivienda, en el lugar de la escena del crimen, para los tres detectives, el conocer más de los padres del occiso y del único involucrado en el caso, también les iba a aportar mucho en el esclarecimiento del mismo. Y por eso comenzaron con el último mencionado y a quien le averiguaron a qué se dedicaba y por qué usaba un arma de ese calibre. Y el señor de unos 55 años de edad, les contestó que estaba pensionado por el Ejército y tenía permiso para la posesión de su arma de fuego, la cual mantenía por su seguridad personal y defender sus propiedades, como por ejemplo, donde vivía desde hacía diez años. Constataron lo que les dijo e incluso llamaron a la estación de la policía, de donde les confirmaron en cuestión de minutos, que ni siquiera poseía antecedentes penales.


El detective Carlos, mientras sus dos compañeros interrogaban al señor de la casa, él comenzó a buscar, para ver si había cámaras de seguridad tanto por fuera como por dentro de aquella propiedad. Y descubrió una, pero en un edificio al frente y de inmediato se dirigió hasta la administración del mismo, con el fin de tener acceso a ella. Quien estaba a cargo de la portería del edificio lo condujo sin ningún inconveniente hasta la oficina administrativa, la cual estaba a cargo de una elegante y hermosa mujer. Apenas la vio se impactó y sintió un flechazo en el pecho.

— Hola, buen día — saludó.

La bella dama, con un vestido rojo, largo hasta los tobillos y entaconada, con los labios del mismo color del traje y un cabello negro, corto, bien cuidado, que le llegaba hasta su cuello delgado, le respondió con fina cordura:


— Buen día señor detective: ¿En qué podemos servirle?


Carlos Parra Abreu se quedó lelo, no por su belleza, sino por el tono muy femenino de su dulce voz, la cual sintió que le erizó los poquitos vellos que aún mantenía en sus brazos lisos.


— Gracias hermosa; usted es muy amable — contestó él, cortésmente.


Ambos se miraron a los ojos por unos segundos, como queriéndose decir algo diferente, pero él interrumpió abruptamente el ínfimo momento cómplice y fue al grano del asunto de por qué había llegado ahí:


— Las razones de mi visita a su oficina, señorita, es para solicitarle permiso de acceder al contenido de la última hora de filmación de la cámara de seguridad que tienen en la parte del frente del edificio.


La preciosa dama sonrió y se le hicieron de inmediato dos tiernos hoyitos en ambas mejillas rosadas por el maquillaje, lo que le llamó más la atención al detective, quien no podía dejar de repararla. Ella tampoco le quitaba los ojos de encima y demostraba también, aunque con más disimulo, que le atraía.


— ¿Por qué se sonríe, señorita? — le preguntó él.


— Es que — se contuvo en decir ella por un segundo, luego continuó: — me encanta su tono de voz. Se ve que usted no es de aquí — le averiguó.


Continuará 


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Álvaro Cotes Periodista